viernes, 22 de mayo de 2009

Mi idea de la poesía (y de Ives Bonnefoy)

"Siendo memoria, y hasta experiencia de un estado original, incorruptible, de nuestra presencia en el mundo, la intuición poética transgrede los significados que nos privan de ésta, y rechaza pues los espejismos, los fantasmas, los malos mitos que nacen de la separación entre las palabras y las cosas. Y de esta vocación de la poesía por lo simple, se deduce que ella le permite al espíritu hallar los datos fundamentales de la vida en lo que ellos tienen de más elemental y universal, y allí está el terreno donde, armado de su lógica, el ser humano puede llevar esta reflexión libre de toda atadura a intereses personales que llamamos razón. ¿La poesía? Es lo que libera la razón, este pensamiento de lo universal, esta exploración de los grandes aspectos y necesidades del estar en el mundo, de las cadenas del habla fantasmática, la cual es consecuencia del encierro de las personas en modos de ser particulares. Y no es precisamente un azar, lo subrayo de paso, si los principales momentos de la invención poética han coincidido en la historia de Occidente con aquellos donde la razón se liberaba, por su parte, de la dependencia en que unos dogmas sin verdad la encerraban hasta entonces. Pensemos en Dante, escribiendo justo después de ese esfuerzo de racionalización, de claridad, que fue la filosofía tomista. Pensemos en Petrarca, esclarecido por el primer espíritu de la Ilustración. Pensemos, como una continuación de Galileo, en Poussin, ese pintor que fue ante todo poeta, y después de los Enciclopedistas en Francia, pensemos también en Hölderlin, en Wordsworth, en Leopardi, en Nerval. Pensemos en casi todos los verdaderos poetas, en suma y preguntémonos, recíprocamente, si las dificultades de la poesía en este final del siglo xx, su incapacidad, a menudo, de tener fe en su vocación, no son también y en primer lugar la consecuencia de la invasión de la sociedad por ideologías cada vez más brutales, que desalientan nuestra razón."
(Ives Bonnefoy, La traducción de la poesía, pgs.40 y 41, los subrayados son nuestros)

domingo, 3 de mayo de 2009

Palestina


En Fuengirola, un jovencito de quince años, palestino, ejecutó junto con cinco chicas y tres chicos, todos palestinos, todos de su misma edad, una danza folclórica de su país. Primorosa y entregadamente lo hizo, lo hicieron todos, para mi corto entendimiento. La música la ponían un pequeño teclado electrónico con su caja de ritmo y un violín. Era envolvente, machacona, simple en su estructura, hipnótica, embriagadora, identificable absolutamente con la zona de la que procedía. El teclista también cantaba. Me preguntaba yo sobre qué hablaría la letra de esta canción mientras la oía, qué estaría contándonos, algún amor desdichado, rivalidad vecinal, alguna hazaña, un pequeño suceso memorable...
La pieza fue larga, muy larga, quince minutos duró tal vez, si no más. Y a pesar de su extensión, los bailarines no dejaban de moverse ni un instante, de correr, de saltar y brincar con inusitada energía, de abrazarse, de hacer corros, haciendo del baile un ejercicio más físico que artístico, un ejercicio de desbordante jovialidad, de contagiosa alegría.
El jovencito de quince años llevaba atada al cuello una bandera de su país y era el que más serio parecía. Alguna circunspección le notaba yo en sus movimientos, cierta solemnidad. Pensé también por ello en la carga simbólica que aquella tela al cuello sugería, en cómo se identificaría el joven con ese símbolo, en la intensísima relación que se establecía allí en la danza entre ambos. Pensé en si con su corta edad sería capaz de entender todo o alguna parte siquiera del dramático significado de ese trapo, en si sería capaz de fijarse con él al cuerpo un cinturón de explosivos y hacerlo estallar en cualquier sitio por la rabia o la impotencia de ver cómo los bulldozers y las excavadoras Komatsu o Volvo o Carterpillar arrasan una y otra vez su vivienda y las vecinas; en si la música y la danza y ese símbolo que portaba serían capaces de embriagarlo hasta ese punto.
A mí me embriagó la música. Me emocionó y me acongojó la danza, a pesar de la jubilosa y atlética sencillez de los movimientos y el endiablado ritmo festivo que jaleaban sin desmayo las jovencitas. Y pensé en Palestina todo el rato. Pensé en Chechenia, pensé en el Tibet, en Sudán, Ruanda, Timor Oriental y hasta en Papúa-Nueva Guinea o en los indios Cherokees, en todos los débiles masacrados. Pensé en todos ellos por culpa de unos chiquillos procedentes de una áspera tierra de promisión, un violín cascado y una caja de ritmo. Y me identifiqué un instante, nada, en Fuengirola, muy lejos, demasiado lejos de todo, con cierta humanidad.
También pensé en el País Vasco, pero de otra manera. Y en Martha Graham y en Merce Cunnigham, aunque de otro modo, para darle un aire inteligente, algo racional, a mi emoción, sólo por eso…