viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Qué le has dicho, Holden?

¿Qué le has dicho, Holden?, dijo el negro.
Que en tu país no teníais costumbre de dar la mano.
Antes de eso. ¿Qué le has dicho antes de eso?

El juez Holden sonrió. No es preciso, dijo, que las partes aquí presentes estén en posesión de los hechos concernientes a este caso, pues en definitiva sus actos se ajustarán a la historia con o sin su consentimiento. Pero cuadra con la idea del principio justo que los hechos en cuestión (en la medida en que se los puede forzar a ello) encuentren depositario en una tercera persona que ejerza de testigo. El sargento Aguilar es precisamente esa persona y cualquier duda acerca del cargo que ostenta no es sino una consideración secundaria comparada con los perjuicios a ese más amplio protocolo impuesto por la agenda inexorable de un destino absoluto. Las palabras son objetos. De las palabras que él detenta no se le puede despojar. El poderío de esas palabras trasciende el desconocimiento que él tiene de su significado.

El negro estaba sudando...


(El juez Holden es el jefe de la panda de mataindios de Meridiano de sangre
–Cormac McCarthy, 1985–. Así inicia sus esplendorosas intervenciones en la novela, con un discurso demoledor sobre las palabras que le suelta a un atribulado negro tan ignorante como él –he ahí la ironía–. Es asombroso el cambio de registro lingüístico que lleva a cabo ahora McCarthy con este personaje. Te golpea, te aturde, no sin haberte seducido antes con ese encadenamiento conceptual absolutamente fatuo. Después viene lo que viene. Resulta magistral, qué duda cabe.)

miércoles, 15 de septiembre de 2010

José Hernández

Conocí la obra de José Hernández hace más de doce años cuando ilustramos con varias de sus creaciones uno de los números de Bazar. Revista de Literatura, la revista que dirigía yo por entonces junto con Emilio Chavarría. Me fascinaron desde luego aquellas grotescas imágenes humanas, aquellas deformes criaturas del reino animal, alguna arquitectura imposible..., el inquietante y personalísimo color terroso, las sombras y veladuras de todos aquellos cuadros visionarios que tan generosamente nos permitió reproducir. Ahora he tenido la oportunidad de conocerle a él en persona. Me invitó hace unos días a su casa en Villanueva del Rosario, un molino de aceite del siglo XVIII en el que vive seis meses al año desde hace treinta. Ahí trabaja también todos los días, desde muy temprano hasta entrada la noche, casi sin interrupción, me dijo, salvo para la comida y el paseo diario entre olivos al atardecer. Muy lentamente. Haciendo numerosos bocetos de proyectos que luego pasarán al lienzo. Velando y velando las capas de color y dejándolas secar días y días para poder seguir, para conseguir esas inusitadas gamas de negros y ocres que tanta fama le han proporcionado. Durante el recorrido que hicimos por su estudio, nos explicaba a Carmen y a mí los cuadros con asombrosa naturalidad, dos o tres de gran formato que había allí y que tenía en marcha desde hacía ¡cuatro años! Yo me acercaba reverencial a contemplarlos. Él, por el contrario, los manoseaba, pasaba la palma de su mano por la tela, los acariciaba con la misma asombrosa naturalidad y desafectación con la que hablaba de ellos. "¿Ves?, ya está seco –decía–, mañana lo continuaré. Es un encargo. Tal vez el año que viene lo entregue". Yo asentía estupefacto. Otro Antonio López, otro Víctor Erice, pero del ensueño y la imaginación desbordada esta vez, pensé. Me sentí allí de veras privilegiado pudiendo admirar junto a su autor esos pocos cuadros prodigiosos. Otros más había de pequeño formato y no me resistí a preguntar, ingenuamente, por su precio. No sé, me dijo maliciosamente, eso háblalo con mi hija que es quien se ocupa de tasarlos.
Después del recorrido por el estudio, nos sentamos en el patio del molino junto a otros amigos que habían llegado entre tanto. Allí nos comimos un estupendo tallín de cordero y nos bebimos varias botellas de vino y alguna más de Jhonny Walker. Nos despedimos de madrugada con la lengua pegada ya casi al paladar. Inolvidable el encuentro, no hace falta decirlo.

José Hernández, además de pintor de difícil homologación, con un mundo propio y una técnica absolutamente singulares (no lo digo yo, lo dicen los mejores especialistas: Calvo Serraller, Juan Manuel Bonet, Martínez Sarrión, Corredor Matheos), pasa también por ser uno de los mejores grabadores españoles en ejercicio y un ilustrador de libros de primera magnitud (son buenísimas, pero buenísimas, las ediciones para bibliófilos de La metamorfosis de Kafka, o de El Aleph de Borges, o de El túnel de Sábato,
ilustradas por él). También ha firmado algunas memorables escenografías para obras de teatro de Francisco Nieva, sobre todo, y bastantes carteles para películas de cine. Las de Buñuel, entre otras, tan afín, por otra parte, al alucinado mundo de José Hernández (o viceversa). Aquí les dejo el enlace a su página de internet, verán que no exagero.

José Hernández, además, está casado con Sharon Smith, a quien conocí antes que a él en una tertulia dedicada a Muñoz Rojas en la que intervinimos y que se incluyó luego en el documental sobre el bardo antequerano El poeta sin tiempo. Nuestra coanfitriona es autora de varias deliciosas colecciones de relatos. Una de ellas verá pronto la luz en nuestra editorial. Ya daré noticias.