sábado, 7 de diciembre de 2013

miércoles, 21 de agosto de 2013

Henry



De Henry Miller he sabido desde que puedo recordar. He sabido desde jovencito de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, y después supe de su célebre trilogía formada por Sexus, Plexus y Nexus, y más tarde del aura de malditismo que arrastraba y que, como consecuencia de todas esas obras, lo convirtió en estandarte contracultural y de la liberación sexual de los años 60 y 70.
Tal vez porque mi padre tenía un ejemplar de Trópico de Cáncer en su escueta biblioteca (¿o pertenecería inconfesablemente a mi hermana mayor?), supe de Henry Miller bastante pronto. De mi padre no puede decirse que tuviera militancia activa ni en la contracultura ni en alguna otra clase de cultura digna de mención, militancia políticamente disuasoria sí, eso sí puede ser, en cualquier caso. No es que no se interesara, pero de lo que se interesaba mejor no hablar. Y como a mi marisabidilla hermana mayor le profesaba yo un odio no exento de ternura, todo lo que pudiera venir de su mano lo rechazaba igualmente de forma natural. Por eso, fuera de quien fuese ese ejemplar en tapa dura que un día tal vez trajera a casa un extrañamente simpático y elegante distribuidor de Círculo de Lectores, nunca mostré por él excesivo interés. Las circunstancias iniciales de ese conocimiento no fueron, me temo, propicias para generarlo. Y, después de todo, tampoco las posteriores lo serían, pues recuerdo que hubo un tiempo en mi juventud en que todos los progres de la época hablaban sin parar de Henry Miller y de sus escandalosas novelas. Siempre me ha irritado tener que estar á la page. Leer a Henry Miller entonces debía serlo, y eso tampoco pude soportarlo. En consecuencia, no me interesé por las novelas de Miller. Por ninguna ya. He sabido desde siempre, pues, de Henry Miller y de sus obras, pero ha tenido mala suerte siempre conmigo este escritor. Mala suerte, Henry, muchacho, qué le vamos a hacer.
Pero parece que a veces se impone la razón en esta vida, por lo que tal vez haya sido ella la que haya provocado que ahora, apremiado por mi buen amigo Martín Aran, eso sí, esté leyendo Trópico de Capricornio. Ayer mismo empecé, y solo las escasas cincuenta páginas que llevo leídas han sido suficientes para apreciar la tremenda cumbre literaria a la que nada más que mi indigestión familiar y mis malsanos prejuicios sociales me evitaron acceder temprano. Lo hago ahora maravillado. He leído esas cincuenta páginas absolutamente absorbido por la fiereza de la prosa de Miller, por la inmisericorde y (auto)destructiva crítica de un sistema que en los años en que fue escrita la obra alcanzaba ya cotas diabólicamente aberrantes de miseria moral y de aniquilación del individuo, ¡quién iba a creer que luego superadas! A lo mejor es que, en efecto, estamos ya demasiado preparados para la catástrofe, pero yo no he visto escándalo por ninguna parte, sino altísima constatación. Henry Miller es un verdadero demonio perverso, agitador y subversivo (y a veces hasta metafísico, a lo peor es que no comía) que entiende que la literatura es vísceras y humores, algo así como irracional, un ejercicio de libertad extrema o nada. Un Manolo Vilas, para hacernos una idea doméstica, de hace ya la friolera de 85 años. Bukowski, Carver, Kerouac… bah, corderitos a su lado. Ahí va su fórmula secreta (no la divulgéis): 
“Lo único que me obsesionaba era el objeto, la cosa separada, desprendida, insignificante. Podía ser una parte de un cuerpo humano o una escalera de un teatro de variedades; podía ser una chimenea o un botón que hubiera encontrado en el arroyo. Fuera lo que fuese, me permitía abrirme, entregarme, poner mi firma. Estaba tan claramente fuera de su mundo como un caníbal de los límites de la sociedad civilizada. Estaba henchido de un amor perverso hacia la cosa en sí: no un apego filosófico, sino un hambre apasionada, desesperadamente apasionada, como si la cosa desechada, sin valor, que todo el mundo pasaba por alto, encerrase el secreto de mi regeneración.” (p. 29)

viernes, 5 de julio de 2013

Domene todavía


Es un placer comprobar que alguno de nuestros títulos aún colea, pese a cierto tiempo ya transcurrido desde su publicación. Es el caso de Pedro M. Domene y su DISIDENCIAS (EN LA LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA), sobre el cual publica un comentario en elalmería.es José Antonio Santano. Os dejo el enlace aquí.


domingo, 2 de junio de 2013

El clan de las palabras


A Miguel Cerveró hace muchísimo tiempo que lo conozco. Muchísimo. Y conocía también desde esos mismos tiempos remotos su inclinacion poética. El poema gongorino que publicó en Galeote, la ancestral revista de poesía que publicábamos en Antequera con ilusión inquebrantable en nuestra (ay) juventud, es la prueba. Poco después le perdí la pista. No del todo, es verdad, pero la distancia entre un encuentro y otro se ha computado siempre por años. Casi nunca hablábamos ya de literatura cuando nos veíamos. Y hablamos bastante, él sobre todo de su devoción por las tradiciones orientales, yo tal vez de la mía por San Juan de la Cruz. La japonesa era su debilidad. Y no dejaba yo de notarle nunca por eso cierto rigor marcial en sus códigos de conducta, algo incómodo para mí, la verdad sea dicha, inclinado como he estado siempre a la disipación. En una de nuestras conversaciones me recomendó una novela que no he olvidado aún. Shogun, de James Clavell. Una especie de best-seller de la época que, tengo que confesar, me resultó fascinante (recuerdo todavía la inigualable belleza y la dulzura de Mariko san, la imposible amada de John Blackthorne en la novela, no digo más). Pensaba yo que, como a tantos, el prurito creativo se le había extinguido después de las obligadas tentativas juveniles.
A Miguel yo lo dejé por tanto envuelto en sus "veleidades" orientalistas y enchufadísimo a un supongo que entonces primario simulador de vuelo que ha ido renovando con los años. Me lo encontré el otro día. Me dijo que el furor del simulacro aéreo había menguado, que ahora solo "volaba" de tarde en tarde, que su amor a pilotar el Hurricane desde casa había llegado a ser obsesivo y peligroso, pero que afortunadamente estaba otra vez bajo control. Me dijo también que había publicado un libro de poemas no hacía mucho. Podía conseguirlo por internet, si me interesaba. "Me interesa, claro", le dije, como se hace en estos casos donde la amistad prevalece sobre el juicio literario. Pero lo cierto es que El clan de las palabras, el libro de Miguel Cerveró, me llegó a casa muy poco después. Lo leí enseguida con curiosidad morbosa y deben creerme cuando les digo que me dejó atónito. El libro da cuenta de las experiencias de varios pilotos de las fuerzas aéreas contendientes antes de caer derribados en aquella famosa Batalla de Inglaterra que tuvo lugar en la Segunda Guerra Mundial. O quizás están muertos ya cuando nos hablan. Los ingleses aman a sus Hurricanes, los alemanes a sus Messerschmitt BF109. Todos son combatienes de honor. Y todos están fascinados por las leyendas épicas de la antigüedad heroica. Hay un estimulantísimo contraste entre la barbarie del combate y las emociones de explícita carga erótica que les provoca a estos hombres su incierto destino. Y sorprende además cómo Cerveró es capaz de imbricar en su obra sagas como las de Gilgamesh, el Mahabharata, los Edda o la leyenda de los Nibelungos con reflexiones para hoy sobre el amor, la muerte o el significado de la existencia. Lo hace sin teatralidad alguna, sin grandilocuencia, con la naturalidad y el dominio perfectos de quien conoce el medio y tiene claro su objetivo. Sin irritantes moralismos, con una paradójica mundanidad mística, si podemos decirlo así, que nos acerca tremendamente la trágica aventura de estos caballeros aéreos. 
Nunca me habló Miguel de este libro, pero me ha dicho ahora que ha tardado casi veinte años en escribirlo. No me extraña, es un libro ambicioso, muy ambicioso, uno de los más ambiciosos que haya leído en mucho tiempo. No sé si será por lo absolutamente insólito de su propuesta (la de Julio Martínez Mesanza es ya una curiosidad, no más que un pálido reflejo en el estanque dorado de nuestra poesía contemporánea), pero El clan de las palabras deslumbra. Tampoco sé si la Épica es superior a la Lírica, como dice Luis Alberto de Cuenca en la introducción, pero el libro de Miguel Cerveró logra conmover como pocos, muy pocos libros de "poesía" lo logran. Aquí podéis leer un fragmento para comprobarlo.
Después de todo, me dije, Miguel no ha dejado de volar. No surca el cielo virtual con su impostado Hurricane, ya no. Lo ha dejado ahora por los estratosféricos y solitarios circuitos de la mejor literatura, donde nadie tenga interés en derribarlo.  
  

lunes, 27 de mayo de 2013

lunes, 11 de febrero de 2013

Amor


Tabú me la he perdido, Lincoln todavía no la he visto, pero Amor sí. Amor sí la he visto. Amor ha resultado ser la película más perturbadora que he visto en años. Admonitoria, pedagógica, enternecedora, cruel, escalofriante, bellísima, inteligente, técnicamente perfecta... Pero perturbadora, sobre todo perturbadora. Ni Funny Games alcanza su nivel. No pasaréis un buen rato, pero debéis ir a verla ipso-facto, os lo aseguro.

viernes, 18 de enero de 2013

Festín cinematográfico (o dónde coloco la cámara)

¡Vaya festín cinematográfico que llevo en poco tiempo! Extraordinarias todas estas películas de más abajo. Id a verlas, bajáoslas, compradlas, robadlas, alquiladlas, pedidlas prestadas, pedidlas para vuestro cumpleaños, para los Reyes. Haced lo que sea, lo que sea, pero no os las perdáis, por el amor de dios (advierto).
Os las anoto:
-Holy Motors, de Leos Carax
-The Master, de Paul Thomas Anderson
-El muerto y ser feliz, de Javier Rebollo
-La noche más oscura, Kathryn Bigelow 

Y lo mejor es que aún queda la mitad de la fiesta, aún me queda, aún me queda, sí, ummm. Fijaos si no es apetitoso el menú:
-Amor, Michael Haneke
-Django desencadenado, de Quentin Tarantino (yujuuu)
-Lincoln, de Steven Spielberg (aunque ésta, no sé, no sé...:-)
-Tabú, de Miguel Gomes