¿Qué le has dicho, Holden?, dijo el negro.
Que en tu país no teníais costumbre de dar la mano.
Antes de eso. ¿Qué le has dicho antes de eso?
El juez Holden sonrió. No es preciso, dijo, que las partes aquí presentes estén en posesión de los hechos concernientes a este caso, pues en definitiva sus actos se ajustarán a la historia con o sin su consentimiento. Pero cuadra con la idea del principio justo que los hechos en cuestión (en la medida en que se los puede forzar a ello) encuentren depositario en una tercera persona que ejerza de testigo. El sargento Aguilar es precisamente esa persona y cualquier duda acerca del cargo que ostenta no es sino una consideración secundaria comparada con los perjuicios a ese más amplio protocolo impuesto por la agenda inexorable de un destino absoluto. Las palabras son objetos. De las palabras que él detenta no se le puede despojar. El poderío de esas palabras trasciende el desconocimiento que él tiene de su significado.
El negro estaba sudando...
(El juez Holden es el jefe de la panda de mataindios de Meridiano de sangre –Cormac McCarthy, 1985–. Así inicia sus esplendorosas intervenciones en la novela, con un discurso demoledor sobre las palabras que le suelta a un atribulado negro tan ignorante como él –he ahí la ironía–. Es asombroso el cambio de registro lingüístico que lleva a cabo ahora McCarthy con este personaje. Te golpea, te aturde, no sin haberte seducido antes con ese encadenamiento conceptual absolutamente fatuo. Después viene lo que viene. Resulta magistral, qué duda cabe.)
viernes, 17 de septiembre de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario