lunes, 27 de junio de 2011

Correspondencias return


Hace ya un par de meses la Tertulia de la Librería Rayuela eligió como lectura para una de sus reuniones CORRESPONDENCIAS, la novela de Hugo Abbati que publicamos no hace mucho. Resultó la cosa de veras interesante. Un nutrido grupo de lectores, todos avezados según los indicios, quedó, para mi satisfacción y para la del propio autor, grata, muy gratamente sorprendido con la calidad y alcance del texto. Hugo estuvo presente y practicó ese línea ya suya de nihilismo y lúcido desengaño habitual. Brillante cuando abordó el comentario de sus obsesiones literarias. Yo escribí para la ocasión, como suelen pedir en el grupo, un texto introductorio de la novela elegida. Tenía pensado colocarlo aquí antes, pero he preferido hacerlo una vez ha sido publicado en la Revista Terral la casi reciennacida revista de unos amigos con muchas inquietudes, para no pisarle la primicia rigurosa :-). Lo hago ya:


EL EDITOR DEFIENDE SU PROPUESTA



Cuando pude leer, y decidir editar poco después, la novela de Hugo Abbati CORRESPONDENCIAS, una obra, lo digo ya de entrada, que considero de primer nivel, enseguida se me vinieron a la cabeza dos cuestiones:

La primera de ellas tiene que ver con el azaroso camino que recorre un texto hasta encontrarse tal vez con el lector, con su destinatario natural (dígase lo que se quiera decir al respecto de aquellos escritores que afirman escribir sólo para sí mismos (¿para quién escribía Walser sus microgramas, para quién lo hacía Kafka?, por citar a dos autores que me constan muy cercanos a Abbati).

La segunda es sin duda bastante más peliaguda: ¿qué es lo que nos hace considerar que ese texto que acabamos de leer es una obra de arte; que ese texto (como éste de Abbati) exento de cualquier referencia externa que lo sancione como algo a tener en cuenta (que debemos consumir, podría decir algún sociólogo) es una creación artística estimable; cuándo y cómo nos gana la certeza de que estamos ante una verdadera creación artística? Y aquí debemos convenir que sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de “arte”, de “creación artística”. Ya he dicho que se trata de una cuestión bastante peliaguda, irresuelta aún, me temo, a pesar de que se lleva reflexionando sobre ella con insistencia desde Aristóteles, que sepamos, y hasta ayer mismo casi. No la vamos a desentrañar nosotros ahora en un plis plas, desde luego que no. En cualquier caso, aparte de la descomunal implicación teórica, científica, emocional también si se quiere, de la cuestión, ésta tiene mucho, muchísimo que ver igualmente con esta actividad nuestra editorial. Esta cuestión es uno de sus fundamentos, porque a lo que nos dedicamos nosotros básicamente, nuestra vocación principal, permítanme la pedantería, es sin duda “descubrir obras de arte”, lo que en nuestra opinión, sí, de acuerdo, puede considerarse “obra de arte”.

En lo que se refiere a la primera de las cuestiones, a mí me agrada pensar que CORRESPONDENCIAS es uno de los numerosos casos en los que el texto se abre paso a pesar de su autor. Por lo que he podido saber en estos meses de relación con él, Hugo Abbati es uno de esos –gloriosos– escritores que no se preocupan apenas por obtener esos minutos de fama que todos de algún modo podríamos pretender, que no se han embizcado nunca por verse publicados aquí o allí. Escribe lo que le apetece y cuando le apetece azuzado siempre, eso sí, por sus lecturas, que son muchas, muchísimas y bien aprovechadas. Y lo guarda. Años, por lo que sé también, estuvo guardado el original de CORRESPONDENCIAS, hasta que llegó a manos de un lector, quien se lo pasó a otro lector, etc. Hasta que ha sido publicado y hasta que ha podido llegar a otros lectores, y ello a pesar de esa “aparente” despreocupación de su autor… Para mí es algo fascinante de veras. Y tranquilizador. O no. Quién sabe…

En cuanto a la segunda cuestión, no he dejado de pensar en ella, no he dejado de preguntarme (para este caso concreto, no teman, no pretendo despacharles una teoría de validez general, algo para lo que desde luego no me siento capacitado) qué es lo que yo he percibido en esta novela para afirmar sin rodeos que estamos ante una obra de altura, a la altura cuando menos (o muy por encima, según qué casos) de muchos de los “productos” literarios que más nos publicitan, que merece ser leída (yo no tengo dudas al respecto) como “producto artístico” que instaura su propia legalidad al margen de gustos personales.

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Fijémonos en primer lugar en la historia que se nos cuenta. No puede ser más sencilla. Esencial, he dicho por ahí. Dos amigos que retoman contacto por escrito después de mucho tiempo sin saber el uno del otro: Tomás, un científico bastante ensimismado y dedicado al estudio de los virus y las proteínas en un país lejano e indeterminado, suponemos que europeo; Ale, un convencional vendedor de máquinas industriales casado y con dos hijos, que mantiene una mediocre existencia en el país de donde son ambos originarios, tal vez suramericano; una anécdota aparentemente simple, la muerte del gato y su desconcertante espasmo final, que da pie al reinicio de la correspondencia. Ambos irán desenhebrando el uno para el otro a partir de ahí sus respectivas existencias, solitarias y anodinas ambas, curiosa y, diríamos, inevitablemente admirables de manera recíproca al confesarse poco a poco desencantados con la propia de cada uno. Estos son los delgados cimientos sobre los que se construye la obra.

Fijémonos ahora en lo que representan los dos amigos. Yo me inclino por identificar a Tomás con el lado “cultural” del ser humano, dedicado como está a la investigación y el conocimiento, a desentrañar los secretos “técnicos” de nuestra existencia. Es un personaje frío, solitario, intelectual, incapaz de sentir emociones sin racionalizarlas, engreído en cierto modo. A Ale podríamos asociarlo sin dificultad con nuestra vertiente “natural”. Lleva una vida cuyo objetivo básico tal vez no sea otro que subsistir. Sus intereses “intelectuales” van poco más allá de la convencional relación de afecto mantenida con su mujer y con sus hijos, tiene un trabajo también convencional, le preocupa la situación económica, es cierto, pero sólo en la medida en que pueda afectarle particularmente… Racionalidad y análisis, pues, por un lado, frente a lo instintivo y emocional, por otro. Y podría decirse que al principio ambos mantienen una relación armoniosa consigo mismos...

No hay nada sorprendente en estos materiales, ya digo. Sin embargo, en el momento en que menciona Tomás la palabra “disimulo”, y abunda en ella Ale poco después (y entra en acción la sensibilidad femenina), caemos en la cuenta de que esta conversación podríamos estar manteniéndola nosotros mismos, cualquiera de nosotros. A partir de ahí, la desazón que experimentamos los lectores con esa fragilidad que van adquiriendo los personajes a través de las cartas hace que nos identifiquemos, que al menos yo me identifique, con lo que se está contando, y que no es más, eso creo yo, insisto, que nuestra propia e íntima verdad, ese engañarnos continuamente para poder seguir viviendo. El gato y su pirueta final antes de la muerte definitiva cobran así todo el perverso significado con el que el autor ha querido dotar a esa “insignificante” anécdota…

Cuando Ale y Tomás caen en la cuenta ellos mismos de su menesterosidad, de su autoengaño, la aparente solidez de sus mundos respectivos saltará en pedazos. Cuando “averigüen” que la misma insatisfacción provocan tanto el conocimiento como la ignorancia, devendrá la catástrofe. Pero bueno, eso por suerte sólo ocurre ahí, en una novela, ¿verdad?

Identificación, pues, así, a nivel general, como requisito indispensable para que nos interese el texto, pero es que además hay momentos narrativos particulares en la novela que resultan mágicos, “conmovedores” (otro de esos términos conflictivos, opinables al menos, lo sé). La carta de Tomás, por ejemplo, en la que cuenta la cena en casa del profesor Baumberg, y donde la inconsistencia de sus intereses técnicos y científicos, materiales, se enfrenta dramática y desconcertantemente a los intereses emocionales, abstractos, espirituales si se quiere, del profesor (la importancia de la familia, recuerden), y donde “disimula”, ay, también su turbación el narrador poco después de que Baumberg le espete que él no entiende nada, nada de nada. También la carta de Ale dando cuenta a Tomás del estado de ánimo en que se encuentra mientras visita a sus clientes o se refugia en bares miserables es uno de esos momentos memorables. O el borrador de carta de Tomás a sus padres, magnífico ejercicio creativo que nos muestra con absoluta fidelidad el apabullante desconcierto que le provoca cualquier atisbo de emoción.

Yo creo que esa “identificación” que sentimos con la historia es una experiencia clave tal vez para entender por qué queremos seguir leyendo. Pero me temo que no sería nada si no fuese acompañada de un modo determinado de plantear la cuestión, es decir, si no percibiéramos que los procedimientos narrativos que se utilizan resultan eficaces. Observemos algunos. Este escritura, por ejemplo, no es preciosista, su fraseo lo percibo yo muy pegado al cotidiano, absolutamente desafectado, utilitario, familiar incluso, buscando, el autor ahora, claro, quizás más la comunicación (imperfecta a menudo) que la brillantez estilística. Podríamos decir entonces que el nivel del discurso que emplean los corresponsales es el adecuado para el grado de intimidad que requiere la situación en la que reflexionan. Ambos enhebran, pues, un discurso muy pegado al habla corriente, con contradicciones continuas, frases entrecortadas, dificultad para expresar claramente ideas abstractas, dudas... Y sin embargo, ambos también tratan fundamentalmente cuestiones de hondo calado existencial con las que pienso que tal vez se correría el riesgo de caer en el pontificado. No ocurre así, ya que estamos ante un escritor inteligente que sabe perfectamente desde que leyó a Locke que no hay verdades absolutas. Yo creo que al autor no le interesan en el fondo esas cuestiones, o le interesan menos tal vez. Lo que pudiera pretender mostrarnos (sólo mostrarnos, subrayo, ya diré por qué), es la imposibilidad de organizar un discurso coherente a través de la escritura, del pensamiento, por extensión; que en el momento en que se desarrolla esa actividad las consecuencias pueden ser dramáticas. Al fin y al cabo para algo le deben servir sus conocimientos psiquiátricos, claro está. El autor, en definitiva, ha adecuado el discurso atinadamente a la situación de los personajes. Y ha optado por bajar la voz para hablar de grandes cosas. Lo cual nos reconforta, en cierto modo.

No se me escapa que, aunque no siempre se consiga, desde luego, esa adecuación del discurso debe ser una exigencia casi obvia. Pero hay, no obstante, otro procedimiento que considero fundamental para la alta apreciación que hago de la novela, ya no tan evidente, tan, digamos, al alcance de cualquier escritor, que requiere un talento exclusivo. Me refiero a ese deterioro paulatino de la sintaxis, del discurso en general que observamos a medida que se agudiza la tragedia, y a través del cual percibimos el más íntimo de la conciencia de Tomás y Ale. Un mérito formal de primer orden sin ningún genero de dudas, puesto que no se nos describe en qué consiste ese deterioro (que sería lo habitual: fulano entonces se sintió…, etc.). Asistimos en cambio al “espectáculo” en el mismo momento en que está sucediendo, sin “representación” por parte del autor, ya que éste sólo “presenta” unos procesos anímicos y mentales a través de la construcción lingüística de los personajes (de aquí el subrayado de antes). Discúlpenme, pero este “artificio”, lo que es después de todo, no logro yo verlo tan a menudo como para que no me llame la atención, para que no lo considere genuinamente “artístico”, de una eficacia creativa de no fácil parangón. Tengo que pensar en Bernhard para ello (un acento sutilmente bernhardiano, se dice en el reclamo de la contraportada). Y pienso también en Philips Roth o en John Maxwel Coetzee. No exagero.

Podríamos reparar también en la “ambientación” de la novela, de cómo sugiere su aire dramático a través de los términos que van empedrando gradualmente el texto (desencanto, temblor, disimulo, falsedad, soledad, vacío, miedo, incomunicación, derrumbe, catástrofe, aniquilación, muerte…); o en el punto de vista adoptado, esos “tús” y “yoes” de los protagonistas. Podríamos fijarnos en el modelo estructural de la novela, en ese sabio puzzle que construye Abbati con la addenda final de las cartas mencionadas en el cuerpo principal del texto, en la correspondencia entre Tomás y Ale; en lo que pudiera sugerirnos la acotación temporal que adopta el autor, en esos espacios en blanco entre carta y carta, o en las interrupciones y las elipsis dentro de las propias cartas, etc. Podemos preguntarnos incluso por qué elige el autor este modelo de comunicación entre los protagonistas, por qué se inclina por el género epistolar tan, digamos, “desfasado”… Pero tal vez con ello alarguemos demasiado e innecesariamente esta aproximación formal.

Recapitulemos entonces y concluyamos esta pequeña reflexión señalando que CORRESPONDENCIAS nos cuenta, en efecto, una historia extremadamente sencilla, convencional, minúscula, si apuramos. Añadamos que esa sencillez es sólo apariencia, en realidad, que ese tono menor esconde mucho más. Añadamos también que debemos tener presente siempre y sobre todo que no hay historias sencillas, sino modos de contarlas (como dijo Gottfried Benn, y yo modestamente comparto, la forma es el máximo contenido). Una vez valorado todo ello y viendo el resultado, tal vez estemos en condiciones de afirmar que esta novela de Abbati, que este “instrumento para bucear en lo profundo del ser, donde forma y contenido son indistinguibles” –como dice tan acertadamente mi amigo José Manuel Aranda–, es una muestra eminente de lo que yo creo que debería ser la mejor literatura. Eso es lo que he intentado transmitirles. No sé si con fortuna, ya saben que lo verdadero, como la belleza, es muchas veces inexplicable...