miércoles, 9 de agosto de 2017

Delillo a cero grados Kelvin

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Don DeLillo (dilailo, si lo pronunciamos a la inglesa) pertenece a la misma generación de escritores norteamericanos que Raymond Carver, John Barth, Philips Roth, Thomas Pinchon, Donald Barthelme, Robert Coover, Cormac McCarthy…  Todos estos colosos de la literatura han nacidos en los años 30 del pasado siglo. Y como algún otro de sus compañeros, año tras año desde hace ya unos cuantos, Don DeLillo es candidato al Premio Nobel (aunque no lamentemos tanto que no se lo den, eso sí, como cuando Murakami, año tras año igualmente, queda relegado por estrecho margen, el pobrecito…).  Afortunadamente aún le quedan a DeLillo algunas oportunidades más para que su candidatura prospere. En cualquier caso, creedme, poco importa que se lo den o que no se lo den. Con el galardón o sin él, estaremos igual ante un gigante de las letras norteamericanas, de las letras del mundo, no nos engañemos; estaremos ante un autor que ha sabido diseccionar como nadie la sociedad norteamericana (la nuestra en cierto modo, aunque nos pese), y poner al descubierto sus miserias, sus miedos, todas sus mentiras… 

No voy a negar que Don DeLillo es un autor seriote, bastante alejado de esas fiestas literarias con las que disfrutamos tanto, dicho sea de paso. Pero esta circunspección, a mi modo de ver, la compensa con la enorme capacidad de penetración en las obsesiones y los traumas de la sociedad contemporánea, de la sociedad posmoderna, de la sociedad del capitalismo salvaje en la que nos ha tocado vivir. La compensa también con la maestría con la que expone el extravío de esa misma sociedad y nuestro íntimo desvalimiento, nuestro desolado discurrir dentro de ella. Con la lucidez y la inteligencia de sus análisis, igualmente la compensa; con su ironía tan desencantada y su valentía al abordar las grandes incógnitas de la especie humana: la religión, el mal, las catástrofes, qué es la vida y qué es la muerte…, la muerte, sobre todo, qué es la muerte y cómo condiciona nuestra existencia, se pregunta una y otra vez en sus obras Don DeLillo. Un poco inquietante todo, no lo voy a negar, insisto, pero puede que su lectura resulte un higiénico ejercicio de reflexión sobre nuestros propios fantasmas.

En Cosmópolis (2003), la primera de sus novelas que yo leí, un vacuo jovencito, megamillonario gracias a sus exitosas especulaciones en los mercados internacionales y al borde de la ruina por una alocada apuesta de toda su fortuna contra el yen, atraviesa Nueva York entera en su limusina para cortarse el pelo y encontrarse finalmente con su propia nada, con la muerte. Me deslumbró la novela. Y si no la habéis leído, alguno de vosotros habrá visto al menos la espléndida película que Cronenberg hizo con ella, en adaptación absolutamente literal y con el cara de palo de Crepúsculo, Robert Pattison, como actor principal. Después vino Ruido de fondo (1985). Caí rendido (¡Ruido de fondo, Ruido de fondo, leed, por favor, Ruido de Fondo!). Aquí hay un medicamento experimental, el Dylar, que inhibe químicamente el miedo a la muerte. Y hay centros comerciales que son templos de salvación en la liturgia de la nueva religión consumista, y una catástrofe ambiental también hay, y un profesor de universidad que dirige el departamento de estudios sobre Hitler… Y un “ruido de fondo” que lo envuelve todo, esto es, una radiación de fondo que tiene abocado  al universo al big crunch, según dicen los científicos…
  
Más tarde vino Libra (1988), quizás, para mí, la más lograda estructuralmente, donde hace confluir de modo fascinante dos historias paralelas, la de la conspiración de la CIA en el asesinato de Kennedy y la de la vida del don nadie Lee Harvey Oswald. Y luego Mao II y Punto Omega y Fascinación, una novelita temprana esta última (1978) sobre la búsqueda de una hipotética película porno en la que actuaba Hitler. Y leí también Contrapunto, un deslumbrante ensayito en el que “contrapone” las figuras de tres gigantes, Glenn Gould, Thomas Bernhard y Thelonius Monk, en su búsqueda de la verdad artística y de la belleza y que concluye transcribiendo el mensaje que junto con una grabación de las Variaciones Golberg interpretadas por Glenn Gould, la NASA lanzó al espacio profundo a bordo de la nave Voyager en 1977, por si alguien de ahí afuera pudiera escuchar. Dice así ese mensaje:  

Somos seres inteligentes, versados en matemáticas y capaces de organizar una secuencia coherente de sonidos en el tiempo, para crear una composición unificada llamada música, una forma de arte cuya verdad, oficio, originalidad, y otras indecibles propiedades, proporcionan una cualidad de placer trascendente, llamada belleza, a la mente y los sentidos de quien escucha.

Tengo pendiente desde hace tiempo Submundo (1997), a decir de todos los lectores de DeLillo, y para escarnio mío, su obra maestra, precisamente. La tengo en mi escritorio desde hace mucho. Es un tomazo. Caerá, ya caerá. Seguro.

En Zero K de nuevo DeLillo aborda su tema más recurrente: el miedo, el miedo cósmico a la muerte. Y añade para la ocasión la posibilidad de vencerlo a través de las nuevas tecnologías. Pero también reflexiona sobre nuestra verdadera naturaleza preguntándose casi de forma obsesiva si somos cuerpo o somos mente. Y preguntándose además si no somos solo lenguaje, después de todo. Recordad a Jeffrey nombrándolo todo, definiéndolo todo, poniendo nombre a todo y a todos, inventándose nombres, pidiendo a Ross que nombre a Madeline para poder darle así existencia. O recordad el, a mi modo de ver, perfectamente impostado monólogo de Artis en la cápsula, un arriesgado ejercicio a través del cual experimentamos tal vez en la práctica lo hasta ese momento expuesto en las teorías de los gurús de la Convergencia sobre el tiempo, el espacio, el lenguaje de nuevo...

Pero en Zero K  la gran odisea tecnológica que se desarrolla ante nuestros ojos con enorme precisión ambiental y emocional, se pone en relación con la pequeña odisea de una vida anodina, la de un escéptico ser humano preocupado más por la espita del gas, sus llaves o el cerrojo de la puerta que por su destino. ¿Cuál de ellas es la mayor, la más trascendente?, parece preguntarse DeLillo.

En Zero K  veo dos momentos que hay que leer con muchísima atención. Me refiero a la charla de los gemelos Stennmark y a la conversación de Jeffrey con Ben-Ezra en el jardín del complejo. ¿Qué hay ahí de verdad? ¿Es la parodia de una tesis “postracionalista”, o la confirmación de la nueva, de la ultimísima fe en una religión sin Dios que otra vez nos promete la vida eterna?

En Zero K, además, hay que estar pendientes de los detalles. De los maniquíes, por ejemplo, de esa dantesca fosa común de maniquíes, de la figura inmóvil y asexuada en la “sala de arte”, de la figura inmóvil y asexuada que ve Jeffrey en el metro y en las calles (¿otra o la misma?). De las catacumbas. De las proyecciones de las catástrofes en los pasillos de la Convergencia. De la temperatura de las ciudades. Del interés de Stak por el pastún. Altamente simbólico todo. Y eso me gusta, lo reconozco, porque está constantemente DeLillo poniendo a prueba nuestra capacidad de imaginación.

¿Qué es Zero K, una novela de ciencia-ficción, una novela con ciencia-ficción, como dice Rodrigo Fresán al referirse a su novela El fondo del cielo (espléndida, por otra parte)?, ¿Es Zero K una novela testimonial, de iniciación tal vez? ¿Podría ser Zero K una novela de amor? ¿Y realista? ¿Es realista Zero K? ¿Y de tesis? ¿Qué tesis? ¿De qué lado, en qué tesis nos situaríamos entonces?

En Zero K  todo está narrado como en susurro, de modo doméstico, casi privado, he leído por ahí. Muy bien puede ser ese recurso lo que provoque la sensación de cotidianeidad, de normalidad en sus frases, de cercanía en sus personajes (recordad al Monje). En su prosa, áspera a veces, todo parece conducir al objetivo previsto, sin adherencias, sin alardes estilísticos que enturbien la narración. Un lenguaje sobrio al servicio de la historia, no de cualquier historia. ¿No es ese, no debería ser ese, pregunto, el objetivo de todos los novelistas? No es esta una cuestión menor  para empezar a hablar sobre la novela de Don DeLillo, desde luego.

Y ahora ya, excusadme. Y crucificadme seguidamente si queréis por mi osadía al haberos soltado esta monserga. Pero daos prisa, en cualquier caso, no vaya a ser que el meteorito de Cheliábinsk nos consuma a todos antes…

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