viernes, 21 de agosto de 2009

Una lección gratis

Después de bastantes años, hoy, y ayer también, he podido leer en el trabajo de tan ocioso como estaba. Antes, hace mucho, lo hacía a menudo, muy a menudo, la verdad, para que nos vamos a engañar. Parte de mi carrera universitaria la resolví, así, en mis horas remuneradas, las cuales arrebataba placentera, muy placenteramente, al patrón, al mismo, ay, siempre. Hoy he sentido de nuevo ese mismo placer, algo insólito que creí casi perdido ya de tanto como han cambiado, hemos cambiado, ahí fines y actitudes.
No tengo acceso libre a internet en el trabajo, pero curioseando en algunos sitios en los que sí nos deja estar el patrón, he encontrado un enlace a la página de la R.A.E. y ahí, entre otras noticias de la Casa, todos los discursos de toma de posesión de los nuevos académicos desde el año 2001. Bueno, son todos algo relamidos, muy redichos y ampulosos en ocasiones, pero podemos encontrar joyitas entre tanta retórica y, de paso, tomar nota para cuando la ocasión se nos presente. Ayer leí el de Álvaro Pombo, un plomazo. Hoy el de José María Merino, genial. Leyendo éste último no he podido sustraerme al recuerdo de todos esos amigos y amigas que sé que van de escuela en escuela de escritores para aprender tal vez cómo hilar unas muchas veces infames líneas con su correspondiente sentido literario. Una lección gratis para mejorarlas, seguro, nos da José María Merino aquí. Se lo recomiendo por ello a estos vivamente. A los que no la necesiten, tampoco les iría mal echarle un ojo, no, a este relato dentro de un relato dentro de... Disfrutarán, seguro. Al menos eso creo.

jueves, 20 de agosto de 2009

Saturninos y mercuriales

"Mercurio, el de los pies alados, leve y aéreo, hábil y ágil, adaptable y desenvuelto, establece las relaciones de los dioses entre sí y entre los dioses y los hombres, entre las leyes universales y los casos individuales, entre las fuerzas de la naturaleza y las formas de la cultura, entre los objetos del mundo y entre todos los sujetos pensantes. ¿Qué mejor patrono podría escoger para mi propuesta literaria?
En la sabiduría antigua, en la que el microcosmos y el macrocosmos se reflejan en las correspondencias entre psicología y astrología, entre humores, temperamentos, planetas, constelaciones, el estatuto de Mercurio es el más indefinido y oscilante. Pero según la opinión más difundida, el temperamento influido por Mercurio, inclinado a los intercambios, a los comercios, a la habilidad, se contrapone al temperamento influido por Saturno, melancólico, contemplativo, solitario. Desde la antigüedad se considera que el temperamento saturnino es justamente el de los artistas, los poetas, los pensadores, y me parece que esta caracterización corresponde a la verdad. Desde luego, la literatura nunca hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la inmovilidad de las palabras mudas. Mi carácter corresponde ciertamente a las peculiaridades tradicionales de la categoría a la que pertenezco: también yo he sido siempre un saturnino, cualquiera que fuese la máscara que tratara de ponerme. Mi culto a Mercurio corresponde quizá sólo a una aspiración, a un querer ser: soy un saturnino que sueña con ser mercurial, y todo lo que escribo está marcado por estas dos tensiones."
Italo Calvino dixit, en Seis propuestas para el próximo milenio. Pero Mercurio también es el planeta que está más cerca del sol; y el metal más pesado también. Siendo así que podríamos quemarnos o zozobrar según esta simbología última ¿Por qué parece que nos empeñamos en dislocar el símbolo ya entonces diáfano? Mercurial, pero a la antigua. A ese estado, en efecto, debe tender la Literatura. Debemos tender nosotros.

sábado, 15 de agosto de 2009

Monsieur Goffette

José Luis Reina y yo estuvimos la otra tarde en Nerja haciéndole una visita de cortesía al señor Herrerito, que es como se llamaría en español, según Reina, monsieur Goffette. El señor Herrerito, pues, es un afamado poeta belga que próximamente publicaremos en nuestra Colección de Literatura Internacional NorteySur. El señor Herrerito ha sido merecedor de muchos y renombrados premios en Bélgica y Francia, adornados con nombres tan sonoros como los de Mallarmé o Senghor, aunque el más importante de todos es sin duda el que le otorgó en 2001 la Academia Francesa por toda su obra, el equivalente aquí al Nacional de las Letras. El señor Herrerito, además de uno de los poetas más admirados en lengua francesa, es un respetado crítico literario y un narrador de prestigio. Ahora vive en París y trabaja en Gallimard, la editorial equivalente allí a nuestra e.d.a. Pero ha sido también profesor, impulsor de empresas literarias y, sobre todo, vagabundo, afición ésta, que no otra cosa se necesita para serlo, que le llevó a recorrer medio mundo con lo puesto. El señor Herrerito es un hombre afable y parlanchín que adora a España porque dice que se respira una libertad imposible de encontrar en el carácter francés (ja, dije yo para mí), y, sobre todo, porque se puede fumar sin restricciones (bueno, eso sí, dije también para mí, ya que no sabía cómo hacerlo en su idioma, aunque soltara yo, no obstante, un oui a secas, sin matiz alguno, contundente, en todo caso). Yo creo que nos ve todavía como algo pintoresco, algo así como un estado virginal no alcanzado todavía por el exceso de razón. Allá él, yo no se lo voy a explicar y menos en francés. Así que nos visita junto a su deliciosa esposa cada año desde hace veinticinco. Ella fue, al parecer, quien le transmitió el virus que contrajo la primera vez que vino a España cuando Franco aún vivía, aunque juró no volver hasta que se hubiera muerto -como Frank Sinatra, pero con menos repercusión, le dije yo a ella, que sí hablaba algo de español-. Así lo hizo. Ahora la pareja es ya fija en Nerja todos los veranos y planean comprar una casa en Torrox. Otro lujo aquí, dije yo otra vez para mí.
Hablamos, hablaron, vamos, José Luis y el señor Herrerito, que yo, por la alienación idiomática en que me encontraba, tenía que solazarme a ratos prolongados unas veces con mi espacio interior, otras con la vista de algunas bañistas que se distinguían en la playa cercana. Hablaron, pues, de grandes poetas franceses, de Cocteau (a quien, por cierto, no aprecian demasiado en Francia y es curioso), de Jaccottet, de Sollers, de Bonnefoy. Yo al oír esos nombres y entender inmediatamente de qué estaban hablando, abandoné mi arrobo y les dije que el mejor poeta francés era Marcel Duchamp. Una broma que le hubiera gustado oír a mi amigo Montano y que no entendieron. Para suavizarla, les dije también que el mejor poeta español era Nuno Judice. Creo que tampoco lo entendieron. También hablamos, claro, con intermediación, del libro que le vamos a publicar y que saldrá en noviembre o así, de la portada que le gustaría que llevase La vida prometida, que así se titula el libro. Él la ve azul, la vida y la portada. Veremos. En fin, aunque limitada por las fronteras lingüísticas mutuas (el señor Herrerito tampoco habla una puta palabra de español, ¿eh?, que conste, y eso que lleva viniendo aquí veinticinco años seguidos), pasamos de verdad una muy placentera tarde literaria. Muy parecida, por cierto, a la que pasamos José Antonio Montano y yo muy pocas semanas antes. Él ha dado cuenta aquí ya de ese ratito y yo le prometí replicar. Tenía el título de la entrada, sería "Montano miente", para enredar, más que nada. Pero no, no miente, tengo que admitir que es cierto todo lo que cuenta, y que brindamos y todo por Bernhard, aunque no diga, eso sí, que aplaudimos también. Se lo merecía, nos lo merecíamos.

domingo, 2 de agosto de 2009

Los manos de mi amigo


Este articulito sirvió de presentación para la lectura poética que Carlos Alcorta, que vive casi en esta casucha de Santander que podemos observar en la imagen, dio en el Centro Cultural Generación del 27 de Málaga el 5 de marzo de 2007. Lo he releído con gusto ahora y lo pongo aquí como solaz tal vez de algún improbable lector.

LAS MANOS DE C.A.

Tiene Carlos Alcorta, siempre las ha tenido aunque no lo supiera desde el principio, una mano trocaica y otra dactílica. Cuando la mano izquierda dactílica, más o menos airada, algo cínica, pero con cierto tono melancólico ya, dijo una vez: “es verdad, nos separan demasiadas cosas”, constatando ella por otro lado lo que todo el mundo sospechaba sobre esta relación, a la trocaica no le importó, pero el daño estaba hecho. Ahí empezó entonces Carlos Alcorta a notar en serio que algo se traían ellas entre manos.
Antes de darse su dueño cuenta de todo, la mano izquierda dactílica, bastante ensimismada desde que tuvo conciencia de sí, hablaba, por ejemplo, de lugares como si de un estado de ánimo se tratara y se preguntaba insistentemente por el sentido de lo que decía y por cómo podría decirlo mejor de lo que lo hacía si su dueño no le facilitaba los medios. Estaba un poco quejosa entonces, y lo sigue estando, pero ha cambiado, qué duda cabe. Lo ha hecho de tal manera que la trocaica, a pesar de sus lógicas desavenencias, no oculta ahora la admiración que siempre ha sentido por la mano izquierda dactílica, a la que llamaba en secreto hermana mayor, pues aunque era, siempre lo fue, más alocada, no lo era tanto como para no saber lo que hacía la otra, contraviniendo así el dicho de que no sepa tu mano, etc. La mano izquierda dactílica decía casi siempre cosas graves y formulaba con frecuencia también preguntas inquietantes que todavía la trocaica no sabe responder (o ya no quiere, eso no lo sabemos con certeza). Se preguntaba, por ejemplo, “Cómo resistir la desolación” o afirmaba tajante y algo triste “estoy aquí completamente sola”. Bueno, ella decía “solo”, pero por identificarse con su dueño más que nada. Y parecía que hablaba con alguien cuando decía con cierto aire fúnebre: “es en tu ausencia donde oigo las aguas de la muerte”.

Luego se aficionó esta mano izquierda dactílica a las cosas sencillas y rutinarias, aunque sin abandonar ese tono como de preocupación y disgusto del que a pesar de todo no se ha desprendido hasta hoy, y que, muy lista y muy consciente de sí, ya decimos, conocía bien, pues le hemos escuchado alguna vez: “sobre la tristeza y sus significados has escrito hasta el hastío”, como hablando con otro, cuando hablaba consigo misma, de acuerdo con la situación en que ella misma había afirmado encontrarse. Aparecieron de pronto, pues, lámparas, mesas, libros, tabaco, alcohol, tardes, veranos y cosas de ese tipo que ya se entendían mejor, la verdad. Pero el desencanto, a pesar de todo, no menguaba. Nosotros creemos que tal vez verse esta mano izquierda dactílica sometida muy pronto a la influencia del anapéstico, el pie individualista de la izquierda de Carlos Alcorta, muy bien pudo haber provocado en ella esta tendencia. Se introdujo así poco a poco la realidad en su discurso, lo que permitió quizás también que afloraran algunas insinuaciones picantes, aunque bastante estilizadas, no hay que temer: “sentir el tacto oscuro de la piel” o, más adelante: “rozar la piel vencida de un cuerpo”, decía con cierta frecuencia. Pero esta realidad, nos parece al menos, era subjetiva, instrumental, una realidad a la que la mano izquierda dactílica llegaba a través de sí misma, ella misma era el punto de partida. Y no es que esto sea malo o problemático, ni mucho menos, sólo lo señalamos para advertir mejor el cambio que experimentaría más adelante.

Entretanto, Carlos Alcorta, atento ya a lo que ocurría en sus extremidades, envió a sus mejores oídos para que le acercaran más voces de las que le llegaban sólo de vez en cuando desde la mano trocaica. Ésta había introducido muy al principio, entre el habitual monólogo dialógico de su hermana mayor, y ayudada en ocasiones por el pie yámbico que tenía en paralelo, algunas frases interesantes: “oigo la plenitud del mundo” o “sólo nombramos restos”. “Ya no soy la misma”, llegó a oírsele en una ocasión (bueno, “el mismo”, decía en realidad, pero suponemos también que cierto prurito de parecerse a su dueño le acompañaba igual). “No pido excusas” o “siempre fui un desastre soltando amarras” o “el mercurio recobra su nivel habitual de indiferencia”, fueron algunas de las frases que proferiría después y que más inquietaron a Carlos Alcorta de cuantas le proporcionaron sus emisarios, pues sabiéndose él también algo canalla pudiera ocurrir que se tomaran luego como suyas.

No es seguro, pero tal vez fue la propia intervención de su dueño la que provocó que el exabrupto aquél proferido por la mano izquierda dactílica quedara en casi nada. Y hasta que iniciara ésta algunos proyectos junto a la trocaica que con el tiempo se han consolidado. Se pusieron de acuerdo por ejemplo en admitir los simulacros de la existencia y sus contradicciones. Decían al unísono “ese yo que me suplanta” o “no me quitan el sueño tantas contradicciones”, o “la sólida apariencia de verdad de los falsos sentimientos”. La realidad seguía estando muy presente, claro, no se piensa en alguien tanto tiempo en vano, pero era, nos parece y es curioso, el punto de partida ahora, algo exterior, objetivo, como si de verdad existiera. Un hecho que denotaba cierta confianza, cierta complacencia, que nunca vienen mal, desde luego, y que si bien incipientes, luego acrecentarían. No obstante, muy bien pudo ser éste el asunto más relevante y más peliagudo y que más le costó aceptar a la mano dactílica. No olvidar, por otro lado, el valor de la memoria y del tiempo eran unas huellas irrefutablemente dactilares que a la trocaica no le costó reconocer; pero el toque cínico y despegado y algo hedonista estamos seguros de que lo dio ésta.
Ahora se las oye mucho más relajadas, incluso se podría hablar de cierta armonía. De hecho, las últimas noticias que tenemos sobre este asunto y que a Carlos no le ha dado tiempo de copiar aún, hablan de que van diciendo juntas: “Está serena el alma” o “la carne dolorida es sinsentido” o, sobre todo, “el cuerpo que goza no reclama favor alguno, sino ser, sin más, gustoso destino”

En fin, Carlos Alcorta puso, como decimos, por escrito todas estas cosas, y le ha dado para varios libros: Lusitania (1988), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), etc. Por ellos sobre todo hemos sabido de las manos trocaica e izquierda dactílica que ya tiene adoptadas plenamente. Ignoramos, no obstante, cuánto de verdad y cuánto de gesto ha experimentado el amanuense por sus extremidades dada la ascendencia, el dominio evidente, que ha conseguido sobre ellas. Pero esto no importa, y aquí debemos detenernos, porque, como dice Giorgio Agamben, “donde la lectura del copista se encuentra de algún modo con el lugar vacío de lo vivido, debe detenerse. Porque tan ilegítimo como el intento de construir la personalidad del autor a través de la obra es el de la voluntad de hacer de su gesto la cifra secreta de la lectura.” (2005: 92) –bueno, “la lectura del poeta”, no del copista, dice realmente Agamben al comienzo de la cita, pero ya conocemos la inclinación de algunos filósofos hacia las grandes palabras–. Aquí nos detenemos, en fin, porque, después de todo, lo que a nosotros de este asunto nos importa más es que se han hecho bien las cosas y menos las cosas hechas, como quería Aristóteles, aunque sea esto en cierto modo algo reprochable a estas alturas...