lunes, 15 de diciembre de 2008

Rapidez




Decía Calvino que la era de la velocidad comienza en 1849, cuando Thomas de Quincey ya había entendido todo lo que hoy sabemos del mundo motorizado y de las autopistas, incluidos los choques mortales. En su relato "El coche correo inglés", de ese año, lleva a cabo De Quincey la condensación de esos pocos segundos que preceden al inminente cruce fatal entre dos carruajes con una precisión difícil de superar hoy mismo (y que me perdone Ballard). "La luz no pisa sobre las huellas de la luz", precisa el inglés en su historia, creando una imagen de inusitada potencia literaria, ya que poco hay tan poético como ese haz de energía, pero también nada más veloz que él. La literatura y la física se unen aquí, en este "razonamiento instantáneo", con firmeza, y crean una de las sensaciones posiblemente más placenteras del hecho literario, el que define precisamente Calvino como una de las funciones de la literaura, a saber, "establecer una comunicación entre lo que es diferente en tanto que diferente, sin atenuar la diferencia, sino exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito".
Un razonamiento veloz, instantáneo, no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario, pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez, dice también el italiano. Lo distinto y fuera de su orden, atrayéndose centrípetamente a toda la velocidad que nuestro cerebro sea capaz de desarrollar para relacionarlo como si no se hiciera casi nada. Este fragmento del poema de José Luis Rey "Barcarola de la gotera", podría darnos también idea de esa velocidad mental de la que querríamos dar cuenta aquí:

Nos gustaría, nos gustaría, es verdad,
entrar en los hoteles eternos bajo el mar.
Por eso es tan profético
escuchar la gotera. Ved: así son los sueños,
cayendo lentamente,
como el sol a través de viejas canciones.
Mi gotera es leal como Isaías.
Como Ezequiel, ha visto la rueda de mil ojos.
Yo creo en sus palabras,
trueno y trueno metálico sobre Getsemaní.
Ya nunca seré joven.
Y sin embargo a veces en mis sueños hay fruta. El país de los pájaros
se filtra con sus calles transparentes,
con sus ritmos zulúes.
Escuchad el crujido en el tejado:
son las botas de abril sobre los muertos.
Todo eso que llaman realidad:
un puñado de gotas
nos parece más fuerte. Ay, si al menos
nuestro nombre del fuego nos guardara.
Entonces quién diría por favor, dadnos agua,
una sed que no suene, porque fuimos nosotros
los que hicimos el mundo y ya lo veis:
no podemos dormir.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Rec



Rec es una película de las que suelo evitar, de esas con sobresaltos y golpes de efecto que ponen innecesariamente nervioso, con casquería también (aunque eso me conmueve ya menos, la verdad, desde que pude ver -entera- Bad taste, del entonces desconocido y aclamado ahora Peter Jackson, y me inmunicé). Siempre he preferido el terror psicológico (bueno, o no tan psicológico) tipo La semilla del diablo, de Roman Polansky (1968), o El final de la escalera, de Robert Medak (1979), con el soberbio George C. Scott investigando el misterio; el terror de El otro, de Robert Mulligan (1972), o el de La profecía, de Richard Donner (1976). Y qué inmejorable cosecha cinematográfica la de la década de los setenta, ahora que lo pienso. Todos egregios ejemplos a años luz de almibaradas cintas como El sexto sentido, de Night Shyamalan, o las recientes (¡y españolas!) Los otros, de Amenábar, o El orfanato, de Bayona. Rec es una película, sí, de las que suelo evitar, pero, pero, pero... Pero Rec hay que verla por muchas razones.

En primer lugar porque esa cámara que graba y nos muestra sin desfallecer lo que estamos viendo (ese cámara que no vemos, Pablo, balbuciente, él y el artefacto), con maneras Dogma, se constituye en protagonista indiscutible de todo el metraje con una energía inusitada de manera que, aparte de lo que cuenta, que tiene su miga, asistimos a un incomparable ejercicio formal cinematográfico (planos, contraplanos, fundidos, picados, barridos, montaje, etc., etc., etc., hasta tomas falsas, todo en uno) revestido de la ingenuidad, la aceleración y el cutrerío televisivos. Tal vez sea eso, sí, al parecer, para mí al menos, lo que resulte más estimulante de la película.

Pero luego podemos disfrutar (en fin, el que pueda) fijándonos en el microcosmos que Plaza y Balagueró crean en el descansillo de un bloque de vecinos de cualquier ciudad. Allí junta a la reportera indesmayable, al fornido bombero, al poli bueno y al malo, con un atildado vejete algo moña que vivía con su madre y que adora dar bien en las tomas, con el matrimonio chino que tiene, claro, toda la culpa de lo que está pasando, con la altiva y exclusiva burguesita y su monísima hijita enferma de gripe (¿de gripe?), con el venerable matrimonio de entrañables (¿entrañables?) ancianos, con el lúcido profesional que intenta controlar la situación. Ah, y con una vieja gruñona, que no baja, y que también vive, claro, en el bloque.

Y disfrutaremos también saboreando el control del ritmo, frenético a veces, de las subidas y bajadas de tensión (y de pisos) de la película para llegar a una apoteosis sangrienta antes de la entrada de los supervivientes -la reportera y el (la) cámara- en al ático en el que no vive nadie; o con la muy conseguida sensación de realidad precisamente a través del planteamiento documental de la grabación, lo que produce un efecto muchas veces sobrecogedor. Y luego, tal vez, sí, con cómo pasa de un planteamiento científico a otro absolutamente misterioso y escalofriante. Igualmente con la alegoría televisiva y su papel en la sociedad actual, con la poderosa técnica hipnótica de sus imágenes (¡qué grabe, que grabe!, gritan todos los vecinos ante la reticencia de la autoridad). También, en un plano más profundo tal vez, sí, reflexionando sobre el desvalimiento ante las decisiones exteriores e inapelables a las que estamos sometidos en cualquier momento cualquiera de nosotros, sobre la angustia que produce no saber, no saber nada, no saber qué va a ser de nosotros cuando no se posee la información que se necesita para explicar las cosas; sobre el comportamiento humano en situaciones límite, también por eso (Buñuel no anda lejos de aquí).
Ah, y por si faltaba algo, podremos reírnos un rato con las ocurrencias y las bromas de estos directores (la burguesita encadenada a la baranda, la entrevista a la china), pero un ratito sólo, poco, antes de volver a perder el resuello y sumergirnos de nuevo en la angustiosa atmósfera que se respira en este bloque (y más allá).

Después de todo eso, la historia nos rondará con insistencia y posiblemente no nos deje dormir en varios días. Tal vez, no sé.

Una muestra va aquí para abrir boca.






Me referí antes a la película que Peter Jackson rodó cuando aún ni soñaba con el bombazo de El señor de los anillos. Degusten sus gustos de entonces un poquito. No tiene precio el películo.