domingo, 2 de junio de 2013

El clan de las palabras


A Miguel Cerveró hace muchísimo tiempo que lo conozco. Muchísimo. Y conocía también desde esos mismos tiempos remotos su inclinacion poética. El poema gongorino que publicó en Galeote, la ancestral revista de poesía que publicábamos en Antequera con ilusión inquebrantable en nuestra (ay) juventud, es la prueba. Poco después le perdí la pista. No del todo, es verdad, pero la distancia entre un encuentro y otro se ha computado siempre por años. Casi nunca hablábamos ya de literatura cuando nos veíamos. Y hablamos bastante, él sobre todo de su devoción por las tradiciones orientales, yo tal vez de la mía por San Juan de la Cruz. La japonesa era su debilidad. Y no dejaba yo de notarle nunca por eso cierto rigor marcial en sus códigos de conducta, algo incómodo para mí, la verdad sea dicha, inclinado como he estado siempre a la disipación. En una de nuestras conversaciones me recomendó una novela que no he olvidado aún. Shogun, de James Clavell. Una especie de best-seller de la época que, tengo que confesar, me resultó fascinante (recuerdo todavía la inigualable belleza y la dulzura de Mariko san, la imposible amada de John Blackthorne en la novela, no digo más). Pensaba yo que, como a tantos, el prurito creativo se le había extinguido después de las obligadas tentativas juveniles.
A Miguel yo lo dejé por tanto envuelto en sus "veleidades" orientalistas y enchufadísimo a un supongo que entonces primario simulador de vuelo que ha ido renovando con los años. Me lo encontré el otro día. Me dijo que el furor del simulacro aéreo había menguado, que ahora solo "volaba" de tarde en tarde, que su amor a pilotar el Hurricane desde casa había llegado a ser obsesivo y peligroso, pero que afortunadamente estaba otra vez bajo control. Me dijo también que había publicado un libro de poemas no hacía mucho. Podía conseguirlo por internet, si me interesaba. "Me interesa, claro", le dije, como se hace en estos casos donde la amistad prevalece sobre el juicio literario. Pero lo cierto es que El clan de las palabras, el libro de Miguel Cerveró, me llegó a casa muy poco después. Lo leí enseguida con curiosidad morbosa y deben creerme cuando les digo que me dejó atónito. El libro da cuenta de las experiencias de varios pilotos de las fuerzas aéreas contendientes antes de caer derribados en aquella famosa Batalla de Inglaterra que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial. O quizás están muertos ya cuando nos hablan. Los ingleses aman a sus Hurricanes, los alemanes a sus Messerschmitt BF109. Todos son combatienes de honor. Y todos están fascinados por las leyendas épicas de la antigüedad heroica. Hay un estimulantísimo contraste entre la barbarie del combate y las emociones de explícita carga erótica que les provoca a estos hombres su incierto destino. Y sorprende además cómo Cerveró es capaz de imbricar en su obra sagas como las de Gilgamesh, el Mahabharata, los Edda o la leyenda de los Nibelungos con reflexiones para hoy sobre el amor, la muerte o el significado de la existencia. Lo hace sin teatralidad alguna, sin grandilocuencia, con la naturalidad y el dominio perfectos de quien conoce el medio y tiene claro su objetivo. Sin irritantes moralismos, con una paradójica mundanidad mística, si podemos decirlo así, que nos acerca tremendamente la trágica aventura de estos caballeros aéreos. 
Nunca me habló Miguel de este libro, pero me ha dicho ahora que ha tardado casi veinte años en escribirlo. No me extraña, es un libro ambicioso, muy ambicioso, uno de los más ambiciosos que haya leído en mucho tiempo. No sé si será por lo absolutamente insólito de su propuesta (la de Julio Martínez Mesanza es ya una curiosidad, no más que un pálido reflejo en el estanque dorado de nuestra poesía contemporánea), pero El clan de las palabras deslumbra. Tampoco sé si la Épica es superior a la Lírica, como dice Luis Alberto de Cuenca en la introducción, pero el libro de Miguel Cerveró logra conmover como pocos, muy pocos libros de "poesía" lo logran. Aquí podéis leer un fragmento para comprobarlo.
Después de todo, me dije, Miguel no ha dejado de volar. No surca el cielo virtual con su impostado Hurricane, ya no. Lo ha dejado ahora por los estratosféricos y solitarios circuitos de la mejor literatura, donde nadie tenga interés en derribarlo.