sábado, 8 de mayo de 2010

Providence-Nivel 1

Si les digo la verdad, no puedo negar que poco antes de emprender la lectura de Providence, la reciente novela de Juan Francisco Ferré, me cohibiera, me amedrentara en cierto modo el aluvión de críticas sesudas que se han vertido sobre ella. Muchas apelaban, y lo seguirán haciendo tal vez las venideras, a unas dimensiones teóricas posiblemente de no fácil alcance para un buen número de lectores entre los que podría incluirme sin sonrojo. La mayoría las ha ido recopilando el propio autor en su blog La vuelta al mundo y puede darle un repaso pinchando aquí quien esté interesado en comprobarlo por su propio click (recomiendo no sólo las entradas, sino también los comentarios, claro está, de propios y extraños, algunos de ellos memorables). Ahí se hace referencia con cierta soltura a Lyotard, Barthes, Jameson, de Man, Zyzek, etc., etc. En cualquier caso, no debería entenderse esto como un juicio sobre la pertinencia o no de este tipo de análisis, sobre si le conviene o no al texto esa clase de elucidación a ciertos niveles de exigencia, ni mucho menos. Sólo me parece interesante señalar que un lector que haya conocido antes estos comentarios (como es mi caso) y que tal vez esté no demasiado avezado en estructuralismos, post-, sobre- y trans-modernidades teóricas podría tener debido a ellos la impresión de que le sobrepasará el texto (como tantas veces ocurre por culpa de los exegetas de turno, dicho sea de paso), de que se evidenciará cruelmente una vez más el ya de por sí profundo pozo de su (mi) ignorancia, lo cual le llevará tal vez a un exceso de prevención que acartone la lectura en el mejor de los casos, que se vea inducido a soslayarla, en el peor. Todo lo cual sería un lamentable error, lo dejo claro ya, que nos impediría, en particular ahora, gozar como merecemos de este texto singular. Primero, porque es necesario tener en cuenta siempre que si el texto convoca en torno suyo a tan eminentes referencias, ello no debería ser considerado desde luego sino como la ocasión que propicie nuestra curiosidad, lectores valerosos como somos, después de todo. Segundo, porque la lectura busca en sí misma ser otra cosa bien distinta a una "caza de citas", a un extenuante rastreo de indicios. Eso podrá venir después, si queremos entretenernos en ello. Por tanto, y al margen ya de estas consideraciones previas que a mí, no lo niego, ya lo he dicho, pudieron incomodarme el primer acceso, debemos abordar sin mayores complejos la lectura de esta espléndida novela, entregarnos a lo que nos depare obviando en lo que sea posible todo este aparataje crítico. He ahí mi recomendación esencial, si hubiéramos accedido antes que a ella a la "masa crítica" que ya acumula Providence.

Yo creo que conocemos todos ya más o menos la trama de esta obra: un director de cine algo descreído, desengañado y con la autoestima por los suelos, un pacto diabólico, el guión por escribir de una película de encargo, sectas diabólicas, sexo, mucho sexo, sexo del bueno, ritos diabólicos, escritores malditos…, el guión por descubrir de un vídeojuego secreto, en el fondo de todo, muy en el fondo... Me ahorraré por tanto la sinopsis. Lo que sí quisiera destacar, y de ahí tal vez provenga la prevención anterior, son los momentos en los que yo me he sentido verdaderamente dichoso leyendo Providence al margen de otras conspicuas consideraciones. Son, a mi modo de ver, cinco momentos estelares de la novela porque en todos ellos la capacidad de persuasión del autor brilla a una altura extraordinaria que me ha recordado la misma gozosa intención (en apariencia, sólo en apariencia) de contar, de narrar sin otra perspectiva que no sea la propia historia y que podemos ver sin dificultad, por ejemplo, en Raymond Russell o en George Perec.

Son, por su orden, la disparatada prueba de adhesión al Régimen a que es sometido Alex Franco a su llegada a la terminal del aeropuerto JFK de Nueva York, con su magnífica conclusión por K.O., según algunas tendencias de la narrativa corta. Más tarde, la entrada del viernes 19 del diario que empieza a escribir Franco a su llegada a Providence, donde se nos cuenta (“se nos cuenta”, sí, no debemos perder de vista a Cervantes) el onírico estreno de la “sensacional” Magnolia, una cinta virgen de tres horas de duración, fíjense ustedes, al que asisten entusiasmados algunos de los más aclamados directores de cine de la historia, Buñuel, Kubrick, Tarantino, Linch, Sirk, Burton, Almodóvar, Pasolini, Resnais…, y en cuyo desarrollo asistimos nosotros a las hilarantes indicaciones de Buñuel a su atribulado director al término de la proyección; también a la conversación sin desperdicio que tiene lugar poco después entre éste y el taimado Spielberg, quien le elogia la cinta diciéndole, nada menos, no se rían, que “es el mejor remake no americano de Tiburón”.

El tercero de estos cinco movimientos, de estas cinco suites que quiero destacar, lo encontramos en la Sitcom que desarrolla Ferré en el Nivel 2, Toma 67 (página 376, línea 26). Otro alucinado duermevela de Franco en el que aburrido, como casi siempre, coge la cámara como casi siempre, la omnipresente cámara digital de última generación, para filmar en su propia casa el fantasmagórico deambular por las habitaciones de algunas de sus conquistas femeninas recientes y pasadas, Eva, Shirley, Tranny, Veronique… (aunque falte, para nuestra desdicha, Sam, la voluptuosa y descarada mujer policia que atrapa en su momento a Franco como a todos los que frecuentamos el porno gratuito de Internet nos gustaría que nos atrapasen...).

Enseguida el cuarto, la alucinante y escabrosa aventura del pseudohomosexual, mojigato y asesino en serie Howard Philips Lovecraft y su amigo del alma el inspector Legrasse, quien lo induce a limpiar, bien protegido, el país de indeseable escoria negra. Un relato donde el horror se entremezcla magistralmente con las más tiernas emociones en la desquiciada imaginación del afamado escritor americano. Y muy poco después (Nivel 3, Inserto 14) la quinta, la última de esas cinco perlitas que tanto me han subyugado, la de la página 425: otro sueño de Franco que transcribe como posible guión de una película que titularía El nazimiento de una nación (el nacimiento de esos nazis, El huevo de su serpiente, aún palpitante a lo que parece). Una apoteósica escena en la cual Eva, su amadísima Eva Dhalgren, aborda un autobús repleto de negros y se exhibe provocativa portando un chaleco repleto de explosivos que hace estallar mientras Franco, nuestro héroe Franco, lo filma como siempre todo con prurito documental.

Bien, como dice Barthes, el texto que el escritor escribe debe probarle al lector que lo desea, esa prueba existe: es la escritura. La escritura, sigue diciendo Barthes, es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su Kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma). Hasta aquí la cita de Barthes. Ferré con su escritura, pues, sólo ya con estas partículas, nos ha demostrado (a mí al menos me lo ha demostrado) que nos desea. De ahí tal vez el placer que me ha procurado, lo cual no es poca cosa según creo.

Hay más, bastantes más momentos reseñables, pero yo me quedo con estos. Como también hay muchos aspectos que comentar de esta infatigable novela, y de los cuales sólo nombro algunos de ellos porque no vería el momento de terminar su desarrollo y tengo, excusadme, muchas cosas que hacer: su corrosivo humor, su sarcasmo, sobre todo; la brutal crítica a gobiernos (o desgobiernos), corporaciones y multinacionales, al poder que se sustenta en el dominio mediático; su crítica a la mediocridad, a la impostura académica, la autocrítica del propio autor… Tendríamos que referirnos, claro está, al universo sexual de esta novela, a su androginia, su misoginia también, su feminismo a la vez, tendríamos que referirnos a la obsesiva y desvergonzada presencia del sexo en ella, lo cual me ha hecho pensar en lo poco frecuentada que sigue estando la estela dejada por nuestra ilustre Lozana andaluza. Tendríamos que referirnos por supuesto a la abrumadora presencia del cine aquí… Pero dejémoslo en esbozo.

Un último apunte me permitiré, no obstante. En eXistenZ, de Cronemberg, que deben apresurarse a ver si no lo han hecho todavía, dice uno de los personajes que “en la vida real no ocurre nada interesante”. Es por lo cual todos se aprestan a participar en el juego de realidad virtual creado por Allegrea Geller, a quien adoran los usuarios como a una diosa. Este juego les proporcionará sin mayor esfuerzo las excitantes aventuras y el ambiente sensual que tanto desean, de ahí su perniciosa adicción y los numerosos enemigos defensores de la realidad “real”con los que cuenta. Juan Francisco Ferré ha creado un artefacto similar en el que el protagonista Alex Franco está viviendo sin saberlo tal vez su realidad virtual de un modo realista. Pero quién sabe además si, como sugiere Cronemberg, Juan Francisco Ferré, su creador, no es también un personaje del juego, si nosotros mismos, incluido este libro que hemos leído, no somos más que códigos informáticos y formamos parte a nuestra vez de un universo virtual que ignoramos como buenos jugadores. Con esta novela tendremos la oportunidad de planteárnoslo al menos, lo cual no es poca cosa tampoco. Debemos saber, eso sí, que no hay objetivo, que sólo cabe jugar y hacer las preguntas adecuadas. Por nuestra parte entonces, sólo si por el momento sabemos disfrutar en el papel de lectores que nos hemos asignado en esta novela de aventuras habremos superado el primer nivel. Ah, y también cabe la posibilidad de pedir pausa si no nos sedujera continuar interrogándonos…