sábado, 14 de febrero de 2009

La caída de la casa Usher


Según el antimoderno Baudelaire, el antimoderno Edgar Allan Poe opinaba que la gran desgracia de su país era la de carecer de una aristocracia de sangre, dado que en un pueblo sin aristocracia el culto a lo bello sólo puede corromperse, decrecer, desaparecer; que igualmente consideraba el progreso, la gran idea moderna, como un "éxtasis de papanatas"; que no creía más que en lo inmutable, en lo eterno, en el self same. Qué habría pensado, sigue diciendo Baudelaire, de haber conocido la "propuesta de suscripción a un céntimo por cabeza para la supresión de la guerra -y la abolición de la pena de muerte y de la ortografía, ¡esas dos locuras correlativas!-". Y destaca después, por encima de todo, su exquisita delicadeza de los sentidos que una falsa nota torturaba, su amor insaciable hacia lo bello, "que había adquirido en él la potencia de una pasión mórbida".
Hoy nos suenan desde luego escandalosas estas últimas observaciones del francés, -ni supresión de la guerra ni abolición de la pena de muerte (y lo de la ortografía, claro)- para qué lo vamos a negar, y sorprenden cuando menos las consideraciones sobre lo bello absoluto en la voz de quien consideramos prototipo de la modernidad, impregnadas como las percibimos de cierta gazmoñería. Y sin embargo, tanto Baudelaire como Poe fueron modernos. Fueron "modernos a su pesar", si atendemos a la afirmación al respecto de Antoine Compagnon. Y lo siguen siendo, paradójicamente, pues "los antimodernos no serían más que los modernos, los verdaderos modernos, que no se dejan engañar por lo moderno, que están siempre alerta, modernos arrastrados por la corriente de la historia, pero incapaces de guardar luto por el pasado". Antimodernos fueron también Flaubert, Proust, Breton, Bataille, Blanchot, Marinetti, Dalí, Eliot, Pound, Junger, Pla, Bernhard...

Pero me he enredado, yo sólo quería apuntar en esta entrada la asfixiante atmósfera que crea Poe en su magistral relato "La caída de la casa Usher" a través del acertadísimo y musculosamente sostenido material lingüístico que maneja; su capacidad para dejar el discurso a los pies del abismo, justo al borde de lo que debería sernos explicado. Aduce la voz del narrador con insistencia cosas como: "no sé cómo fue", "me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión", "me es imposible explicar estos sentimientos", "inexpresable agitación", "una incesante irradiación de tinieblas", "llegaba confusamente a mis oídos", coronando todo al final con ese impagable clímax sinestésico que apuntala el horror: "bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras", el cual, para nuestro gozo, no nos es desvelado por el narrador, claro está, sino por la escena. Podría parecer un dislate, pero a mí me recuerda todo esto, invertido a lo diabólico, la extremada sugestión de los versos de San Juan de la Cruz, otro antimoderno.

La sensibilidad de lo inorgánico es la tesis del amigo Usher que el visitante comprueba por sí mismo. Y la muerte en vida también vuelve aquí, la pavorosa idea de ser enterrado vivo, tan cara a Poe. La sensibilidad de lo inorgánico, sí, es difícil encontrar una definición mejor para la escritura.

En fin, todo esto por lo del centenario, más que nada.