De Henry
Miller he sabido desde que puedo recordar. He sabido desde jovencito de Trópico
de Cáncer y Trópico de Capricornio, y después supe de su célebre trilogía formada
por Sexus, Plexus y Nexus, y más tarde del aura de malditismo que arrastraba y que,
como consecuencia de todas esas obras, lo convirtió en estandarte
contracultural y de la liberación sexual de los años 60 y 70.
Tal vez
porque mi padre tenía un ejemplar de Trópico de Cáncer en su escueta biblioteca
(¿o pertenecería inconfesablemente a mi hermana mayor?), supe de Henry Miller bastante
pronto. De mi padre no puede decirse que tuviera militancia activa ni en la
contracultura ni en alguna otra clase de cultura digna de mención, militancia políticamente
disuasoria sí, eso sí puede ser, en cualquier caso. No es que no se interesara,
pero de lo que se interesaba mejor no hablar. Y como a mi marisabidilla hermana
mayor le profesaba yo un odio no exento de ternura, todo lo que pudiera venir
de su mano lo rechazaba igualmente de forma natural. Por eso, fuera de quien
fuese ese ejemplar en tapa dura que un día tal vez trajera a casa un
extrañamente simpático y elegante distribuidor de Círculo de Lectores, nunca
mostré por él excesivo interés. Las circunstancias iniciales de ese
conocimiento no fueron, me temo, propicias para generarlo. Y, después de todo,
tampoco las posteriores lo serían, pues recuerdo que hubo un tiempo en mi
juventud en que todos los progres de la época hablaban sin parar de Henry
Miller y de sus escandalosas novelas. Siempre me ha irritado tener que estar á
la page. Leer a Henry Miller entonces debía serlo, y eso tampoco pude
soportarlo. En consecuencia, no me interesé por las novelas de Miller. Por
ninguna ya. He sabido desde siempre, pues, de Henry Miller y de sus obras, pero
ha tenido mala suerte siempre conmigo este escritor. Mala suerte, Henry,
muchacho, qué le vamos a hacer.
Pero parece que
a veces se impone la razón en esta vida, por lo que tal vez haya sido ella la
que haya provocado que ahora, apremiado por mi buen amigo Martín Aran, eso sí,
esté leyendo Trópico de Capricornio.
Ayer mismo empecé, y solo las escasas cincuenta páginas que llevo leídas han
sido suficientes para apreciar la tremenda cumbre literaria a la que nada más
que mi indigestión familiar y mis malsanos prejuicios sociales me evitaron
acceder temprano. Lo hago ahora maravillado. He leído esas cincuenta páginas
absolutamente absorbido por la fiereza de la prosa de Miller, por la
inmisericorde y (auto)destructiva crítica de un sistema que en los años en que
fue escrita la obra alcanzaba ya cotas diabólicamente aberrantes de miseria moral y de aniquilación del individuo, ¡quién iba a creer que luego superadas! A lo mejor
es que, en efecto, estamos ya demasiado preparados para la catástrofe, pero yo no he visto escándalo por ninguna
parte, sino altísima constatación. Henry Miller es un verdadero demonio
perverso, agitador y subversivo (y a veces hasta metafísico, a lo peor es que
no comía) que entiende que la literatura es vísceras y humores, algo así como
irracional, un ejercicio de libertad extrema o nada. Un Manolo Vilas, para
hacernos una idea doméstica, de hace ya la friolera de 85 años. Bukowski,
Carver, Kerouac… bah, corderitos a su lado. Ahí va su fórmula secreta (no la
divulgéis):
“Lo único que me
obsesionaba era el objeto, la cosa separada,
desprendida, insignificante. Podía ser una parte de un cuerpo humano o una
escalera de un teatro de variedades; podía ser una chimenea o un botón que
hubiera encontrado en el arroyo. Fuera lo que fuese, me permitía abrirme,
entregarme, poner mi firma. Estaba tan claramente fuera de su mundo como un caníbal
de los límites de la sociedad civilizada. Estaba henchido de un amor perverso
hacia la cosa en sí: no un apego filosófico, sino un hambre apasionada,
desesperadamente apasionada, como si la cosa
desechada, sin valor, que todo el mundo pasaba por alto, encerrase el
secreto de mi regeneración.” (p. 29)