Os dejo aquí el inicio del trabajo. Los otros, uf, quince folios que escribí, se publicarán en un libro que recogerá también las otras dos ponencias que se hicieron (sobre los dibujos de Vicente Núñez, y sobre su música). Ahí va:
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No
hace mucho discutíamos unos amigos sobre si la Literatura debía ser “solo”
literatura. Es decir, sobre si a esta disciplina que consiste, como sabemos, en
la precisa combinación de unos signos lingüísticos para crear espacios
estéticos y de sentido, le conviene limitarse a un ejercicio, más o menos
afortunado, en el cual los elementos que se ponen en juego remiten
decorativamente a ellos mismos y se agotan en sí mismos; o si, por el
contrario, debía tratar de superar sus límites formales, y emocionales incluso,
para convertirse en un audaz dispositivo cuyo propósito fuera explorar al
máximo las posibilidades cognitivas y estimular nuestro pensamiento hasta
trastocar tal vez algunas estructuras establecidas, sociales, políticas o
ideológicas. Aunque suene a ello, no consistía, desde luego, en discurrir de
nuevo por los cauces de ese conocido debate sobre la pureza del arte frente a
su “compromiso”, más o menos eficaz, con la realidad que nos circunda (si
acaso, ahora que lo pienso, con este otro casi tan antiguo como él, primo
hermano suyo, sobre si era un medio de conocimiento o debía serlo de
comunicación). No, la resbaladiza alternativa a lo “sublime”, a su posible
ensimismamiento, no era el tantas veces farragoso intento de despertar
bienintencionadas conciencias o movilizar legiones en el que tal vez piensen.
Su planteamiento apuntaba a algo más íntimo, más en la esfera de lo privado que
de lo público. Se sostenía que la literatura debía provocar (hoy, por lo menos)
al acomodaticio consumidor en el que esta sociedad nos ha convertido, empujarlo
a esa crisis intelectual que promueve conmutar las “prescripciones
facultativas” (literarias, en principio), por remedios propios, por soluciones
individuales. Para este ambicioso proyecto, demasiado extravagante todavía por
desgracia, decíamos algunos, tal vez no hicieran falta tantas bellas imágenes.
No se trataba de deslegitimar aquella opción formalista, estética (supongo que
no es posible, que es difícil que ocurra sin que sus defensores sean acusados de revolucionarios de sala de estar
(o de saleta, según la denominación de Vicente Núñez), pero a casi todos nosotros,
una literatura exenta se nos quedaba en poca cosa.
Precisamente al fondo de esta conversación se encontraba la
poesía, o mejor, la sombra de la duda que sobre ella, según parece, se ha
cernido en estos últimos tiempos en los que su “pitiminí” discursivo, como
piensan algunos, es posible que no sea el más propicio para explicarlos. Y al
fondo de ese fondo, pensaba yo en Vicente Núñez.