sábado, 31 de octubre de 2009

La estupidez

“Habla la Necedad: Aunque los mortales digan de mí cuanto quieran, es lo cierto que no soy tan insensata como con frecuencia oigo decir a algunos que son tontos de capirote, pues nadie tiene virtud como la mía para regocijar a los dioses y a los hombres. Si de ello necesitáis una prueba incontrovertible, observad que, con sólo verme dispuesta a dirigir mi palabra a esta numerosa asamblea, todos vuestros semblantes reflejaron insólita alegría, desarrugasteis el entrecejo y me acogisteis con francas y jocundas carcajadas; y ved también que en torno mío hay muchos que antes se hallaban tristes y acongojados, cual si acabasen de salir del antro de Trofonio, que ahora parecen tambalearse como los dioses de Homero, ebrios de néctar y de nepente.”
En Elogio de la locura (o necedad, o estulticia, según qué traductor), de Erasmo de Rotterdam

“Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza. La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental del escritor satírico.”
En el Prólogo a Historia de la estupidez humana, de Paul Tábori

“¿De qué se ríe uno si no es de la estupidez? Ésta habita tanto en quien se ríe como en lo risible; la tensión de una captación cómica excluye las explicaciones mediante la superioridad de aquel que se burla: toda risa es, de alguna manera, risa loca. Sin embargo, nada tiene de loca, sino que dice que mi espera era en vano. La risa es un juicio sobre la falta de juicio, -que es lo que uno llama estupidez (Kant)-. La risa consigue lo que el amontonamiento de reglas, juzgándolo bien, persigue en vano; la risa juzga y, lo que es más, señala una manía, pone de manifiesto un chifladura, revela lo risible, dando a entender con su explosión de júbilo: ¡qué tontería! La risa, más inteligente que Bergson, demuestra que la estupidez existe (con qué nos divertiríamos, si no fuera así?), y más astuta que Hegel demuestra que existe como tal, sin aprisionarnos morbosamente en ella. El que la anuncia, la denuncia y desnuda a la absurdidad: no era nada, sólo una nada que había que aniquilar.”
En La estupidez, de André Glucksmann

domingo, 18 de octubre de 2009

Guerra y paz

Soy un poco desastre para mis cosas. Conservo muchas, sobre todo papeles. Infinidad de carpetas llenas de papeles que se han ido acumulando a lo largo de muchos años, montones de recortes de prensa, fotocopias de libros raros e inencontrables, apuntes de materias universitarias (¡y de instituto!) que un día me empeñé en cursar... Poemas desechados (y que no me atreví a destruir, sí, lo confieso ahora), notitas, folletos, diarios, correspondencias varias, etc., etc. Todo ello sin orden o, mejor, con el orden impuesto por el tiempo, ese fabuloso archivador. Muchas veces he pensado que ahí, en ese revoltijo de papel, estoy yo de verdad en gran medida, algo difuminado, eso sí, pero que cualquiera que a él se acercase podría tal vez trazar un nítido perfil de mi existencia, de lo que amé, de lo que amé sobre todo. Y aunque es difícil imaginar a alguien, la verdad, desbrozando el zarzal, una muy ligera esperanza, algo ilusa, lo sé, conservo sobre este asunto, provocada sin duda por la voluntad de negar la muerte ya definitiva que supone extinguirse en la memoria de todos, todos los que habitan este mundo. Yo, que no tengo historia, buscándola a pesar de la evidencia, en fin, vanitas vanitatis, ya lo dijo el clásico...
Hoy he estado revolviendo un poco más esta ensalada de papel mía, y he pensado, claro, en estas cosas. También he pensado en que alguien cercano, muy cercano en cualquier caso, dará con todos esos papeles algún día. Inevitablemente. De ahí esa ligera esperanza algo ilusa que tengo, lo sé. Y en que se dé el caso de que abra, por ejemplo, una carpeta con facturas de gastos de Bazar, la revista de literatura que hacíamos hace muchos años Emilio Chavarría y yo, y encuentre un papelito suelto con una lista de nombres que reproduzco íntegra: Pierre Bezujov, Andrei Bolkonski, Nicolai Rostov, Borís Drubetskoi, Príncipe Vasili, Dolojov, Príncipe Anatol, Conde Rostov, Viejo Príncipe Bolkonski, Kutuzov, Natasha, Sonia, Helene, Princesa María. ¿Qué diría, me pregunto, que el dueño de esa carpeta amó una vez a cierto autor ruso, que adoró su novela hasta el punto de que todos sus personajes de ficción se inmiscuyeron en sus mundanos y enojosos asuntos económicos aquí en la tierra? Si, como es probable, tal vez no sepa quién es Tolstoi, ¿pensará entonces, debido a su ignorancia, que mantuvo su dueño relaciones inconfesables con la mafia rusa? Tiene gracia, y me gustaría poder saberlo, otra vanitas...
En fin, esta entrada tan melancólica, lo sé, la hubiera encontrado deplorable Thomas Bernhard, él, tan inclinado, con razón, a la aniquilación, a la extinción total de toda la basura que somos y hacemos y defecamos. Pero qué le vamos a hacer, no siempre uno puede estar en forma, uno puede tener de vez en cuando sin duda uno de esos, de estos, días malos...

lunes, 12 de octubre de 2009

domingo, 11 de octubre de 2009

La era de las máquinas lectoras

Interesantísimo e ilustrativo artículo de José Antonio Millán sobre las inimaginables posibilidades de lectura y procesamiento de caracteres de nuestras máquinas, sobre la capacidad para desarrollar los horizontes de esa misma lectura hasta ¿intentar comprendernos?, y sin enterarnos siquiera... Estoy seguro de que hará al menos las delicias de mi amigo Antonio con sus tesis conspiranoicas (no tan descabelladas, despues de todo, no).

viernes, 9 de octubre de 2009

Regalo de cumpleaños

José Antonio Muñoz Rojas, que hoy habría cumplido 100 años, me dio este poema hace muchos años en su casa de la calle Comedias de Antequera, una mañana en la que me acerqué yo a visitarlo y a pedirle alguna cosa para un nuevo número de nuestra revista de poesía de por entonces. Acababa de terminarlo, me decía. Una paráfrasis de un poema del poeta polaco Czeslaw Milosz. Galeote, la revista de entonces, se extinguió y el texto quedó entre mis papeles sin que ni él ni yo nos acordáramos más del asunto. Ahora cobra un especial significado para mí porque hoy celebraría su cumpleaños y porque, curiosamente, como he comprobado, el texto ha permanecido inédito. Un pequeño tesoro he conservado, pues, sin saberlo, todos estos muchos años, ay, transcurridos desde que me lo entregó.
El poema desde luego no tiene desperdicio y pertenece, calculo por aproximación y confirmo por el tono inconfundible, al tiempo en que escribía su magnífico poemario Objetos perdidos, a comienzos de la década de los noventa. Una delicia de poema escrito por un genial ochentón, pues, que hilvana sus versos con el pie dado por otro ochentón genial, una genuina muestra de la capacidad del poeta para frivolizar, como vemos con frecuencia en su obra, de manera trascendente. Y el final es de traca, un aviso para navegantes, claramente en la línea de sus principios creativos al respecto de la futilidad de la literatura y más allá, de la idea de su inutilidad en el fondo, vamos, que le acompañó siempre y que demostró en la práctica con su absoluto desprecio de los oropeles y reconocimientos que, aunque tardíamente, le procuró su obra. Él no los buscó nunca, desde luego, y eso lo hace más grande aún de lo que habría podido llegar a ser, de lo que ya era.

Leí el poema en público el pasado miércoles en el homenaje a su memoria que organizó un grupo de amigos en Antequera. Lo dejo aquí ahora como el mejor regalo de cumpleaños que pudiera hacernos a nosotros su autor.

También dejo aquí el poema de Milosz del que creo que procede el de Muñoz Rojas. No confirmé en su día su procedencia, pero tal vez sea el texto del polaco que más se aproxime al del antequerano, como se podrá comprobar.

Confesión

Paráfrasis de un poema de Czeslaw Milosz

Señor, me gustan mucho los dulces,
y la cintura y la curva de las caderas de la mujer,
Y los jazmines en setiembre, y el olor, ¿dónde están esos nardos?
y el pan con aceite y naranja y un poquito de canela,
y el jugo de limón. ¿Por qué a mí esta llamada
si nadie en mí confía?
Cómo se me van los ojos
tras la chica que me sirve y los sentidos todos.
Lleno de ambición confesada, admirándola donde habite
no del todo, sólo en parte.
Sé la suerte de los para poco, como yo,
un festín de mínimas esperanzas,
un torneo de jorobados, literatura.


Y el texto ahora de Milosz en la traducción de Gerardo Bertrán, al lado del cual el de Muñoz Rojas resulta angelical, no sé, compartiendo pensamientos, sí, pero descarnado éste y pudoroso aquél. Otro delicia añadida por contraste.

Honesta descripción de mí mismo

Tomándome un whisky en un aeropuerto,
digamos que en Mineápolis

Mis oídos captan cada vez menos las conversaciones,
mis ojos se debilitan, pero siguen siendo insaciables.

Veo sus piernas en minifalda, en pantalones o envueltas
en telas ligeras.

A cada una la observo por separado, sus traseros y
sus muslos, pensativo, arrullado por sueños porno.

Viejo verde, ya sería tiempo de que te fueras a la tumba
en lugar de entretenerte con juegos y diversiones de jóvenes.

No es verdad, hago solamente lo que siempre he hecho,
ordenando las escenas de esta tierra bajo el dictado
de la imaginación erótica.

No deseo a esas criaturas en particular, lo deseo todo,
y ellas son como el signo de una relación extática.

No es mi culpa que así estemos constituidos: la mitad
de contemplación desinteresada y la mitad de apetito.

Si después de morir me voy al cielo, tendrá que ser
como aquí, sólo que liberado de estos torpes sentidos,
de estos pesados huesos.

Transformado en mirar puro, seguiré devorando las
proporciones del cuerpo humano, el color de los lirios,
esa calle parisina en un amanecer de junio, y toda la
extraordinaria, inconcebible multiplicidad de las cosas visibles.

lunes, 5 de octubre de 2009

José Antonio Muñoz Rojas. Recordatorio

Este texto lo escribí y publiqué en El correo de Sevilla en 1994, cuando pocos, muy pocos aún, éramos los que conocíamos al maestro antequerano. He disfrutado muchos años de su amistad y ahora se ha muerto. Aunque esperado el trance (habría cumplido 100 años este próximo viernes 9 de octubre), no ha sido menos doloroso. Lo dejo aquí como pequeño homenaje y recordario.


José Antonio Muñoz Rojas. Recordatorio

Quizás sea Torrente Ballester, en su Panorama de la Literatura Contemporánea, quien mejor haya acertado a definir la responsabilidad de todos los que tras la guerra permanecieron en España. “Corresponde a los que aquí permanecieron –dice– el honor y el dolor de mantener contra viento y marea la continuidad cultural española, de servir de puente entre las generaciones anteriores y las siguientes a la guerra. […] Son los que tras la guerra de 1936, restauraron la vida intelectual de España, la mantuvieron en conexión con Europa y cuidaron de mantener su vida y su altura.” Mucho antes, ya había manifestado Dionisio Ridruejo el empeño que movía a estos hombres: “deberá ser el de fraguar verdaderamente la síntesis de lo heredado para darlo a su vez en herencia”. Lo heredado era una palabra poética en proceso de rehumanización tras los juegos estéticos a los que había sido sometida a lo largo de la década de los años veinte; una incipiente búsqueda de lo más radicalmente humano, el deseo de restablecer el contacto entre la poesía y la vida. Se rescata a Bécquer, a Garcilaso, se defiende la impureza de la poesía desde las páginas de Caballo verde para la poesía… Así estaban las cosas antes del conflicto. Y éstas dan lugar después a una vuelta a los maestros del 98, con Unamuno y Machado a la cabeza. De Unamuno tomarán la visión trascendente y angustiada del hombre en el mundo; de Machado, el gusto por una poesía sencilla y familiar. Se adopta también, como divisa no expresa, a partir de Abril, de Luis Rosales, el verso de Vallejo “hacedores de imágenes, devolved la palabra a los hombres”. La poesía ahora va a caracterizarse por la utilización de la palabra poética con significado pleno frente al lugar predominante que ocupaban los tropos unos años atrás. Salvo este rasgo tan característico, en esencia, el grupo de poetas que constituye la llamada Generación de Posguerra no es formalmente innovador. El clasicismo estrófico de sus composiciones era algo que estaba en los poetas inmediatamente anteriores, lo mismo que el verso libre. Es en el aspecto temático donde puede hablarse de innovación con la vuelta a un intimismo neorromántico que había quedado proscrito; con la adopción también y sobre todo, de un tono trascendente en línea directa con Dios.
Es muy delicado hablar de modas poéticas referidas a esta última temática, pero, sea por las tristes circunstancias por las que atraviesa la sociedad en esos momentos, por la presencia constante de la Iglesia que va a ocupar posiciones postridentinas, o por el talante bastante más conservador de estos autores (sin olvidar la decisiva influencia que sobre algunos de ellos va a ejercer el pensamiento de Xavier Zubiri acerca de la poesía como contemplación y del hombre como verdadera luz de las cosas), lo cierto es que hay ahora un verdadero desbordamiento metafísico y religioso fácilmente observable en todos ellos al margen de su evolución posterior, desde Luis Rosales a Blas de Otero, pasando por Celaya, Vivanco o Crémer.
Muñoz Rojas, por edad y por sensibilidad participa de los rasgos y temas apuntados y debe su fama a libros que mantienen el registro amoroso, si bien trascendente. Un sello personal e inconfundible, una “dulce ironía” y un “ingenuo cinismo” hacen sin embargo de su Ardiente jinete y de sus Cantos a Rosa, sobre todo, dos de los libros de poesía amorosa más atípicos y refrescantes del panorama lírico entonces dominante.
Pero al lado de esta veta cultivada con asiduidad y maestría, se encuentra la claramente metafísica y religiosa. Quizás el pudor por lo que tiene de descubrimiento total del alma, tal vez el lúcido deseo de que no se tomara como algo circunstancial o anecdótico, lo cierto es que Muñoz Rojas no la ha hecho pública de forma ordenada y en conjunto hasta la reunión de casi toda su poesía en un solo volumen editado hace pocos años en Málaga por Cristóbal Cuevas: hasta que ha sido de noche no ha querido mostrar sus heridas, como más o menos decía en un premonitorio poema de Versos de retorno, su primer libro. Ahí, en los romances y coplas de corte machadiano, se apuntaba ya el profundo latido del hombre en contacto con la divinidad. En Al dulce son de Dios, escrito entre 1936 y 1945, hay una exaltación de la naturaleza, de este mundo como reflejo de Dios. El influjo de Zubiri se concentra en el verso “…todo lo que se nombra tiene belleza en nombrarlo…”. La muerte se acepta aquí porque supone el encuentro anhelado y definitivo con Dios, idea que no puede dejar de recordarnos la vinculación del poeta con los místicos de nuestro siglo XVI o con sus estudiados metafísicos ingleses, John Donne o Richard Crashaw. En actitud jansenista, todo en este mundo es inspiración divina y este mundo tránsito hacia la verdadera vida, etc.
El optimismo y la confianza en Dios de estos versos van a desembocar en la voz escéptica y un tanto pesimista de Oscuridad adentro, libro que recoge poemas escritos entre 1950 y 1980, un largo periodo en el que Muñoz Rojas entra en su plena madurez. En un tono mucho más interiorizado, estos poemas van a ser la expresión serena de un hombre que sigue amando a Dios y a su creación, y que acepta su destino mortal con resignación, es cierto, pero se pone ahora aquí de relieve la complejidad de la vida y se patentizan el dolor y el desengaño que acompañan siempre a la existencia humana, por eso este libro está más cercano a nosotros, desde luego, según creo, y sus “reproches” a Dios le hacen cobrar credibilidad a la vez que universalidad.
Estas levísimas pinceladas quizás sirvan para llamar la atención sobre unos poemas que son ejemplo egregio del debate que desde el racionalismo sufrimos los mortales entre lo real y lo espiritual. Racionalismo trascendente llama Enrique Baena a lo que en ellos se practica.
El caudal poético de Muñoz Rojas, no obstante, no se agota con sus versos, junto a ellos, confundidos a veces con ellos, nos encontramos libros en prosa que muestran de igual modo a un escritor de excepción. Muy recientemente ha unido dos títulos más a la nómina de su obra en prosa: Amigos y maestros y La gran musaraña. Narra éste último la peripecia vital e impresionista de los años que van desde la infancia hasta el estallido de la guerra civil española. Rafael Conte decía en la recensión que hizo de él que ojalá su autor se decidiera pronto a continuar la historia, esa historia que, como poco a poco vamos comprobando, procuró en todo momento mantener y mantuvo, dentro de sus posibilidades, dicho sea de paso, el tono y la altura de la vida intelectual de nuestro país en unos años de infausto recuerdo.