domingo, 27 de septiembre de 2009

Cuéntanosla otra vez, Quent

La verdad es que da un poco igual no haber visto la película, mala, por cierto, de Castellari Aquel maldito tren blindado que ya sabemos que vampiriza Malditos bastardos, interesadamente, previo pago de una módica cantidad por sus derechos, irrisoria según los expertos, eso sí, dicho sea de paso, si se compara con la astrónomica cifra que le pedía la Metro por cederle los derechos de adaptación de Doce del patíbulo, la película de Robert Aldrich que era la que de verdad quería hacer. No le quedó otra, más o menos. Después de ver mencionada aquélla, pues, y algunas otras spaguettis, uno siente mucha curiosidad, en efecto, por esas películas bélicas, de serie B, serie P o serie Z europea que se revuelven en esta batidora, las de Klaus Kinski, Jack Palance o Franco Nero como estrellas rutilantes de una industria cinematográfica ya del todo finiquitada. Pero sabe uno también ya que lo más recomendable para estos casos es saborear sin afectadas interferencias de ningún tipo esta última gamberrada de Tarantino, sentarse en el ahora mullido y amplio sillón de la sala del multicines con un refresco de cola (Coca-cola siempre, aunque no quiero hacer publicidad) y un cajón de palomitas y disfrutar con los malos y los buenos (que ya no son, por cierto, ni tan malos unos ni tan buenos otros, no vaya a ser que hayamos progresado en vano). Algo bastante parecido a lo que hacíamos muy jovencitos en la sesión infantil de las 3,15 (qué hora malvada), viendo las inolvidables Tarzan de los monos, Las cuatro plumas, del olvidado Zoltan Korda, El regreso de Fumanchú o Siete contra todos, sólo que los asientos no eran tan confortables y las palomitas eran pipas hasta que las prohibieron por pruritos higiénicos (o auditivos, no sé, una lástima, en cualquier caso). Eso es lo que debemos hacer de nuevo. ¿Que no es perfecta?, claro que no lo es, el todo y lo perfecto resultan insoportables, ya lo decía Bernhard: faltan bastardos que retratar, y alguno de los que sí se retrata se desaprovecha luego; hay dos historias que ni se rozan, y algún ángulo de cámara algo afectado también. ¿Que Tarantino está encantado de conocerse y se repite?, pues también. Pero lo que de verdad importa aquí, al menos para mí, (y en esta ocasión, ya vendrán luego mis fantasmas Cashiers a devolverme a la muchas veces umbría alta realidad artística), lo que me sirve ahora, con lo que yo me quedo, desde luego, es con que Tarantino me hace disfrutar en las dos horas y media que dura la cosa de una brisilla fresca que en muy pocas ocasiones se nos presenta ya.

No es sólo que Tarantino cuente, cada una por su lado, la disparatada historia (algo incompleta, sí, ya lo sabemos, ya hemos dicho que no es ferpecta la película) de un comando de sanguinarios y descerebrados casanazis americanos y la conmovedora historia de la venganza de Shoshanna, la judía (¡amancebada con un negro!) que, ocultando su identidad, regenta un cine en el París ocupado, donde se proyectan las últimas películas de Leny Riefenstahl o de G.W. Pabst para solaz de las fuerzas ocupantes y donde se proyectará la última película de Goebbels (su obra más acabada, dirá Hitler durante la proyección haciendo llorar de emoción a su Ministro). No sólo que nos presente a un memorable cínico y refinadísimo y políglota y desalmado comandante nazi, cazajudíos de talento proverbial (¡porque piensa como los judíos!). No sólo son esas historias que nos cuenta y esos personajes (y sus interpretaciones memorables, la del comandante cazajudíos Hans Landa, sobre todas, desde luego) lo que nos atrapa desde el principio hasta el fin de la cinta. Es que Tarantino adora contárnoslas, adora contarnos esas historias y adora su lenguaje y el medio cinematográfico en que lo desarrolla. No hay otra manera de explicar la exultante reacción que nos provocan, por ejemplo, la escena inicial en la granja lechera o la escena del encuentro en el bar del comando aliado con la actriz alemana que espía para ellos; o, poco antes, el encuentro del integrante inglés con su general (Mike Meyers) y la deliciosa conversación cinéfila de ambos en presencia de ese Churchill mudo a cargo de Rod Taylor, la vieja estrella de Los pájaros de Hitchcock. En todas ellas se percibe un contador de historias que inventa y desarrolla sus ideas sin prisa, con una robusta solidez argumental, (donde incluso el disparate, lo irrisorio, puede hacerse sólido, lo que no está al alcance de todo el mundo, claro está) y una consistencia técnica envidiable, todas esas ideas que alarga innecesariamente, según dicen algunos, gozosamente afirmamos nosotros, haciendo y mostrando todo lo que tiene que hacer y mostrar.

Y después de ese gozo narrativo, me quedo también con la desaforada y canalla y descarada atmósfera de homenaje al cine mismo, al bueno y al malo, que se respira incansablemente en cada centímetro del metraje. Con el homenaje también a algunos de sus iconos más entrañables: a Pola Negri, a King Kong, a Bud Spencer, a Marlon Brando, a Marlene Dietrich, a Fumanchú, (por cierto, con esa "aterradora" silueta hologramática de Shoshanna formada por el humo del pavoroso incendio que provocan las viejas cintas de nitrato utilizadas aquí como arma de destrucción masiva).

Y salgo de la sala y me voy a casa contento silbando algo de Morricone... Y recuerdo de pronto el delirante e hilarante recurso en la apoteósica escena final del bocadillo de los dibujos animados de mi infancia (de los cartoons, se dice ahora). Y llego a casa y me pongo esto de aquí abajo, para seguir distrayéndome...

jueves, 24 de septiembre de 2009

El milagro que buscamos (incesantemente)

"...Pues, efectivamente, cuando se da una conjunción propicia podemos decir que el lector se adhiere a la obra; que llena segundo tras segundo la capacidad exacta del molde de aire que crea su velocidad voraz; constituye con ella, en la corriente de aire regular que forman las páginas al pasar, ese bloque de velocidad bien aceitada y sin fallos cuyo recuerdo, cuando llega la última página y se interrumpe brutalmente "el suministro", nos deja aturdidos, algo tambaleantes en pleno impulso, como si se adueñase de nosotros un comienzo de náusea y con esa sensación tan peculiar de tener "las piernas de trapo". Todo aquel que haya leído así un libro sigue apegado a él mediante un vínculo recio, como una adherencia, algo parecido al inconcreto sentimiento de haber vivido un milagro: durante una conversación, cada cual sabrá reconocer en el interlocutor aunque no sea más que por una inflexión de voz particular, ese sentimiento, cuando se expresa, y lo hace a veces, con los mismos rodeos y el mismo pudor que el amor; se coincide en determinada resonancia, es como si dos cables electrizados se rozasen. Esa sensación y sólo ella es la que convierte al lector en un prosélito fanático que no hallará descanso hasta que cuantos le rodean no hayan compartido su singular emoción."

Como cuando quedamos a merced del amor, viene a decir pudorosamente Julien Gracq (Louis Poirier, vamos, en La Literatura como bluff), como cuando nos encoñamos, diríamos sin pudor, en efecto, que nos sucede este milagro anonadante de gozar leyendo de este modo. Totalmente venéreo, así es.

martes, 15 de septiembre de 2009

Queda su amor al arte, tras la muerte, incluso

Ha muerto, inesperadamente, Juan Antonio Ramírez, quien supo mirar como pocos a Duchamp, en el librito (monumental) de aquí al lado y nos lo dio a entender bastante, mucho, mejor de lo que lo hacíamos (si lo hacíamos). Una personalidad en el mundo del arte, historiador modélico e iluminador de campos estéticos tan alejados, en su momento, de la siempre casposa oficialidad como eran, cuando él los acometió, el cómic, la cultura icónica de masas o cosas así. Gran pérdida. Dejo aquí este pequeño homenaje y un enlace donde narra él mismo su apasionante trayectoria intelectual.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El gran escritor Eduardo Mendoza enmienda la plana al pobrecito Kafka

Y pide, de paso, refundar la narrativa contemporánea...



Lástima que no tengamos esa imagen del auditorio que tan reveladora resultaría sin duda...

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Leer basura

A pesar de que he sostenido en más de una ocasión que no me desagrada leer basura, la verdad es que después de terminar el bocado no puedo evitar tener la sensación de haber perdido el tiempo. Es una perogrullada, lo sé. Qué esperabas, dirá alguno. Aún así, insisto a veces, ya digo, pensando en que no deja de ser un buen ejercicio, muy divertido en ocasiones (no olvidaré ya nunca, por ejemplo, mis pataleos en la cama durante toda una noche, sí, entera, viéndole las costuras y apreciando los despropósitos del Código da Vinci). Leí hace tiempo Ácido sulfúrico, de Amelie (ay, Amelie, hasta el nombre lo tiene cursi) Nothomb y mi placer fue indescriptible cuando con un grupo de amigos repasamos uno por uno los fatuos disparates y las desangeladas y seudocorrosivas sentencias que nos lanzaba la chiquilla en una acumulación de escenas absolutamente previsibles. Una acerada crítica, decían algunos, al momento actual de nuestra sociedad televisiva. Qué más hubiera querido la chiquilla. Y lo mismo ocurrió con otro éxito de público de no hace mucho, con La nieta del señor Linh, una novela tramposa donde las haya, igualmente fatua y sensiblera que pretendía ser un canto a la amistad y a los desplazados del mundo. Ja. Una ñoñería infumable que me recuerda también a la tan igualmente cacareada Seda, de Alejandro Baricco (aunque de Los bárbaros, su ensayito sobre la mutación, hay que decirlo, pueda hacerse, sí, cierta lectura aprovechable). Bueno, estas obrotas, y otras muchas, seguro, que ahora mismo no recuerdo, las leí por mi propio pie. Si perdí el tiempo o no (que lo perdí, claro) yo soy el único culpable. Lo que me irrita, no obstante, de estas lecturas infames que a veces se nos cuelan en nuestra lista, y algo al respecto decía por aquí, es que la inducción a perder el tiempo, a perderlo, ay, sí, tan escaso, venga de la mano de alguien acreditado en recomendaciones, que alguien a quien das cierto crédito por escribir en un suplemento cultural de amplio espectro diga que la cosa es buena y vas y te lo crees y lees el engendro y se te queda después la carita descompuesta. Eso me resulta insoportable, detesto que me ocurra. Y me ha ocurrido ahora mismo, sí, luego de haber leído Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, publicada en Alfaguara (otra trampa mayor, por lo de la marca, claro). De modo que decía que La nieta del señor Linh era tramposa, aunque inofensiva tal vez después de todo, un matoncillo del tres al cuarto parecía su autor, después de todo. Pero ésta de Piñeiro es que ya parece haberla escrito Capone o Dillinger o Riina en sus papelitos, de tan criminalmente como está tramada la superchería. De modo que aquí aparecen tres muertos en la piscina en el primer capitulito (nótese con el diminutivo la intencionada agilidad que se pretende en la división de la obra) que se dejan macerar ahí hasta que aparecen, claro, en el último capitulito en que se resuelve, malamente, muy malamente, la cuestión averiguando el lector que no ha sido un crimen, no, qué va, ha sido un suicidio colectivo de hombres ricos y machotes venidos a menos que deciden acabar con sus vidas electrocutándose en la piscina con un cable eléctrico para que sus viudas, muy monas todas y muy ocupadas, al modo de los ricos, sin el verdadero y necesario espíritu de solidaridad, en mejorar su entorno social (¿he ahí la crítica? no lo sabemos), todas menos una, claro, algo más realista, la narradora, parece, aunque no se sabe muy bien, para que estas viudas, digo, cobren los seguros de vida que uno de ellos (y eso sea tal vez lo más complejo de la novela) ha amañado (uy, vaya por dios, ya he contado el final). Esta artimaña pueril, por sí sola, ya merece que el libro sea arrojado sin dilación a la misma piscina donde flotan los cadáveres, como hacía Umbral en la suya. Pero, en fin, ese a ver, a ver... que dice Francisco Rico que es lo que nos hace leer novelas nos empuja a seguir para comprobar con inusitada irritación que hemos perdido, en efecto, nuestro tiempo una vez más. Y hay destellos, alguno, sí, como la sudadera con un agujerito que la señora desecha y que la empleada desea para su hija y no obtiene por fin, pero mi Claudia despacha el asunto, ay, en 20, 30 líneas a lo sumo, dejándonos con las expectativas intactas por no saber utilizarlas. Y un capítulito hay también que usa inopinadamente una prosa eléctrica de muy buenos resultados. Pero es muy escaso, demasiado escaso el rédito. Una pena. Por mi tiempo, más que nada.

A mí se me ocurre, ya que estamos, hacer una consulta al improbable lector de estas líneas para ver cuáles son los libros más malos que ha leído. Mi voto, de momento, ya sabéis para quien iría.

Pero bueno, después de todo, seguiremos seguro encontrándonos muchos libros malos por el camino, mucha basura que leer, qué duda cabe, pero que sea, como mal menor, por nuestro propio pie, resulta bastante menos repugnante, eso creo, que sentirse estafado, como ahora yo, insisto (aunque suene ingenuo, sí, lo reconozco). ¿Qué tal el de Stieg Larsson? Aunque después de lo que ha escrito Vargas Llosa, no sé, no sé...

lunes, 7 de septiembre de 2009

Otra lección (facilita) gratis. De Bradbury

"Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano.
¿Cuánto hace que no escribe usted una historia que vuelque en el papel un amor o un odio verdadero? ¿Cuánto que no se atreve a liberar un bien conservado prejuicio para que sacuda la página como un rayo? ¿Cuáles son las mejores y las peores cosas de su vida y cuándo saldrá a susurrarlas o a gritarlas. (...) Por consiguiente, sin complicaciones, he aquí mi fórmula.
¿Qué es lo que más quiere usted en el mundo?, ¿qué ama, o qué detesta?
Busque un personaje como usted que quiera algo o no quiera algo con toda el alma. Dele instrucciones de carrera. Suelte el disparo. Luego sígalo tan rápido como pueda. Llevado por su gran amor o su odio, el personaje lo precipitará hasta el final de la historia. La garra y el entusiasmo de esa necesidad encenderán el paisaje y elevarán diez grados la temperatura de su máquina de escribir (...) A donde se mire en el cosmos literario, todos los grandes están atareados en amar y odiar ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para su escritura? Entonces se pierde una buena diversión. La diversión de la ira y el desencanto, de amar y ser amado, de conmover y ser conmovido por este baile de máscaras en el que giramos desde la cuna hasta el cementerio."
(Ray Bradbury dixit en Zen en el arte de escribir, Ed. Minotauro, 14:2008)