domingo, 18 de diciembre de 2011

Rafael León


El gran problema que tengo es que ahora que se ha muerto Rafael León no voy a poder ya definitivamente preguntarle qué es lo que dice la dedicatoria de su libro de poemas Voz propia, pues no la entiendo muy bien. Es lo que pasa con algunas dedicatorias. Yo creo que dice tal vez algo así como "esta voz de una momia resucitada", y reconozco su inmensa ironía y su puntito de falsa modestia en la autorreferencia. Pero no estoy seguro, de verdad, porque la "a" del posible artículo "una" parece más bien una tachadura, "momia" está cortada y el guión de corte está debajo de la "o", con lo cual despista, y luego hay una coma después de "Torres" que cae justo encima de esa posible "mo" solitaria que hace que la sílaba pueda interpretarse en realidad como "mío". Pero entonces no tiene sentido la dedicatoria. Bueno, tampoco tiene sentido que Rafael se haya muerto y sin embargo es así.
Tampoco podré ya consultarle cualquier duda tipográfica que me asaltara mientras preparaba algún libro, no sé, si las páginas de final de capítulo se numeran o no, o si los epígrafes van en redonda y las dedicatorias en cursiva o al revés. O si el guión de cierre es necesario antes de un punto y seguido o de un punto y aparte. O si las llamadas de las notas van antes o después del signo de puntuación. Él mantenía que antes, pero nunca le hice caso ahí. A mí me parecía mucho más razonable la postura de Martínez de Sousa que dice que la llamada no forma parte del texto y que por lo tanto no debe englobarse en él. Discutíamos por eso. Como discutíamos, bueno, más bien, disertaba, una tarde entera, sobre si Pablo de Tarso se cayó en realidad del caballo o no cuando tuvo aquella revelación, que parece que no, que es una imagen apócrifa que en las escrituras canónicas no se recoje. Él lo sabía, como sabía otras muchas, muchísimas cosas absolutamente inútiles y extravagantes y que te levantan el ánimo precisamente por eso, por su inutilidad y su extravagancia. Pensad si no es extravagante dedicarle casi mil páginas en sus dos tomos publicados y muchas más inéditas a una cosa tan insignificante como el papel. Sí, Rafael era un extravagante, y un soberbio y un engreído que en su soberbia y engreimiento decidió apartarse del mundo por no soportar sus memeces, tenías que ir a verlo a su casa y allí tal vez te invitara a una cachimba y te explicara detalladamente de dónde viene ese raro artilugio y la forma correcta de utilizarlo según tal o según cual, mientras María Victoria servía unos cubatas de ron o unos vasos de vino peleón con taquitos de queso y almendras, tanto daba. Y si quedabas con antelación tal vez podría preparar unos barreños llenos de trapos viejos desechos y unos moldes caseros y hacerte allí mismo unos pliegos de papel que luego guardarías como un pequeño tesoro.
Yo lo traté mucho, y lo adoraba, era una gozada oírlo hablar de las locuras de Dámaso Alonso o de Octavia (perdón, Octavio) Paz, Juan Ramón o Jorge Guillén, que se vino a Málaga para estar cerquita de sus amigos, de Rafael y de María Victoria, ahí es nada. O sobre los orígenes de la imprenta y su difusión. A mí, porque por razones obvias me interesaba el tema, llego a regalarme un día una regia edición en dos tomos de La imprenta, origen y evolución, de Augusto Jurado, una rareza publicada por la editorial Capta a todo color y en papel estucado de 220 gramos. La tengo ahora aquí al lado y no dejo de asombrarme de la generosidad de un obsequio tan opulento. Así era también Rafael, no sólo extravagante, sino generoso a veces hasta hacerte sonrojar. Ahora que se ha muerto no sé a quién voy a poder preguntarle tantas dudas como tengo todavía. Algunos quedan aún, pero muy pocos, demasiado pocos, no mucha más gente a la que admirar y seguir y cuidar como a un verdadero maestro. Él para mí lo era en grado superlativo. Rafael, si me escuchas, que sepas que eres un cabrón, mira que morirte y dejarnos con este desamparo...

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Nunca es tarde para nada

A sus 97 años Nicanor Parra ha sido galardonado con el Premio Cervantes 2011. Resulta paradójico que al inventor de la antiliteratura (bueno, antipoesía, pero qué más da, el dardo es el mismo) le hayan concedido la más alta distinción de la Literatura hispana. Yo hubiera entendido mejor que hubiera sido el Premio Ignobel, sí, en efecto, ése que llama la atención sobre las investigaciones científicas más disparatadas (y estimulantes, desde luego) que se le pueden ocurrir a un ser vivo inteligente. Por esas cosas, por estas cosas de Nicanor, es que seguimos creyendo en este género nuestro tan disparatado él en sí mismo.
En este vídeo le hace la televisión chilena un pequeño homenaje, que hago mío también a propósito del premio, por su ochenta cumpleaños. Es regocijante sin duda.





Y pongo un poemita igualmente regocijante:

EPITAFIO
De estatura mediana
con una voz ni delgada ni gruesa,
hijo mayor de profesor primario
y de una modista de trastienda;
flaco de nacimiento
aunque devoto de la buena mesa;
de mejillas escuálidas
y de más bien abundantes orejas;
con un rostro cuadrado
en que los ojos se abren apenas
y una nariz de boxeador mulato
baja a la boca de ídolo azteca
–todo esto bañado
por una luz entre irónica y pérfida–
ni muy listo ni tonto de remate
fui lo que fui: na mezcla
de vinagre y de aceite de comer
¡un embutido de ángel y bestia!

lunes, 5 de diciembre de 2011

Lem again


Sigo con Lem. Solaris ahora. Y no he podido evitar que me asalte una inesperada sensación de extrañeza. A diferencia de Vacío perfecto, está claro que esto sí es una obra de género, una novela de ciencia-ficción. Encontramos aquí estaciones espaciales, viajes a distancias inimaginables, seres incomprensibles, artefactos irrealizables, mundos imposibles, civilizaciones desconocidas... Todo aquello, en fin, que nos sitúa en unas coordenadas literarias muy precisas, en un tiempo narrativo que identificamos enseguida con el futuro y sus avanzadillas tecnológicas. Por eso mi extrañeza ha sido enorme cuando reparo en que Kris Kelvin, el psicólogo enviado a la Estación Espacial de Solaris para intentar desentrañar el misterio que envuelve a su dotación, se sumerge una y otra vez en una biblioteca repleta de volúmenes dedicados al estudio del extraño planeta. ¿Pero es posible que existan los libros todavía en ese incierto futuro imaginado por Lem, que no sea capaz Lem, me pregunto, de prever que el papel no sería tal vez ya para entonces el soporte de esos conocimientos antiguos a los que apela y recrea sin afectación alguna en tantos lugares de la novela? Enciclopedias, opúsculos, folletos, legajos, incluso libros de lectura (la visitante Harey se entretiene en numerosas ocasiones leyéndolos, no se dice de qué clase de libros se trata, pero intuimos y aceptamos sin dificultad que son Literatura). De veras que en este punto de la cuestión sobre los soportes venideros del saber y la cultura y la cada vez mayor sensación de obsolescencia de bibliotecas bien surtidas de volúmenes encuadernados en cuarto, en piel, descuadernados, ajados por el manoseo, etc., etc., se hace difícil imaginar que pudieran conservarse aún, en el tiempo en que nos sitúa el texto, los libros tal y como los hemos conocido desde que podemos recordar. Jugamos con ventaja, desde luego, pero sorprende, insisto, no me lo nieguen, que ni se plantee aquí una alternativa al papel impreso. Y consuela también, qué duda cabe. No es un reproche a Lem, claro está, cuyo valor debemos buscar en otra parte, sólo trato de anotar una curiosidad. Como ésta otra además: cuando a Kris Kelvin le duela la cabeza y vacíe el botiquín buscando algo que le alivie, se lamentará de no encontrar en él ¡ni una sola aspirina! Sí, una aspirina vulgar y corriente. No deja de resultar enternecedor.
Por lo demás, Solaris nos plantea numerosas cuestiones altamente estimulantes. Tal vez destaque sobre todo la idea de Lem de la absoluta imposibilidad que tiene el ser humano de entender otras naturalezas en sí mismas si no son referidas a parámetros afines. El ansiado contacto con la intuida nueva civilización no podrá producirse nunca, viene a decirnos Lem, sin conculcar las estructuras físicas y psíquicas que nos sustentan, a lo cual podría ser (podría, sólo podría ser, claro) que no siempre se estuviera dispuesto. Pero ya no sólo entender otras naturalezas entraña para Lem serias dificultades, es que tampoco estamos en condiciones de interpretar la nuestra, lo que nos nutre desde lo más íntimo, lo que significan en realidad nuestros miedos, nuestra carga de emociones, recuerdos, fobias, filias... ¿Para qué entonces la conquista del espacio?, ¿para justificarnos como seres vivos inteligentes?, ¿para demostrarnos a nosotros mismos una supuesta heroicidad que nos llevaría tal vez sólo a constatar que no somos más que "la hierba del universo"? Quizás sean estas dos las cuestiones más relevantes que plantea la novela, pero no se queda atrás la lúcida crítica al afán entomológico y antropocentrista de nuestro conocimiento y de toda nuestra cultura en general. Y la naturaleza del amor y el origen del sufrimiento también están convocados aquí. Cuestiones todas de cierta gravedad desde luego que, no obstante, el autor logra filtrar con pericia en la novela de tal modo que evita siempre que se nos estrague la narración a base de soflamas, es importante tenerlo en cuenta.
Por otra parte, ya desde el punto de vista formal, Solaris recuerda bastante a Vacío perfecto. Los pasajes en los que hace recuento Kelvin de los estudios solarísticos y de las teorías de tantos sabios como se han ocupado del tema desde el descubrimiento del extraño planeta no deja de recordarnos a esa otra obra memorable con toda su finísima ironía incluida. Y encontramos igualmente muestras de la imaginación desbordante de este autor en la recreación de los fenómenos que tienen lugar en el planeta y las criaturas o lo que quiera que sean esas imágenes que se nos describen. Los mimoides (nótese el atinado toque de ternura en la elección del término), los agilus, las simetríadas y sus complementarias las asimetríadas, todos los sucesos de que se dan cuenta en "el volumen noveno de la monografía de Giese" y que nos detalla Kelvin en sus reflexiones, nos hacen gozar de nuevo de la gigantesca capacidad de invención de este escritor polaco en el que voy constatando que su enorme talento no reside, como creía, en la creación de mundos imposibles e inalcanzables sino en tratar de hacernos más habitable el nuestro...

sábado, 26 de noviembre de 2011

Crónicas de Pequod

José Luis Espina ha hecho un delicioso montaje con las fotos que sacó en la presentación de FrICCIONES ayer en Barcelona en la librería Pequod Llibres. Yo estuve allí y lo disfruté horrores. Ah, rabia que os lo habéis perdido...




Pero no merece la pena que os acongojéis, pues pronto estaremos en Málaga. El 14 de diciembre (fun, fun, fun casi ya :-). Nos vemos entonces. Si lo hacemos, obtendréis vuestro alfajor correspondiente, por supuesto que sí (no me digáis que no es sugerente la oferta...).

lunes, 31 de octubre de 2011

Lem


Yo no sé por dónde habría que empezar a leer a Stanislaw Lem para hacerlo de la forma correcta. Tenía pendiente de lectura sus novelas La investigación y Retorno de las estrellas. Ahora añado a la lista Solaris y Magnitud imaginaria. Pero la casualidad en forma de imposición tertuliana ha querido que sea Vacío perfecto, el título que inicia su Biblioteca del siglo XXI, el primero que he leído de este afamado escritor polaco de ciencia-ficción. ¿De ciencia-ficción? Bueno, eso creía. Por eso la sorpresa ha sido mayúscula: Stanislaw Lem no-solo-escribe-ciencia-ficción, como he podido comprobar en este Vacío perfecto. Stanislaw Lem, además de ciencia-ficción, ha escrito este inconmensurable libro que no es ni una novela ni es de ciencia-ficción, o no solo. Vacío perfecto, vaya por delante, es uno de esos libros que de tan buenos que son te hacen tener la sensación de que has perdido todo el tiempo anterior a su lectura en cosas sin importancia. Me ha pasado esto muy pocas veces. Con Bernhard me pasó, y me pasó con James Graham Ballard. Me pasó también con Raymond Roussel. Ya está. Todos ellos, y ahora Lem a su lado en este altarcito que erijo, son eminentes ejemplos del anonadante poder de la Literatura para desafiar a la vez nuestra inteligencia y nuestras emociones de la manera más violenta posible. Ni más ni menos que lo que yo creo que le debemos pedir sin desfallecimiento a la Literatura. Y exactamente eso es lo que hace Stanislaw Lem en Vacío perfecto, violentarnos, echar por tierra todo lo que creíamos saber, pobrecitos, sobre esto, aquello o lo de más allá; mostrarnos también lo que no podíamos ni imaginar siquiera que fuera posible; hacernos experimentar genuinamente, por último, el gozo casi diabólico, casi obsceno, que procuran las historias magistralmente contadas, aunque sea, como aquí, por la erizada interposición del crítico, de un glorioso malabarista impostado en crítico-autor de las imposibles reseñas sobre libros imposibles que conforman este libro que no deja de parecernos imposible a su vez. He ahí la gigantesca broma.
Porque en Vacío perfecto Stanislaw Lem emprende una serie de reseñas de libros imaginarios, de libros que no existen, engrandeciendo aún más si cabe el aserto borgiano de que basta que un libro sea posible para que exista. Deben creerme si les digo que la posibilidad de que el lector reconstruya la historia completa fuera del propio texto, como hace Lem sin desmayo, lo considero un extraordinario ejercicio mental que muy pocas veces se me había propuesto con tal intensidad, tanta maestría y tanta eficacia. Stanislaw Lem ensaya aquí una broma infinita, en efecto, en la que se descabezan las proposiciones literarias más arriesgadas.
Unas son reales, como el Nouveau Roman, contra el que "arremete" en el texto dedicado a glosar el libro de Solange Marriot Rien du tout, o cuando en Gigamesh, la hermenéutica más enloquecida da buena cuenta del Finnegans Wake de Joyce. Otras son producto de su imaginación, como el paradójico y fracasado intento de Seurat, en Toi, de pretender escribir un libro contra los propios libros y contra los lectores, tras lo cual lo único que le será posible ya al autor, si quiere –dice el crítico– ser consecuente con su idea, es el silencio o apostarse a la puerta de las librerías para abofetear a los lectores.
Pero no solo hay bromas literarias (muy serias) en Vacío perfecto. Lem, con su imaginación desbordante, nos propone también con aplastante dominio lógico situaciones existenciales imposibles, utópicas distopías dominadas en muchos casos por una avanzada tecnología a la que convierte en nuestro verdadero numen protector universal, pervertidas posibilidades de existencia con las que gozamos obscenamente. ¿O no es maravilloso pensar en un canon que grave todas las obras de creación que tengan una mínima finalidad comercial, o establecer una pensión vitalicia para todo aquel que se abstenga de aumentar la basura cultural que nos ahoga, o establecer un acuerdo planetario entre las compañías rivales que dominan el mercado computerizado de la planificación y cumplimiento de nuestros deseos?
Pero la traca final de este proyecto inigualable la componen sus endiablados últimos textos (de Lem o de quien quiera que sea ese o esos críticos, tanto da). Die kultur als fehler, la cultura como error, De Impossibilitate Vitae; De Impossibilitate Prognoscendi y, sobre todo, la última pieza, La Nueva Cosmogonía, ahora sí, con tintes más marcados de ciencia-ficción (aunque no salen marcianitos con antenas, ni nada que se le parezca, no teman), son sin duda la apoteosis creativa de un autor en estado de gracia. La gloriosamente delirante De Impossiblitate Vitae demuestra científicamente de acuerdo con los postulados de la ciencia Estadística la absoluta imposibilidad de nuestra existencia singular. La Nueva Cosmogonía, el discurso de un Premio Nobel que reivindica las extravagantes teorías del olvidado físico Arístides Acheropoulos nos persuade (¡desde la autoridad que le confiere su tribuna!) de que todo el Universo no es más que el tablero de un inmenso juego cósmico donde civilizaciones antiquísimas desarrollan su actividad sin preocuparse lo más mínimo de nosotros, meros incidentes producto del azar. Ellas son las que siguiendo sus reglas han establecido el aislamiento semántico, el Silentium Universi, así como la Pax Cósmica, imposible de transgredir porque es de todo punto inútil la intercomunicación, dado el espacio que separa a unas de otras. Una nueva regocijante y deslumbrante Teogonía hesiódica moderna, donde la superstición humana y las creencias religiosas son desechadas de una vez por todas (o no). Ese es una y otra vez el juego de prestidigitación a que nos somete Lem. Ahí es nada.

Como en los dibujos de Escher que encabezan este comentario, todo es imposible en este libro. Pero nos subyuga la tremenda belleza de esa imposibilidad, todos sus contrastes, sus increíbles paradojas, sus dudas, su sarcasmo rabelaisiano, carnavalesco en grado extremo. Léanlo, por dios, no dejen de leerlo, si no lo han hecho todavía.
La casualidad fue lo que dije que me había llevado a este libro, pero ¿no será en realidad un exceso de sal en el gulash que Enrique Schussler ingirió aquel día tan soleado porque no había otra cosa en el menú, lo cual le hizo entrar en el mesón a buscar un vaso de agua, y propició ese indeseable encuentro con la cocinera que le habló con altivez de su noble pasado en Cracovia...? Quién sabe, tal vez solo Lem, o Juanma Cruz, lo sepan con certeza...

miércoles, 5 de octubre de 2011

FrICCIONES, de Pablo Martín Sánchez


No acaba de llegar FrICCIONES a las librerías y ya nuestro amigo Bolmangani ha dado su parecer aquí. No puede ser más esperanzador, desde luego que no. Espero que disfrutéis pronto del libro lo mismo por lo menos que nosotros editándolo (que ha sido mucho, no os quepa duda). La estupenda ilustración de la portada es de nuevo una obra de Chema Lumbreras.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El árbol de la vida


Es una lástima que no haya podido ver todavía Días de cielo, la única película de Terrence Malick que me falta. Y más rabia me da si pienso que la tengo ahí mismo, en este disco duro externo de al lado que, para mi desgracia, llevo intentando poner de nuevo en funcionamiento casi un año ya.
Pero he visto varias veces Malas tierras y me sigue pareciendo su gran obra maestra, toda, de punta a cabo, aunque me fascine sobre todo ese inolvidable final en el que Kit posa encadenado mientras los polis le toman fotografías antes de subir al avión que le llevará a su previsible destino. He visto un par de veces La delgada línea roja y me parece formidable, absolutamente emocionante la altísima poética visual y conceptual que despliega el director americano en el tratamiento del horror de la guerra, cómo es capaz de transmitir sutilísimamente los terribles conflictos a los que se enfrenta un ser humano en tan terribles circunstancias. Una película creo que muy difícil de superar en casi todos sus aspectos compositivos, técnicos, dramáticos, argumentales...
No hace mucho que pude ver también El nuevo mundo e igualmente me pareció que el maestro había filmado otra obra maestra (a pesar de lo deleznable que me resultaba la historia que cuenta, tal vez debido a haber visto tantas veces (es la paternidad, estúpidos) la bobalicona peliculita que a Disney se le ocurrió perpetrar para seguir obnubilando a los reyes de la casa). De nuevo encontré en esta última película de Malick la inusitada fortaleza visual que me encandiló en la inmediata anterior. Y de nuevo supo emocionarme con una historia llena de misterio y de trágica sabiduría poética llavaba a su clímax en el reencuentro final de los amantes y el posterior dejarse morir de Pocahontas. Toda una lección de contención narrativa y de huida de sentimentalismos de ocasión.
Ya está, eso es todo lo que ha filmado Malick en treinta años. Y con estas cuatro películas realizadas en treinta años ha sabido alzarse con el título nada desdeñable de mejor director de cine vivo del mundo. No está mal para tan exigua obra.
Ahora acaba de estrenar El árbol de la vida, su quinto largometraje, tras el que parece que le ha cogido gustillo a reducir el tiempo de espera entre una obra y otra, pues anuncia otro estreno para 2012 y otro proyecto más casi para ya también. Tras ver ésta última, la verdad es que no sé si es una buena noticia. Vengo de verla ahora, ahora mismito, y he llegado a casa pensado en que no es que me haya desconcertado lo que he visto, que no lo haya entendido, que dude, etc. Es que me parece una película mala, incomprensiblemente mala y terriblemente aburrida. No es que el cine de Malick sea una fiesta, no, nada de eso, claro está, pero nunca hasta ahora, nunca, había experimentado esa sensación antes viendo sus películas. Pese a su melancólica cadencia siempre me han resultado extremadamente estimulantes sus planteamientos, sus reposados desarrollos. Pero lo que he visto hoy me ha parecido de una ampulosidad cercana a la pedantería, demasiado cercana, en la que cada plano tal vez pretenda, sin conseguirlo, imponer la grandilocuente y trascendental visión particular del mundo de Malick, muchas veces mediante el demasiado evidente recurso de unos subrayados musicales abrumadores y casi sonrojantes a menudo (me parece que sólo cuando suena Brahms en el tocadiscos del comedor, o sea, en la narración, resulta la música pertinente). Es cierto que la potencia visual, el poder de sugestión de las imágenes del director está muy presente en gran parte de la película, pero poco más. La trama es casi anecdótica, los diálogos casi inexistentes. Y aunque no pueda ser ésta de ningún modo una de las razones por las cuales me haya decepcionado la película, estoy convencido de que para el modelo de narración que utiliza Malick una vez más, y con el que tan buenos resultados ha obtenido siempre, resultaría ahora mucho más convincente el del argentino Lisandro Alonso, pongo por caso. ¿Se ha agotado la fórmula? No sé, tal vez. Pero, leche, inexplicablemente en Cannes se ha llevado la Palma de oro esta película.
Por otra parte, ya me había advertido mi amigo Chema de que según su opinión le sobraba al metraje casi media hora por el principio y un cuarto de hora por el final. He comprobado que tiene toda la razón del mundo, incluso que se quedó corto, pues a mi modo de ver, lo que yo salvo de la película son únicamente los treinta o treinta y cinco minutos en los que se adopta de pleno el punto de vista del mayor de los hermanos. Esa media hora inicial me ha parecido un cruce entre algún documental presentado por Carl Sagan y Jurasic Park, absolutamente prescindible, desde luego, o sólo utilizable para deleite de algún espectador aficionado a los sicotrópicos. Sí, ya sé que lo cósmico nos engloba a nosotros pobres mortales insignificantes, que nuestro dolor puede ser cósmico y que la crueldad forma parte inherente de la casual existencia de los seres vivos igualmente, pero esa larguísima sucesión de imágenes efectistas las he percibido completamente inapropiadas para el maestro (poco le faltó a la secuencia para que saliera el monolito de Kubrick). Los quince minutos sobrantes del final no los comento, así dejo por ahora, yo al menos, algo por descubrir del misterio de la vida...

martes, 13 de septiembre de 2011

martes, 6 de septiembre de 2011

Rafael Barret y su Historia de la humanidad


Dice Iván Lissorgues que en Asombro y búsqueda de Rafael Barret, el libro que Gregorio Morán escribió sobre este ignoto escritor hispano/paraguayo de finales del siglo XIX fascinado un buen día, casi casualmente, por el modo de pensar y la manera de escribir de esa borrosa figura, se coloca a Barret en una asombrosa constelación de referencias culturales y literarias, para que se cumpla, póstumo, su sueño: "transformar su obra en un ejercicio de honestidad y compromiso, para llegar con el tiempo a convertirse en uno de los escritores más coherentes de un periodo dominado por los hipócritas de la vida y la literatura". Y dice Lissorgues que apostilla Morán: "hay demasiada humanidad y cultura en Barret para que el esquema canónico del escritor hispano pudiera admitirle". Desde luego, a mí eso de "demasiada humanidad" me ha impresionado. Y su azarosa vida me ha recordado de paso a Alejandro Sawa, ese otro personaje intempestivo y difuso de nuestra literatura finisecular. Lo del "periodo dominado por los hipócritas de la vida y la literatura", también me ha impresionado, claro, aunque un poco menos ya si comparamos, etc...
Por lo pronto, el texto que dice Iván Lissorgues que provocó en Morán el deslumbramiento iniciático por este ignoto escritor no tiene desperdicio. Es una historia de la humanidad en veinticinco líneas poco más o menos:

"Mientras no poseí más que mi catre y mis libros fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada.
La propiedad me ha hecho cruel. Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecían criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté a uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado. No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo que empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver."

Qué lejos estamos ya de la "honestidad" y del "compromiso", qué desangelados, qué naif nos parecen hoy estos atributos... Tal vez no se pueda por ahí recuperar a Barret, tal vez no... Quedémonos entonces con su lucidez y su capacidad de síntesis para poder reducir el mundo que habitamos hoy a esas dos categorías rabiosamente vigentes que propone el paraguayo: "yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas."



domingo, 21 de agosto de 2011

Festín cinematográfico


A causa de una augusta celebración veraniega con mi amigo Emilio, una de esas celebraciones que no se olvidan, de las que por su intensidad se quedan dando vueltas en la cabeza durante varios días y más allá, este viernes no me moví del sofá en toda la tarde. Ahí estuve hasta bien entrada la madrugada con una sola paradita para picar algo y seguir luego recostado. Viendo la televisión todo el rato. Hacía años que no pasaba una tarde así. Bueno, quizás no tanto. Pero resultó de dulce la tarde, eso sí, porque al abrir los ojos después de una prolongada siesta, al enchufar el televisor con cierta dejadez, primero apareció en la cadena de pago mi admiradísima Boogie Night, de Paul Thomas Anderson. Ya empezada, justo en el momento en el que Julianne Moore, hasta arriba de coca, le dice a Mark Wahlberg que es lo mejor que le ha pasado en toda su vida y nosotros adivinamos por qué. Pero ahí me quedé, claro, enchufado a la tragicómica historia de Dirk Diggler (John Holmes) y sus 33 centímetros de polla (o así); a la parabólica narración del ascenso y caída de una estrella del cine porno norteamericano de los 70 que había entonces en efecto que subtitular y que ya no. La película es maravillosa, sarcástica, divertida, con unos diálogos chispeantes y un recuperado y magnífico Burt Reynolds en el papel de productor de obras de arte a pesar de todo que se resiste a claudicar ante la nueva realidad que impondrá inevitablemente el vídeo doméstico (sin subtítulos ya).
Justo después de este regalito, me dispuse a ver en otro canal de la misma cadena Acantilado rojo, de John Woo. Una de chinos en prime time, vale –me dije. Poco me sugería el director, con sus misiones imposibles, etc., pero empecé a verla por seguir matando el rato y me atrapó gloriosamente. La película es espectacular, grandiosa. Una superproducción china de las que hacen época, con sus malos malísimos (muy contenidos) que escriben poesía y todo ("la vida es como el rocío de la mañana, con su gran pasado y su insignificante futuro", son los versos que pretenderá grabar el maléfico Primer Ministro en las cumbres del acantilado), sus buenos buenísimos (más contenidos todavía, claro), sus bellísimas (pero bellísimas) y abnegadas esposas, etc. Con todas las escenas de batallas rodadas con un inusitado brío y una convicción absoluta, un planteamiento visual y artístico que recuerda con placer al maestro Kurosawa y un toque fantástico delicioso. Otro disfrutón, me dije, cuando daban ya los créditos.
El final apoteósico de esta tarde, noche ya, memorable me lo brindó Canal + Xtra tras el paseo de rigor por la parrilla de programación justo al terminar la peli de Woo. Empezaba ahí en ese momento el documental sobre The doors de Tom Dicillo When you are strange. Joder, no podía imaginar mejor final para mi tarde de molicie, parecía una programación diseñada en exclusiva para un tipo con ojeras como yo. De nuevo quedé hipnotizado. Las imágenes del documental, inéditas en su mayoría, unidas a la música del grupo forman un cóctel al que es casi imposible sustraerse. Jim Morrison aparece humanísimo y divino a la vez. Hijo de un General del ejército de los Estados Unidos con el que no se hablaba, la biografía de Jim me recordó a Paco Clavel, hermano a su vez del Presidente de la Conferencia Episcopal, tan de actualidad estos días y con el que supongo que no tendrá demasiada relación. El centro del documental es Jim, desde luego, y su arrolladora personalidad. Pero no quedan ignorados los otros componentes del grupo, ni mucho menos. Ray Manzarek, Robby Krieger, el batería John Densmore. Las imágenes de los conciertos, las del desierto, rodadas al parecer por el mismo Morrison, y las de las excursiones campestres son todas ellas subyugadoras. Al final Jim quiso ser poeta y se fue a París a escribir. Allí murió. Su música le sobrevivió. Su poesía no.

Ya no hubo tiempo para más. Me retiré dando gracias a Canal + por haberse ocupado de mí con tanta generosidad esa tarde que hubiera resultado aciaga de otro modo. Gracias Canal +, me repetía cuando apagué el televisor para dirigirme hacia mis aposentos, gracias...

Escribo esto y a la vez me entero hoy mismo de que Raúl Ruiz ha muerto. Gran pérdida, grandísima pérdida. Sirva esta entrada como pequeño homenaje a este enorme cineasta que tanto nos ha hecho disfrutar igualmente con Tres tristes tigres, The top of the whale, Las tres coronas del navegante, La ciudad de los piratas, La isla del tesoro, Genealogía de un crimen, Tres vidas y una sola muerte, Klimt, Misterios de Lisboa...

lunes, 1 de agosto de 2011

Misión especial en Lisboa


Vaya, parece que al final mi viaje a Lisboa no va a ser tan de placer como preveía. Acaban de encomendarme, joder, la recuperación de los inéditos de Pessoa, nada menos. Ummm, veremos, veremos qué se puede hacer, le he dicho, muy a mi pesar, al Superintendente...

Las instrucciones a seguir las encontrará usted aquí –me ha indicado el enlace ultrasecreto–. No se disperse, no las divulgue, me ha pedido igualmente. Recuerde que es un asunto extremadamente delicado y que tenemos poco tiempo. Confiamos en usted –ha concluido. Ummm, veremos, veremos qué se puede hacer, le he espetado ya con evidentes signos de irritación a este lacayo lameculos que me ha jodido otra vez las vacaciones...

domingo, 31 de julio de 2011

LA BARBARIE NO ES LO CONTRARIO DE LA CULTURA

Desde Salón Kritik me envían este artículo de Luis Francisco Pérez publicado en su boletín "Domingo Festín Caníbal". Como poco da que pensar. Leedlo con atención también vosotros, amigos.

La muy famosa frase inicial con que Adorno abre su monumental Teoría Estética –Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia- podría ser igual de válida, si bien más perturbadora, si cambiáramos “arte” por “cultura”, siempre y cuando, y aquí radica lo conflictivo del asunto, estemos dispuestos a aceptar (tarea nada fácil) que lo que entendemos por cultura ni siquiera tenga derecho a la existencia. Pero no convengamos en fáciles cataclismo emocionales. Lo que nos está diciendo Adorno con respecto al arte –una boutade, al fin y al cabo, y de esas el gran teórico musical y muy mediocre músico tenía unas cuantas- posee en realidad otro significado, u otra cosa bien distinta pretende decirnos: Adorno no duda tanto (¡Mein Gott!) del derec ho a la existencia del arte (cultura) pero sí con respecto a la obligación de que toda manifestación artística o cultural deba ser representada.

Thomas Mann, en Doktor Faustus, hace decir a su personaje de ficción Adrian Leverkühn (trasunto, según algunos comentaristas, de Arnold Schönberg; y según otros, cotilleo inofensivo propio de una tan apacible como nostálgica merienda entre exiliados alemanes en California) las siguientes palabras. “se habla demasiado de cultura en nuestra época para que sea verdaderamente una época de cultura. La barbarie no es lo contrario de la cultura, sino que se encuentra dentro de la jerarquía de pensamiento que ésta nos propone. Fuera de este sistema de pensamiento, lo contrario puede ser muy diferente y aún no ser ni contrario”.

Los trágicos acontecimientos ocurridos hace muy pocos días en Oslo vienen a refrendar tristemente las lúcidas palabras del Doktor Faustus creado por Mann. Empezando por el primer ministro noruego (“responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…”) y acabando en las editoriales periodísticas de todo el mundo (o casi, no nos engañemos) el asombro y la incredulidad ante lo acaecido han sido unánimes. ¡Noruega, la culta y civilizada patria de Munch y Grieg, de Vigeland e Ibsen, y hasta del muy fascista y filo nazi Hamsum (gran escritor, cierto, lo hemos de reconocer mal que nos pese…), y también de Liv Ullmann, pobre, magnífica actriz, ha sido el escenario de esta barbarie! O son muy ingenuos o son muy ignorantes, pero en ambos presupuestos no han leído el Doktor Faustus: la barbarie no es lo contrario de la cultura. Unánimes han sido también las voces que, muy prestas en la aclaración, han insistido en la singularidad, unicidad, de tan terrible acto: un triste sujeto solitario que no mancha la inmaculada hoja de servicios de una nación (Noruega) y de una zona geográfica (Escandinavia) y un continente (Europa) que con tanta fuerza y pasión defienden los valores de la cultura occidental; un supurante absceso que no contagiará con su dañino veneno los sólidos cimientos de la cultura cristiana. Ha sido “uno”, como el maravilloso tango de Mores y Discépolo, solamente Uno. Un mal grano en un desierto de bondad, se diría. Lástima que no seamos tan generosos en la aclaración cuando un comando yihadista comete la misma horrible matanza. El comentario también es unánime: ellos (todos) son así, incapaces de entender las estructuras de democrática convivencia que nosotros sí poseemos, ellos no han tenido ningún Renacimiento, su resentimiento es infinito y será eterno.

El sujeto en cuestión se llama Anders Behring Breivik y es el perfecto ejemplo de lo, culturalmente, se ha definido como raza aria. Autor, además, de una especie de manifiesto de 1.500 páginas -su publicación, sospecho, se llevará a cabo más pronto que tarde, como más pronto que tarde en las redes sociales se crearán grupos de apoyo a su figura y carácter, por no decir de la fabricación en serie de una especie de madelman que, telescopio en ristre tal como lo hemos visto fotografiado, nos defienda del Mal. En dicho manifiesto realiza una férrea defensa de lo que él entiende como los valores de la cultura occidental; cultura, según algunos párrafos que han dejado publicitar el gobierno y la policía noruegos, que se encuentra “en manos de las mujeres y los marxistas”, las primeras causantes “de la feminización de Europa”, y los segundos “de su ruina y decadencia actuales”. No quiero ni pensar lo que habrá escrito de lo que opina sobre la proliferación d e los días del orgullo gay que se celebran en toda Europa. Ese siniestro manifiesto, lo muy poco que de él ha salido al exterior, se diría una pedestre y vulgar copia del famoso ensayo de Otto Weininger, Sexo y Carácter, escrito en la Viena finisecular por un judío que odiaba su propia condición racial y furibundo misógino que detestaba a la mujer en tanto que propagadora y mal educadora de la especie. Por supuesto, desconozco si Breivik ha leído o posee referencias del ensayo de Weininger, lo que sí me atrevo a confirmar que Breivik, aunque no haya leído el Doktor Faustus de Mann, si sabe, ya lo creo que lo sabe si bien perversamente, que la barbarie no es lo contrario de la cultura.

Por supuesto que estamos de acuerdo con el primer ministro noruego (“responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…”), pero los que nos dedicamos a la producción artística del presente (tanto hacedores como comentaristas de lo que crean los hacedores) debemos responder con más guerra, propio de la situación en la que nos encontramos. La producción estética del presente únicamente puede ser guerra. Situarse fuera de este “sistema de pensamiento”, aún como noble denuncia, implica no ya el ser algo muy diferente, sino, efectivamente, lo contrario de lo que se pretende. De ello también era muy consciente Thomas Bernhard cuando decía que en arte hay que aspirar siempre a ejecutar las Variaciones Goldberg tal y como las tocaba Glenn Gould, pura guerra. De no ser así, ninguna otra ejecución valdría la pena. Seríamos por siempre unos malogrados. O peor aún: unos simples representadores, eso que tanto odiaba Adorno.



lunes, 25 de julio de 2011

electronics books


El año pasado anduve yo algo angustiado y con cierto picor con esto de los libros electrónicos. Las noticias que recibía entonces con cierta regularidad, a través de la prensa, por publicidad vírica, las admoniciones de la administración también, eran casi todas casi siempre casi apocalípticas. Hace dos navidades o así que nos amenazan con el libro electrónico y su desembarco masivo en nuestros hábitos de lectura. Y nosotros, atribulados editores tradicionales, pensamos que se nos derrumba el mundo tal y como lo conocemos y amamos. Y nos atribulamos aún más ante nuestro próximo cadáver envuelto en unas cuantas hojitas de papel impreso.
La verdad es que nada de eso ha ocurrido. El número de aparatos vendidos se incrementa a buen ritmo , eso sí, pero mientras no se estandarice un formato para todos, mientras no se decida la batalla empresarial al respecto, ya sabemos, tal vez tengamos que esperar todos. También creo que por eso mismo las descargas de libros electrónicos suponen todavía un porcentaje mínimo, muy mínimo, del volumen total de libros vendidos. El negocio editorial, pues, todavía continúa fluyendo por los cauces habituales que conocemos y amamos, y los libros nos siguen siendo proporcionados en su inmensa mayoría, seguimos proporcionándolos, en los papelitos de siempre. Todavía. Porque ocurrirá, me temo, tarde o temprano, que prevalecerá un formato determinado y un cacharrito sobre todos los demás y, tarde o temprano también, empezaremos todos a descargar en nuestros flamantes dispositivos de lectura los libros que conocemos y amamos y a habituarnos al nuevo entorno de lectura, no debemos engañarnos, no hace falta que nos engañemos.
Pero mientras eso sucede, a mí se me ha pasado el picor y la angustia. Mientras jugueteaba un día con la posibilidad de multiplicar por no sé cuántas decenas de millones los ejemplares vendidos de cada uno de nuestros títulos; mientras comprobaba arrobado aquí o aquí la cantidad de descargas de nuestros libros (que no desvelo para no estimular la codicia ;-); mientras
especulaba con la aniquilación del parque automovilístico de mis (ejem) amigos distribuidores y con la definitiva desaparición de esas bolsitas tan monas que nos proporcionan en las librerías, noté un chasquido interno que hizo que me sentiera sorprendentemente vigoroso y atlético de nuevo. Ese chasquido venía a decirme, según interpreté, que a mí qué coño me importa vender decenas de millones de ejemplares (bueno, a lo mejor no tantos), si yo como de verdad disfruto es leyendo los originales que me envían mis (ejem :-) amigos los escritores, descubriendo algún que otro geniecillo y montándole el libro en mi programita de edición para luego mandarlo a la imprenta, etc. Para qué angustiarme entonces venía a concluir ese chasquido. Y así sigo, sin angustia, sin picores ya, gracias a que he decidido definitivamente seguir haciendo mis ediciones en papel de 5.000 ejemplares tan sólo (bueno, a lo mejor no tantos). Eso sí, para que no se diga que no vamos con los tiempos y esas chorradas, me he apuntado a una plataforma de distribución de libros electrónicos de puta madre. He puesto ahí algunos títulos, e iré poniendo los próximos, a ver si de alguno de ellos, después de todo, perdemos, como viene siendo habitual, la cuenta de lo que hemos vendido y puedo dedicarme de una vez por todas a la literatura...

lunes, 11 de julio de 2011

Minervina


No recuerdo exactamente qué era lo que Minervina veía en Murakami que le entusiasmaba. Supongo que tendría que ver con esa inmadurez emocional casi patológica que muestran Watanabe & Co, ése ir descubriéndose uno a su pesar tras la irrupción del dolor y la muerte en la inocente existencia de esos adolescentes. Tal vez fuera esa antinatural imposición de la muerte y sus aledaños, de la descomposición del estado ideal que ella provoca a cierta altura de nuestras vidas. Cosas de psicólogos, en cualquier caso, que, sin que le faltara razón, yo le censuraba (como siempre) por no ser lo esencial, decía, de una obra literaria, y menos de una de tanto e incomprensible éxito, según creo. El sexo no, me parece que no era eso lo que le interesaba del asunto, pero quién sabe. Yo me esforzaba entonces en que viese que había situaciones ridículas, imperdonablemente cursis incluso, en la novela, que sus digresiones y sus reflexiones no tenían ninguna altura intelectual, que sus descripciones eran de una simpleza irritante, que las transiciones eran propias de un escolar. Que había párrafos sin sentido alguno dentro de la historia, que el lenguaje que utilizaba era ramplón, lleno de lugares comunes, absolutamente previsible en su desarrollo en numerosísimas ocasiones. Altísimo pecado, para mí, desde luego. Por eso no entendía cómo podía entusiasmarle tanto esta novela que desde el punto de vista artístico se me aparecía tan flojísima. La historia a mí nunca me ha bastado. Es de cajón. La historia por sí misma no enaltece al texto, en fin...
La otra tarde estaba pensando en todo esto, pero sólo expresé su síntesis, es decir, afirmé simplemente que nunca le perdonaría que le gustase tanto Murakami. Ella no pudo responderme en esta ocasión porque murió de cáncer hará cosa de un mes. Ya hacía varios meses que no respondía a mis provocaciones. Esta fue la definitiva, la última. Pero quizás ahora ella me estuviera provocando también a su modo. Por eso tal vez, pienso, muy poco después de mi amistoso exabrupto, anuncié con toda la autoconvicción de que fui capaz que estaba dispuesto a darle otra oportunidad al japo bajito. Lo haré. Tal vez me venza de nuevo Minervina con sus argumentaciones psicologísticas. Una derrota maravillosa sería desde luego que nos uniría más, mucho más que cualquiera de nuestras victoria. Lo estamos ya, de cualquier forma. Tal vez me atenace una enorme tristeza, como a aquel jovencito en la ficción, pero lo haré.

Esa misma tarde, ante el grupo de amigos que nos reunimos para hacerle un pequeño homenaje, leí un poema de Juan Gil-Albert. Un poema celebratorio, vitalísimo, afirmativo en grado superlativo, de una lucidez extrema, si me lo permiten. No concebía otro modo de recordarla. Pertenece a su libro Homenajes e im promptus. Lo pongo aquí:

SENSACIÓN DE SIESTA
Estar enamorado de la vida
no es ahuyentar la muerte, no es temerla.
Estar enamorado de la vida
no es sentirse dichoso o afligido.
No es sentir unas alas en los hombros,
unos labios con besos. No es sentirse
dueño de nada, campos, viñas, huertos,
o esos atroces sótanos dorados,
donde las rentas crecen como grama
sobre un páramo seco. No es fortuna,
no es siquiera ser joven, ser hermoso,
ni utilizar los brazos para el fuego
de la pasión o el ritmo del trabajo.
No es esperar, tener, estar contento,
ver cómo crece el hijo o se nos borra
tras de nuestras espaldas la alta sombra
paternal. No depende de nosotros.
Estar enamorado de la vida
es eso y mucho más; es otra cosa.
Es, no importa que triste, alegre, viejo,
percibir el pespunte inverosímil
que nos liga a la tierra, nuestro sino,
nuestra caducidad. Sentirnos cuerpo,
leve y larga caricia dolorosa,
de un todo más extenso, de unos moldes
que han impreso la gracia involuntaria
del que somos. Abrir los ojos claros
al azul firmamento, al ocre humilde;
no dar fe a lo que vemos por lo eximio
que todo nos parece: un prado augusto,
una fuente secreta, un son de hojas,
algún pájaro errante que se para...
Y luego, entre los hombres que repiten
nuestro mismo candor o pasmo, abrirnos
un camino que nadie ha desbrozado,
porque es el nuestro; hurdir cuán solitarios
nuestra tormenta; ser un ser aparte
entre todos los otros, enlazados
a tantas otras vidas que sonríen
sin saber lo que el tiempo les depara.
Recibir por las plantas la corriente
subterránea que imanta hacia el abismo
no sé qué deliciosos abandonos
de voluntad. Por eso es porque amamos
la vida sin motivo, porque es nuestra.
Estar enamorado de la vida
es tal vez no tener otro paraje
que nos albergue; acaso una costumbre.
Una debilidad que induce al alma
a no querer que nada nos separe
de esta adversa materia que respira
bondad, incertidumbre, dicha, muerte.



lunes, 27 de junio de 2011

Correspondencias return


Hace ya un par de meses la Tertulia de la Librería Rayuela eligió como lectura para una de sus reuniones CORRESPONDENCIAS, la novela de Hugo Abbati que publicamos no hace mucho. Resultó la cosa de veras interesante. Un nutrido grupo de lectores, todos avezados según los indicios, quedó, para mi satisfacción y para la del propio autor, grata, muy gratamente sorprendido con la calidad y alcance del texto. Hugo estuvo presente y practicó ese línea ya suya de nihilismo y lúcido desengaño habitual. Brillante cuando abordó el comentario de sus obsesiones literarias. Yo escribí para la ocasión, como suelen pedir en el grupo, un texto introductorio de la novela elegida. Tenía pensado colocarlo aquí antes, pero he preferido hacerlo una vez ha sido publicado en la Revista Terral la casi reciennacida revista de unos amigos con muchas inquietudes, para no pisarle la primicia rigurosa :-). Lo hago ya:


EL EDITOR DEFIENDE SU PROPUESTA



Cuando pude leer, y decidir editar poco después, la novela de Hugo Abbati CORRESPONDENCIAS, una obra, lo digo ya de entrada, que considero de primer nivel, enseguida se me vinieron a la cabeza dos cuestiones:

La primera de ellas tiene que ver con el azaroso camino que recorre un texto hasta encontrarse tal vez con el lector, con su destinatario natural (dígase lo que se quiera decir al respecto de aquellos escritores que afirman escribir sólo para sí mismos (¿para quién escribía Walser sus microgramas, para quién lo hacía Kafka?, por citar a dos autores que me constan muy cercanos a Abbati).

La segunda es sin duda bastante más peliaguda: ¿qué es lo que nos hace considerar que ese texto que acabamos de leer es una obra de arte; que ese texto (como éste de Abbati) exento de cualquier referencia externa que lo sancione como algo a tener en cuenta (que debemos consumir, podría decir algún sociólogo) es una creación artística estimable; cuándo y cómo nos gana la certeza de que estamos ante una verdadera creación artística? Y aquí debemos convenir que sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de “arte”, de “creación artística”. Ya he dicho que se trata de una cuestión bastante peliaguda, irresuelta aún, me temo, a pesar de que se lleva reflexionando sobre ella con insistencia desde Aristóteles, que sepamos, y hasta ayer mismo casi. No la vamos a desentrañar nosotros ahora en un plis plas, desde luego que no. En cualquier caso, aparte de la descomunal implicación teórica, científica, emocional también si se quiere, de la cuestión, ésta tiene mucho, muchísimo que ver igualmente con esta actividad nuestra editorial. Esta cuestión es uno de sus fundamentos, porque a lo que nos dedicamos nosotros básicamente, nuestra vocación principal, permítanme la pedantería, es sin duda “descubrir obras de arte”, lo que en nuestra opinión, sí, de acuerdo, puede considerarse “obra de arte”.

En lo que se refiere a la primera de las cuestiones, a mí me agrada pensar que CORRESPONDENCIAS es uno de los numerosos casos en los que el texto se abre paso a pesar de su autor. Por lo que he podido saber en estos meses de relación con él, Hugo Abbati es uno de esos –gloriosos– escritores que no se preocupan apenas por obtener esos minutos de fama que todos de algún modo podríamos pretender, que no se han embizcado nunca por verse publicados aquí o allí. Escribe lo que le apetece y cuando le apetece azuzado siempre, eso sí, por sus lecturas, que son muchas, muchísimas y bien aprovechadas. Y lo guarda. Años, por lo que sé también, estuvo guardado el original de CORRESPONDENCIAS, hasta que llegó a manos de un lector, quien se lo pasó a otro lector, etc. Hasta que ha sido publicado y hasta que ha podido llegar a otros lectores, y ello a pesar de esa “aparente” despreocupación de su autor… Para mí es algo fascinante de veras. Y tranquilizador. O no. Quién sabe…

En cuanto a la segunda cuestión, no he dejado de pensar en ella, no he dejado de preguntarme (para este caso concreto, no teman, no pretendo despacharles una teoría de validez general, algo para lo que desde luego no me siento capacitado) qué es lo que yo he percibido en esta novela para afirmar sin rodeos que estamos ante una obra de altura, a la altura cuando menos (o muy por encima, según qué casos) de muchos de los “productos” literarios que más nos publicitan, que merece ser leída (yo no tengo dudas al respecto) como “producto artístico” que instaura su propia legalidad al margen de gustos personales.

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Fijémonos en primer lugar en la historia que se nos cuenta. No puede ser más sencilla. Esencial, he dicho por ahí. Dos amigos que retoman contacto por escrito después de mucho tiempo sin saber el uno del otro: Tomás, un científico bastante ensimismado y dedicado al estudio de los virus y las proteínas en un país lejano e indeterminado, suponemos que europeo; Ale, un convencional vendedor de máquinas industriales casado y con dos hijos, que mantiene una mediocre existencia en el país de donde son ambos originarios, tal vez suramericano; una anécdota aparentemente simple, la muerte del gato y su desconcertante espasmo final, que da pie al reinicio de la correspondencia. Ambos irán desenhebrando el uno para el otro a partir de ahí sus respectivas existencias, solitarias y anodinas ambas, curiosa y, diríamos, inevitablemente admirables de manera recíproca al confesarse poco a poco desencantados con la propia de cada uno. Estos son los delgados cimientos sobre los que se construye la obra.

Fijémonos ahora en lo que representan los dos amigos. Yo me inclino por identificar a Tomás con el lado “cultural” del ser humano, dedicado como está a la investigación y el conocimiento, a desentrañar los secretos “técnicos” de nuestra existencia. Es un personaje frío, solitario, intelectual, incapaz de sentir emociones sin racionalizarlas, engreído en cierto modo. A Ale podríamos asociarlo sin dificultad con nuestra vertiente “natural”. Lleva una vida cuyo objetivo básico tal vez no sea otro que subsistir. Sus intereses “intelectuales” van poco más allá de la convencional relación de afecto mantenida con su mujer y con sus hijos, tiene un trabajo también convencional, le preocupa la situación económica, es cierto, pero sólo en la medida en que pueda afectarle particularmente… Racionalidad y análisis, pues, por un lado, frente a lo instintivo y emocional, por otro. Y podría decirse que al principio ambos mantienen una relación armoniosa consigo mismos...

No hay nada sorprendente en estos materiales, ya digo. Sin embargo, en el momento en que menciona Tomás la palabra “disimulo”, y abunda en ella Ale poco después (y entra en acción la sensibilidad femenina), caemos en la cuenta de que esta conversación podríamos estar manteniéndola nosotros mismos, cualquiera de nosotros. A partir de ahí, la desazón que experimentamos los lectores con esa fragilidad que van adquiriendo los personajes a través de las cartas hace que nos identifiquemos, que al menos yo me identifique, con lo que se está contando, y que no es más, eso creo yo, insisto, que nuestra propia e íntima verdad, ese engañarnos continuamente para poder seguir viviendo. El gato y su pirueta final antes de la muerte definitiva cobran así todo el perverso significado con el que el autor ha querido dotar a esa “insignificante” anécdota…

Cuando Ale y Tomás caen en la cuenta ellos mismos de su menesterosidad, de su autoengaño, la aparente solidez de sus mundos respectivos saltará en pedazos. Cuando “averigüen” que la misma insatisfacción provocan tanto el conocimiento como la ignorancia, devendrá la catástrofe. Pero bueno, eso por suerte sólo ocurre ahí, en una novela, ¿verdad?

Identificación, pues, así, a nivel general, como requisito indispensable para que nos interese el texto, pero es que además hay momentos narrativos particulares en la novela que resultan mágicos, “conmovedores” (otro de esos términos conflictivos, opinables al menos, lo sé). La carta de Tomás, por ejemplo, en la que cuenta la cena en casa del profesor Baumberg, y donde la inconsistencia de sus intereses técnicos y científicos, materiales, se enfrenta dramática y desconcertantemente a los intereses emocionales, abstractos, espirituales si se quiere, del profesor (la importancia de la familia, recuerden), y donde “disimula”, ay, también su turbación el narrador poco después de que Baumberg le espete que él no entiende nada, nada de nada. También la carta de Ale dando cuenta a Tomás del estado de ánimo en que se encuentra mientras visita a sus clientes o se refugia en bares miserables es uno de esos momentos memorables. O el borrador de carta de Tomás a sus padres, magnífico ejercicio creativo que nos muestra con absoluta fidelidad el apabullante desconcierto que le provoca cualquier atisbo de emoción.

Yo creo que esa “identificación” que sentimos con la historia es una experiencia clave tal vez para entender por qué queremos seguir leyendo. Pero me temo que no sería nada si no fuese acompañada de un modo determinado de plantear la cuestión, es decir, si no percibiéramos que los procedimientos narrativos que se utilizan resultan eficaces. Observemos algunos. Este escritura, por ejemplo, no es preciosista, su fraseo lo percibo yo muy pegado al cotidiano, absolutamente desafectado, utilitario, familiar incluso, buscando, el autor ahora, claro, quizás más la comunicación (imperfecta a menudo) que la brillantez estilística. Podríamos decir entonces que el nivel del discurso que emplean los corresponsales es el adecuado para el grado de intimidad que requiere la situación en la que reflexionan. Ambos enhebran, pues, un discurso muy pegado al habla corriente, con contradicciones continuas, frases entrecortadas, dificultad para expresar claramente ideas abstractas, dudas... Y sin embargo, ambos también tratan fundamentalmente cuestiones de hondo calado existencial con las que pienso que tal vez se correría el riesgo de caer en el pontificado. No ocurre así, ya que estamos ante un escritor inteligente que sabe perfectamente desde que leyó a Locke que no hay verdades absolutas. Yo creo que al autor no le interesan en el fondo esas cuestiones, o le interesan menos tal vez. Lo que pudiera pretender mostrarnos (sólo mostrarnos, subrayo, ya diré por qué), es la imposibilidad de organizar un discurso coherente a través de la escritura, del pensamiento, por extensión; que en el momento en que se desarrolla esa actividad las consecuencias pueden ser dramáticas. Al fin y al cabo para algo le deben servir sus conocimientos psiquiátricos, claro está. El autor, en definitiva, ha adecuado el discurso atinadamente a la situación de los personajes. Y ha optado por bajar la voz para hablar de grandes cosas. Lo cual nos reconforta, en cierto modo.

No se me escapa que, aunque no siempre se consiga, desde luego, esa adecuación del discurso debe ser una exigencia casi obvia. Pero hay, no obstante, otro procedimiento que considero fundamental para la alta apreciación que hago de la novela, ya no tan evidente, tan, digamos, al alcance de cualquier escritor, que requiere un talento exclusivo. Me refiero a ese deterioro paulatino de la sintaxis, del discurso en general que observamos a medida que se agudiza la tragedia, y a través del cual percibimos el más íntimo de la conciencia de Tomás y Ale. Un mérito formal de primer orden sin ningún genero de dudas, puesto que no se nos describe en qué consiste ese deterioro (que sería lo habitual: fulano entonces se sintió…, etc.). Asistimos en cambio al “espectáculo” en el mismo momento en que está sucediendo, sin “representación” por parte del autor, ya que éste sólo “presenta” unos procesos anímicos y mentales a través de la construcción lingüística de los personajes (de aquí el subrayado de antes). Discúlpenme, pero este “artificio”, lo que es después de todo, no logro yo verlo tan a menudo como para que no me llame la atención, para que no lo considere genuinamente “artístico”, de una eficacia creativa de no fácil parangón. Tengo que pensar en Bernhard para ello (un acento sutilmente bernhardiano, se dice en el reclamo de la contraportada). Y pienso también en Philips Roth o en John Maxwel Coetzee. No exagero.

Podríamos reparar también en la “ambientación” de la novela, de cómo sugiere su aire dramático a través de los términos que van empedrando gradualmente el texto (desencanto, temblor, disimulo, falsedad, soledad, vacío, miedo, incomunicación, derrumbe, catástrofe, aniquilación, muerte…); o en el punto de vista adoptado, esos “tús” y “yoes” de los protagonistas. Podríamos fijarnos en el modelo estructural de la novela, en ese sabio puzzle que construye Abbati con la addenda final de las cartas mencionadas en el cuerpo principal del texto, en la correspondencia entre Tomás y Ale; en lo que pudiera sugerirnos la acotación temporal que adopta el autor, en esos espacios en blanco entre carta y carta, o en las interrupciones y las elipsis dentro de las propias cartas, etc. Podemos preguntarnos incluso por qué elige el autor este modelo de comunicación entre los protagonistas, por qué se inclina por el género epistolar tan, digamos, “desfasado”… Pero tal vez con ello alarguemos demasiado e innecesariamente esta aproximación formal.

Recapitulemos entonces y concluyamos esta pequeña reflexión señalando que CORRESPONDENCIAS nos cuenta, en efecto, una historia extremadamente sencilla, convencional, minúscula, si apuramos. Añadamos que esa sencillez es sólo apariencia, en realidad, que ese tono menor esconde mucho más. Añadamos también que debemos tener presente siempre y sobre todo que no hay historias sencillas, sino modos de contarlas (como dijo Gottfried Benn, y yo modestamente comparto, la forma es el máximo contenido). Una vez valorado todo ello y viendo el resultado, tal vez estemos en condiciones de afirmar que esta novela de Abbati, que este “instrumento para bucear en lo profundo del ser, donde forma y contenido son indistinguibles” –como dice tan acertadamente mi amigo José Manuel Aranda–, es una muestra eminente de lo que yo creo que debería ser la mejor literatura. Eso es lo que he intentado transmitirles. No sé si con fortuna, ya saben que lo verdadero, como la belleza, es muchas veces inexplicable...


lunes, 30 de mayo de 2011

Rafael Juárez en Málaga


Después de mi visita a Granada de hace unas semanas y de mi encuentro con Rafael Juárez ahí qeu conté aquí, dio la casualidad de que desde el CAL me avisaron para presentar la lectura de sus poemas que se programó en la Librería Luces el jueves pasado a propósito de la publicación de su último libro Medio siglo. No hubo mucha asistencia, la verdad, y bien que hubiera merecido más compañía el visitante, pues no tengo duda de que se trata de uno de los poetas más personales del panorama poético actual. A falta de publico, se fraguó en lugar de la lectura prevista, así por casualidad también, una puesta en común la mar de interesante en la que estábamos representados todos los eslabones de la cadena libresca: el autor (Rafael), el editor (moi), el distribuidor (Azeta), el librero (Luces), el lector (David) y el mecenas (CAL). La conversación fue jugosa, desde luego que sí. Anécdotas, pedagogía lectora, estrategias de venta, inflación, soportes, apoyos públicos, etc., etc. De todo tome nota. Luego nos fuimos los que estábamos a comernos unos camaroncillos a un bar cercano y a bebernos unas cervezas. Después nos abrazamos todos y nos separamos por fin la mar de contentos todos, no sin antes emplazar al poeta a una reparación pública en forma de lectura de sus poemas con asistencia garantizada.
Mi presentación de Rafael Juárez, la que iba a hacer y que no hice por innecesaria es la que sigue. La pongo aquí por si a alguien se le despierta la curiosidad por este ejemplar poeta español.

RAFAEL JUÁREZ

Ya dije por ahí que me agrada pensar en Rafael Juárez como un obseso textual. Me refería entonces sobre todo a su libro Aulaga, que tuvimos el enorme placer de publicar en nuestra colección de poesía Seguro Azar. Dije que me agradaba mucho esa imagen del autor casi neurótico volviendo sobre sus textos una y otra vez, puliéndolos, despojándolos, quintaesenciándolos y dando a la postre como resultado uno de los libros de poesía más bellos que he podido leer en bastante tiempo. El proceso de depuración a que fueron sometidos esos poemas lo exponía clara y pormenorizadamente Antonio Carvajal en la introducción a ese mismo libro. De ahí proviene esa imagen mía sobre todo. Por supuesto que esta práctica de revisión y variación constante de los textos nos hace pensar inmediatamente en Juan Ramón Jiménez, éste sí, según afirmación general, neurótico perdido. A Rafael lo conozco, por eso esta imagen no pasa de ser una broma que yo mismo me hago pensando en el angustiado poeta rompiendo cuartillas o tachando y tachando enfebrecido. No, Rafael creo que no hace eso. Entre otras cosas porque a lo mejor (o a lo peor, quién sabe) escribirá ya en su ordenador, con lo que sobre todo lo de las rupturas se complica un pelín. Es más, tengo entendido que ni escribe, quiero decir que ni escribe de modo convencional (no usa papel, ni lápiz, ni lamparita, ni siquiera teclado, etc.). Rafael lo que hace es procesar los textos mientras pasea, todos y cada uno de ellos, en su potente modelo de cerebro electrónico, uno orgánico, el que protege con su estuche occipital; los procesa en el mismo momento en que acceden sus sentidos a todas esas cosas sencillas que tanto ama y se ejercita peripatéticamente, obstinadamente, en la envidiable vicaría que ostenta del amor a las cosas naturales y desafectadas. Rafael, según tengo entendido, escribe su poesía, procesa su poesía paseando, sin intermediación de ninguna clase, alejado, pues, de todo medio extraño que suponga, por lo que intuyo, alguna alteración de sus componentes. Mediante un proceso artesanal en grado máximo se construyen sus poemas entonces. Y pienso por ello en esta circunstancia como en una de las razones por las cuales, yo al menos, les otorgo a estos poemas tan alto valor añadido, los gravo con un impuesto de lujo impertinente que los ponga al alcance de muy pocos poetas, como si fueran joyitas de Cartier o de Bulgari, productos exclusivísimos en cualquier caso que, paradójicamente, todos los lectores podemos lucir con la misma naturalidad que los constituye.

Bien, esto no pasa de ser, después de todo, una circunstancia exterior únicamente, ya digo, una anécdota tal vez exagerada, aunque significativa, muy significativa, a mi modo de ver. Así que refiriéndome ya a su obra concretamente, debería señalar que, aunque tal vez sea el enfrentamiento de ambos conceptos uno de los recursos más manoseados de los que podamos echar mano, creo que no hay una manera mejor de entender y valorar justamente la poesía de Rafael Juárez si no es teniendo en cuenta su inserción en la tradición y su pertenencia a la vez a la modernidad. Su inusual capacidad formal de abordar el poema lo convierte en directísimo y aplicadísimo deudor de la lírica tradicional, clásica: canciones, décimas y sonetos sobre todo, letrillas, metros cortos, octosílabos, pentasílabos levísimos, etc.; todo un repertorio de convenciones poéticas utilizadas que podrían acabar siendo en sí mismas sólo un deslumbrante ejercicio técnico si no fuera por su voluntad de violentar y sacar en numerosas ocasiones de sus goznes esa tradición para darle nuevos aires. Pero esto, lo sabemos, tampoco es nada nuevo, podríamos decir incluso que se está obligado siempre a actuar así cuando se usan estos modos tan establecidos, lo contrario sería caer en el amaneramiento; no podemos medir, pues, la actualidad de estos versos por el uso más o menos extravagante que se haga de ellos, debemos hacerlo sin duda por la sensibilidad que muestran, por ese sutil desconcierto del hombre urbano que busca la razón por la cual vivimos de espaldas a nuestra propia naturaleza, que busca reconciliarse con la espléndida belleza de lo que nos rodea, retomar su sentido; por su conciencia del lenguaje también como algo limitado y confuso y por ese cinismo inofensivo que nos precave contra toda verdad incuestionable… En este aspecto de su poesía creo que reside fundamentalmente la contemporaneidad de Rafael Juárez.

Y sus poemas, a pesar de la gravedad que destilan en ocasiones, son todos de una delicadeza muy poco frecuente, nos hablan en susurro, miran, nos muestran un mundo muy cercano, muy nuestro y que, sin embargo, no encontramos ya sin esfuerzo. Son, perdón por la simpleza, como un manantial de aguas transparentes que desde su superficie podrían darnos la impresión de huida fuera del tiempo, de este horrible nuestro que nos ha tocado en suerte. Esto sería tal vez, no se nos escapa, lo que con mayor encono se le reprocha hoy a la poesía desde algunos sectores que la consideran algo anacrónico, valga la redundancia, y que no deja de ser otra simpleza. No es éste el caso, desde luego. Geottfried Benn, en otra situación, es cierto, pero con toda la vigencia que queramos ver, nos sirve muy bien para aclararlo: “la tarea y la vocación del gran hombre, del poeta –dice– no puede consistir jamás en prestar servicios a su tiempo o en preparar su camino; que su grandeza estriba más bien en no adaptarse a sus condiciones sociales, que existe un abismo, que él representa el abismo bajo el asfalto de la civilización.” Más que un abismo, que suena algo fuerte en la actualidad, es cierto, yo quiero pensar en la poesía de Rafael como en un refugio donde protegernos algo, no del todo, pues es difícil, de lo que está cayendo.

Hay un contraste claro entre esta poética y las al uso ahora que la convierte en casi única. ¿Algún poeta al que se pueda asimilar? En este momento creo que no, tal vez Olvido García Valdés o Ada Salas en cuanto a claridad y despojamiento, pero en otro contexto mucho más intelectualizado, Ramón Gaya… no sé; antes sin duda Garcilaso, Fray Luis, Bécquer, por supuesto, o Juan Ramón y, de otras tierras, aunque cercanas, Eugenio de Andrade, el gran y también delicadísimo poeta portugués, o Francis Jammes ese antiguo poeta francés tan demodé, pero cuya poesía, a decir de Rilke, sonaba como una campana en el aire puro… exactamente como suena la de Rafael. La poesía que se hace hoy generalmente es algo abrupta casi toda y toda, o casi, está sucediendo en Conneticut, como dijo una vez Pablo García Baena. Son modas pasajeras, como afirmaba también Pablo, que a nuestro poeta, desde luego, no le interesan. Y siendo como es una persona inteligente, rotula tal vez su libro más importante, publicado en la colección La Veleta de Granada, en 2001, con el título de Para siempre, apuntando él mismo al respecto en unas líneas introductorias que es una forma poética de decir “poesía”. Es decir, que para Rafael, y para muchos de nosotros, la poesía, la verdadera poesía, pervive machadianamente, debe hacerlo, a través del tiempo y de sus avatares, lo que nos ayuda a entender el sesgo moral ante el hecho poético que adopta Rafael Juárez y que muchos, ya digo, podríamos suscribir sin esfuerzo.

Poeta a media voz, obstinado en su propia melodía, con una obstinación, esta vez sí, rayana con la neurosis. Ajeno a modas y a modos que no sean los suyos. Una melodía única. Lean, lean si no después, después, atentamente esta delicia titulada Medio Siglo. Antes escuchen lo que nos dice Rafael Juárez, lo que nos dice, insisto, comprobarán inmediatamente a qué me refiero...

lunes, 9 de mayo de 2011

domingo, 8 de mayo de 2011

Alcázar Genil

He estado hoy en Granada, en la Feria del Libro, donde compartimos caseta con la editorial granadina Traspiés y la sevillana El olivo azul. He visto allí a Juan Varo Zafra, a quien publicaremos nosotros dentro de nada un estupendo, pero estupendo libro de aforismos. He estado con Miguel Ángel Cáliz, de quien acabamos de sacar hace tan solo unos días su estupendo, pero estupendo libro de relatos Rupturas y ambiciones.


He estado también con mi viejo amigo Rafael Juá
rez y con su mujer, Pilar Mañas, vieja amiga igualmente ya y estupenda, pero estupenda poeta y narradora.
A Rafael le publicamos hace algunos años
su estupendo, pero estupendo libro de poemas Aulaga, del que hicimos una presentación memorable en el Palacio de la Magdalena de Santander, dentro del ciclo de lecturas poéticas El Editor Elige en la Universidad Menéndez Pelayo. Yo elegí a Rafael entonces, y ese acto nos propició ¡cuatro días alojados en el palacio! (y de gorra total). Algo inolvidable, pero inolvidable de verdad. Ahora Rafael es el Director de la Fundación Francisco Ayala de Granada, que tiene su sede en un hermosísimo, pero hermosísimo palacete nazarí: Alcázar Genil, una finca de recreo construida hace algunos años por los reyes almohades. Aquí mismo presentamos también el libro de ensayos sobre Francisco Ayala que publicamos hace un par de años. Una gozada, pero una gozada de evento, con Carolyn Richmond de cuerpo presente y todo. Graciosísima la recuerdo, pero graciosísima y afectadísima, cuando se dirigió ante mí a Rafael para decirle solo "oh, querido Rafa, hay que ordenarrr esos librosss". Noté su poder, su inmenso, pero inmenso poder allí...
Rafael me ha dado hoy una postalita de rec
uerdo impresa por la Fundación. Es una foto de 1975. En ella se ve el palacete en el centro de un bellísimo, pero bellísimo paisaje nevado. Despejadísimo y bellísimo de verdad con esos grandes árboles detrás y todo el entorno blanco. Aquí la pongo:



Claro que la imagen queda afeadísima, pero afeadísima por el edificio de nueva planta que aparece a la izquierda. En plena construcción entonces. A propósito de ese edificio horrendo, hemos especulado en cómo quedaría la imagen sin él. Aquí la pongo:


Aunque todavía molestan algo esos edificios del fondo, la ganancia es evidente, pero evidente, desde luego. Poder disfrutar de este lugar y de esta imagen en su día, en su momento, tuvo que ser de veras, pero de veras algo delicioso. Lo malo de todo es que este lugar no ha permanecido así ni mucho menos, tampoco ha mejorado, desde luego no. No sólo no ha mejorado, si no que ha ido a peor, pero muy a peor, como no era difícil de imaginar. Echadle si no un vistazo al paisaje que rodea al palacete hoy. No puede ser más desolador:




En la Feria del libro de Granada me he comprado hoy Mundos terribles, un libro de crónicas y relatos inéditos, pero inéditos de verdad, de mi admirado Marcel Schwob. Qué duda cabe de que los hay, de que lo son.... Y otro libro más me he traído: Artículos, relatos y fragmentos, de mi muy querido Ángel Ganívet, ese alma atormentada, pero atormentada ante la que sucumbí hace tantos años...

Rafael me ha prestado además un librito de 1949, una antología de poetas cordobeses en el que se incluyen siete poemas muy tempranos de mi añoradísimo, pero añoradísimo Vicente Núñez
que tienen toda la pinta de haber sido desechados por Vicente, pues creo que no aparecen en ninguno de sus libros posteriores. Tengo que comprobarlo. Solo me ha prestado el librito, ay, sí, se lo tengo que devolver el día 25 aquí en Málaga, donde presenta la antología que se le ha publicado a MV Atencia por su Premio García Lorca. Pero yo no sé qué hacer, no sé...;-)