domingo, 31 de julio de 2011

LA BARBARIE NO ES LO CONTRARIO DE LA CULTURA

Desde Salón Kritik me envían este artículo de Luis Francisco Pérez publicado en su boletín "Domingo Festín Caníbal". Como poco da que pensar. Leedlo con atención también vosotros, amigos.

La muy famosa frase inicial con que Adorno abre su monumental Teoría Estética –Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia- podría ser igual de válida, si bien más perturbadora, si cambiáramos “arte” por “cultura”, siempre y cuando, y aquí radica lo conflictivo del asunto, estemos dispuestos a aceptar (tarea nada fácil) que lo que entendemos por cultura ni siquiera tenga derecho a la existencia. Pero no convengamos en fáciles cataclismo emocionales. Lo que nos está diciendo Adorno con respecto al arte –una boutade, al fin y al cabo, y de esas el gran teórico musical y muy mediocre músico tenía unas cuantas- posee en realidad otro significado, u otra cosa bien distinta pretende decirnos: Adorno no duda tanto (¡Mein Gott!) del derec ho a la existencia del arte (cultura) pero sí con respecto a la obligación de que toda manifestación artística o cultural deba ser representada.

Thomas Mann, en Doktor Faustus, hace decir a su personaje de ficción Adrian Leverkühn (trasunto, según algunos comentaristas, de Arnold Schönberg; y según otros, cotilleo inofensivo propio de una tan apacible como nostálgica merienda entre exiliados alemanes en California) las siguientes palabras. “se habla demasiado de cultura en nuestra época para que sea verdaderamente una época de cultura. La barbarie no es lo contrario de la cultura, sino que se encuentra dentro de la jerarquía de pensamiento que ésta nos propone. Fuera de este sistema de pensamiento, lo contrario puede ser muy diferente y aún no ser ni contrario”.

Los trágicos acontecimientos ocurridos hace muy pocos días en Oslo vienen a refrendar tristemente las lúcidas palabras del Doktor Faustus creado por Mann. Empezando por el primer ministro noruego (“responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…”) y acabando en las editoriales periodísticas de todo el mundo (o casi, no nos engañemos) el asombro y la incredulidad ante lo acaecido han sido unánimes. ¡Noruega, la culta y civilizada patria de Munch y Grieg, de Vigeland e Ibsen, y hasta del muy fascista y filo nazi Hamsum (gran escritor, cierto, lo hemos de reconocer mal que nos pese…), y también de Liv Ullmann, pobre, magnífica actriz, ha sido el escenario de esta barbarie! O son muy ingenuos o son muy ignorantes, pero en ambos presupuestos no han leído el Doktor Faustus: la barbarie no es lo contrario de la cultura. Unánimes han sido también las voces que, muy prestas en la aclaración, han insistido en la singularidad, unicidad, de tan terrible acto: un triste sujeto solitario que no mancha la inmaculada hoja de servicios de una nación (Noruega) y de una zona geográfica (Escandinavia) y un continente (Europa) que con tanta fuerza y pasión defienden los valores de la cultura occidental; un supurante absceso que no contagiará con su dañino veneno los sólidos cimientos de la cultura cristiana. Ha sido “uno”, como el maravilloso tango de Mores y Discépolo, solamente Uno. Un mal grano en un desierto de bondad, se diría. Lástima que no seamos tan generosos en la aclaración cuando un comando yihadista comete la misma horrible matanza. El comentario también es unánime: ellos (todos) son así, incapaces de entender las estructuras de democrática convivencia que nosotros sí poseemos, ellos no han tenido ningún Renacimiento, su resentimiento es infinito y será eterno.

El sujeto en cuestión se llama Anders Behring Breivik y es el perfecto ejemplo de lo, culturalmente, se ha definido como raza aria. Autor, además, de una especie de manifiesto de 1.500 páginas -su publicación, sospecho, se llevará a cabo más pronto que tarde, como más pronto que tarde en las redes sociales se crearán grupos de apoyo a su figura y carácter, por no decir de la fabricación en serie de una especie de madelman que, telescopio en ristre tal como lo hemos visto fotografiado, nos defienda del Mal. En dicho manifiesto realiza una férrea defensa de lo que él entiende como los valores de la cultura occidental; cultura, según algunos párrafos que han dejado publicitar el gobierno y la policía noruegos, que se encuentra “en manos de las mujeres y los marxistas”, las primeras causantes “de la feminización de Europa”, y los segundos “de su ruina y decadencia actuales”. No quiero ni pensar lo que habrá escrito de lo que opina sobre la proliferación d e los días del orgullo gay que se celebran en toda Europa. Ese siniestro manifiesto, lo muy poco que de él ha salido al exterior, se diría una pedestre y vulgar copia del famoso ensayo de Otto Weininger, Sexo y Carácter, escrito en la Viena finisecular por un judío que odiaba su propia condición racial y furibundo misógino que detestaba a la mujer en tanto que propagadora y mal educadora de la especie. Por supuesto, desconozco si Breivik ha leído o posee referencias del ensayo de Weininger, lo que sí me atrevo a confirmar que Breivik, aunque no haya leído el Doktor Faustus de Mann, si sabe, ya lo creo que lo sabe si bien perversamente, que la barbarie no es lo contrario de la cultura.

Por supuesto que estamos de acuerdo con el primer ministro noruego (“responderemos con más democracia, con más cultura, con más amor…”), pero los que nos dedicamos a la producción artística del presente (tanto hacedores como comentaristas de lo que crean los hacedores) debemos responder con más guerra, propio de la situación en la que nos encontramos. La producción estética del presente únicamente puede ser guerra. Situarse fuera de este “sistema de pensamiento”, aún como noble denuncia, implica no ya el ser algo muy diferente, sino, efectivamente, lo contrario de lo que se pretende. De ello también era muy consciente Thomas Bernhard cuando decía que en arte hay que aspirar siempre a ejecutar las Variaciones Goldberg tal y como las tocaba Glenn Gould, pura guerra. De no ser así, ninguna otra ejecución valdría la pena. Seríamos por siempre unos malogrados. O peor aún: unos simples representadores, eso que tanto odiaba Adorno.



lunes, 25 de julio de 2011

electronics books


El año pasado anduve yo algo angustiado y con cierto picor con esto de los libros electrónicos. Las noticias que recibía entonces con cierta regularidad, a través de la prensa, por publicidad vírica, las admoniciones de la administración también, eran casi todas casi siempre casi apocalípticas. Hace dos navidades o así que nos amenazan con el libro electrónico y su desembarco masivo en nuestros hábitos de lectura. Y nosotros, atribulados editores tradicionales, pensamos que se nos derrumba el mundo tal y como lo conocemos y amamos. Y nos atribulamos aún más ante nuestro próximo cadáver envuelto en unas cuantas hojitas de papel impreso.
La verdad es que nada de eso ha ocurrido. El número de aparatos vendidos se incrementa a buen ritmo , eso sí, pero mientras no se estandarice un formato para todos, mientras no se decida la batalla empresarial al respecto, ya sabemos, tal vez tengamos que esperar todos. También creo que por eso mismo las descargas de libros electrónicos suponen todavía un porcentaje mínimo, muy mínimo, del volumen total de libros vendidos. El negocio editorial, pues, todavía continúa fluyendo por los cauces habituales que conocemos y amamos, y los libros nos siguen siendo proporcionados en su inmensa mayoría, seguimos proporcionándolos, en los papelitos de siempre. Todavía. Porque ocurrirá, me temo, tarde o temprano, que prevalecerá un formato determinado y un cacharrito sobre todos los demás y, tarde o temprano también, empezaremos todos a descargar en nuestros flamantes dispositivos de lectura los libros que conocemos y amamos y a habituarnos al nuevo entorno de lectura, no debemos engañarnos, no hace falta que nos engañemos.
Pero mientras eso sucede, a mí se me ha pasado el picor y la angustia. Mientras jugueteaba un día con la posibilidad de multiplicar por no sé cuántas decenas de millones los ejemplares vendidos de cada uno de nuestros títulos; mientras comprobaba arrobado aquí o aquí la cantidad de descargas de nuestros libros (que no desvelo para no estimular la codicia ;-); mientras
especulaba con la aniquilación del parque automovilístico de mis (ejem) amigos distribuidores y con la definitiva desaparición de esas bolsitas tan monas que nos proporcionan en las librerías, noté un chasquido interno que hizo que me sentiera sorprendentemente vigoroso y atlético de nuevo. Ese chasquido venía a decirme, según interpreté, que a mí qué coño me importa vender decenas de millones de ejemplares (bueno, a lo mejor no tantos), si yo como de verdad disfruto es leyendo los originales que me envían mis (ejem :-) amigos los escritores, descubriendo algún que otro geniecillo y montándole el libro en mi programita de edición para luego mandarlo a la imprenta, etc. Para qué angustiarme entonces venía a concluir ese chasquido. Y así sigo, sin angustia, sin picores ya, gracias a que he decidido definitivamente seguir haciendo mis ediciones en papel de 5.000 ejemplares tan sólo (bueno, a lo mejor no tantos). Eso sí, para que no se diga que no vamos con los tiempos y esas chorradas, me he apuntado a una plataforma de distribución de libros electrónicos de puta madre. He puesto ahí algunos títulos, e iré poniendo los próximos, a ver si de alguno de ellos, después de todo, perdemos, como viene siendo habitual, la cuenta de lo que hemos vendido y puedo dedicarme de una vez por todas a la literatura...

lunes, 11 de julio de 2011

Minervina


No recuerdo exactamente qué era lo que Minervina veía en Murakami que le entusiasmaba. Supongo que tendría que ver con esa inmadurez emocional casi patológica que muestran Watanabe & Co, ése ir descubriéndose uno a su pesar tras la irrupción del dolor y la muerte en la inocente existencia de esos adolescentes. Tal vez fuera esa antinatural imposición de la muerte y sus aledaños, de la descomposición del estado ideal que ella provoca a cierta altura de nuestras vidas. Cosas de psicólogos, en cualquier caso, que, sin que le faltara razón, yo le censuraba (como siempre) por no ser lo esencial, decía, de una obra literaria, y menos de una de tanto e incomprensible éxito, según creo. El sexo no, me parece que no era eso lo que le interesaba del asunto, pero quién sabe. Yo me esforzaba entonces en que viese que había situaciones ridículas, imperdonablemente cursis incluso, en la novela, que sus digresiones y sus reflexiones no tenían ninguna altura intelectual, que sus descripciones eran de una simpleza irritante, que las transiciones eran propias de un escolar. Que había párrafos sin sentido alguno dentro de la historia, que el lenguaje que utilizaba era ramplón, lleno de lugares comunes, absolutamente previsible en su desarrollo en numerosísimas ocasiones. Altísimo pecado, para mí, desde luego. Por eso no entendía cómo podía entusiasmarle tanto esta novela que desde el punto de vista artístico se me aparecía tan flojísima. La historia a mí nunca me ha bastado. Es de cajón. La historia por sí misma no enaltece al texto, en fin...
La otra tarde estaba pensando en todo esto, pero sólo expresé su síntesis, es decir, afirmé simplemente que nunca le perdonaría que le gustase tanto Murakami. Ella no pudo responderme en esta ocasión porque murió de cáncer hará cosa de un mes. Ya hacía varios meses que no respondía a mis provocaciones. Esta fue la definitiva, la última. Pero quizás ahora ella me estuviera provocando también a su modo. Por eso tal vez, pienso, muy poco después de mi amistoso exabrupto, anuncié con toda la autoconvicción de que fui capaz que estaba dispuesto a darle otra oportunidad al japo bajito. Lo haré. Tal vez me venza de nuevo Minervina con sus argumentaciones psicologísticas. Una derrota maravillosa sería desde luego que nos uniría más, mucho más que cualquiera de nuestras victoria. Lo estamos ya, de cualquier forma. Tal vez me atenace una enorme tristeza, como a aquel jovencito en la ficción, pero lo haré.

Esa misma tarde, ante el grupo de amigos que nos reunimos para hacerle un pequeño homenaje, leí un poema de Juan Gil-Albert. Un poema celebratorio, vitalísimo, afirmativo en grado superlativo, de una lucidez extrema, si me lo permiten. No concebía otro modo de recordarla. Pertenece a su libro Homenajes e im promptus. Lo pongo aquí:

SENSACIÓN DE SIESTA
Estar enamorado de la vida
no es ahuyentar la muerte, no es temerla.
Estar enamorado de la vida
no es sentirse dichoso o afligido.
No es sentir unas alas en los hombros,
unos labios con besos. No es sentirse
dueño de nada, campos, viñas, huertos,
o esos atroces sótanos dorados,
donde las rentas crecen como grama
sobre un páramo seco. No es fortuna,
no es siquiera ser joven, ser hermoso,
ni utilizar los brazos para el fuego
de la pasión o el ritmo del trabajo.
No es esperar, tener, estar contento,
ver cómo crece el hijo o se nos borra
tras de nuestras espaldas la alta sombra
paternal. No depende de nosotros.
Estar enamorado de la vida
es eso y mucho más; es otra cosa.
Es, no importa que triste, alegre, viejo,
percibir el pespunte inverosímil
que nos liga a la tierra, nuestro sino,
nuestra caducidad. Sentirnos cuerpo,
leve y larga caricia dolorosa,
de un todo más extenso, de unos moldes
que han impreso la gracia involuntaria
del que somos. Abrir los ojos claros
al azul firmamento, al ocre humilde;
no dar fe a lo que vemos por lo eximio
que todo nos parece: un prado augusto,
una fuente secreta, un son de hojas,
algún pájaro errante que se para...
Y luego, entre los hombres que repiten
nuestro mismo candor o pasmo, abrirnos
un camino que nadie ha desbrozado,
porque es el nuestro; hurdir cuán solitarios
nuestra tormenta; ser un ser aparte
entre todos los otros, enlazados
a tantas otras vidas que sonríen
sin saber lo que el tiempo les depara.
Recibir por las plantas la corriente
subterránea que imanta hacia el abismo
no sé qué deliciosos abandonos
de voluntad. Por eso es porque amamos
la vida sin motivo, porque es nuestra.
Estar enamorado de la vida
es tal vez no tener otro paraje
que nos albergue; acaso una costumbre.
Una debilidad que induce al alma
a no querer que nada nos separe
de esta adversa materia que respira
bondad, incertidumbre, dicha, muerte.