miércoles, 10 de julio de 2019

¿Cómo estás, negrito?


El 16 de junio de 2016 nos dimos cita en Dublín un grupo de amigos. Hacía mucho que ese grupo de muy aguerridos lectores del que era parte fundamental Hugo Abbati desde hace muchos años, coqueteábamos con la idea de hacer una de nuestras reuniones literarias en Dublín. Queríamos ir a Dublín a celebrar el Bloomsday y a comentar allí la obra de James Joyce. Y lo hicimos por fin en esa fecha con cierto aire diabólico de hace ahora tres años, llevando además la secreta intención, dicho sea de paso, de reventar cualquier actividad de la Orden de Finnnegans Wakes y de ridiculizar a su líder Enrique Vila-Matas, al que alguno de nosotros profesaba cierta animadversión literaria. Aunque no tuvimos éxito en este último objetivo, tal vez por nuestra incapacidad para reconocer a sus miembros entre tanto follaje, tal vez porque nuestra determinación les intimidaba hasta el punto de desaparecer, los demás se cumplieron y esa fecha, con todos sus mágicos momentos, ha sido motivo de particular regocijo desde entonces.

Pero la vida y la muerte son algo burlonas y han querido que Hugo Abbati, el único de nosotros que portaba su gabardina Mackintosh en Dublín, fallezca precisamente un 16 de junio. Este pasado 16 de junio. Es curioso, el destino ha querido que la fecha que hasta ahora nos traía imágenes luminosas (en la farmacia Sweny’s, en Sandycove…), sea en adelante un foco tenebroso que proyectará en nuestra memoria cada año el enorme hueco que ha dejado nuestro amigo tras caer fulminado por un rayo. La vida y la muerte, su afirmación suprema, actúan ambas sin contemplaciones de ninguna clase y pueden ser muy crueles sin apenas proponérselo. Que Hugo Abbati haya muerto tan inesperadamente es su dolorosísima constatación.

En cualquier caso, como creo conocer lo suficiente a Hugo Abbati, sé que su satisfacción será absoluta por haberse ido en el día más literario que se pueda imaginar. Y eso consuela, de forma leve, si se quiere, pero consuela. Porque para Hugo Abbati la Literatura era la razón de su existencia (no hablaremos aquí ni de fútbol ni de política). Que era un ser enfermo de literatura lo hemos ido comprobando desde que nos conocimos hace bastantes años. Para él la lectura primero y la escritura después (o viceversa) estaban, creo no exagerar, por encima de cualquiera de las cosas que este mundo pudiera ofrecerle. Pocas personas he conocido con esa apabullante pasión por la literatura. Ni yo mismo, si se me permite la broma. Por eso creo que el destino, después de todo, se ha portado adecuadamente propiciando que Hugo Abbati haya muerto un 16 de junio, en Bloomsday, nada menos, y no en cualquier otra fecha de tantas anodinas como abundan en nuestro calendario. 

No obstante, sabemos que aunque a James Joyce lo situaba Hugo Abbati muy arriba en sus preferencias literarias (junto con Williams Faulkner, no hay que olvidarlo), no era la principal de ellas. En lo más alto de su predilección estética, estética y algo más, situaba Hugo Abbati a Samuel Beckett, el insigne secretario de Joyce, precisamente. El mundo loco que intentaba aprehender Samuel Beckett en Esperando a Godot, en Fin de partida o en el ciclo de Malone eran para Hugo Abbati una referencia constante. Y su sucio nihilismo y el tremendo desconcierto vital con los que Samuel Beckett impregnaba su obra, le asombraban casi más que ningún otro artefacto literario. Por eso, tanto la singular biografía del enjuto irlandés como su propuesta literaria única eran siempre motivo de comentario y de reflexión en muchos de los innumerables, de los gloriosos e inolvidables encuentros literarios que mantuvimos a lo largo de los años. Pero no era a Samuel Beckett al único autor al que admiraba tanto. Más arriba, aunque tal vez solo un poquito por encima de Samuel Beckett, situaba Hugo Abbati a Franz Kafka, otro escritor excepcional, y, desde luego, de la misma estirpe. Sin duda, era Franz Kafka el escritor al que más admiraba Hugo Abbati desde que, como contaba, empezó a leerlo con catorce años. Una lectura algo turbadora para un chiquillo, le decía yo. Y él, nada, nada que no se pueda soportar. En mi opinión, no solo soportó bien esa lectura pese a la corta edad con que abordó al escritor checo por primera vez, sino que con sus lecturas posteriores, Hugo Abbati incorporó con tanto acierto a su obra y a su propia forma de ver el mundo tan radical propuesta artística e intelectual que es difícil no sonrojarse ante las propuestas de la mayor parte de aquellos autores a los que se etiqueta de “kafkianos”. Como diría Hugo Abbati, la mayor parte apenas ha entendido que además de convertir a seres humanos en bichos, Franz Kafka inoculaba en sus obras un finísimo humor producto de su escepticismo y una tierna y profundísima y tal vez única comprensión de la naturaleza humana. De eso hablaba Hugo Abbati cuando hablaba de Franz Kafka. Y eso mismo es lo que nutre sus novelas, las publicadas y las que todavía permanecen inéditas.

A Samuel Beckett lo convirtió Hugo Abbati en artista invitado de su novela Dos conversan, la última que vio publicada. En este inteligentísimo homenaje al escritor irlandés se desarrollan en paralelo varias historias bastante alocadas: la del editor mendigo Frijus Lijus, la del melancólico violinista rumano llamado Raco que toca en una vaquería para que las vacas den mejor leche, la del infeliz broker Reginald obsesionado por sus inversiones en Galletas Bolivianas Inc., la de Frank, el oscuro traficante con problemas de conciencia que tiene una hija de diez años borracha y que trabaja para una organización liderada por una tía nonagenaria, deportista excepcional… Pero su principal línea narrativa es la que presenta a Samuel Beckett huido del hospital de París en el que esperaba a la muerte y deambulando moribundo por las calles acompañado de un uruguayo experto en lenguas ágrafas, dos borrachos y un perro. Todas estas historias desarrolladas con desbordante imaginación, confluyen en algún punto y evolucionan siempre a través de los diálogos que se establecen entre los distintos personajes, sin intervención exterior de ninguna clase. Todo aquí es, en efecto, diálogo. Parece como si Hugo Abbati quisiera proponernos, ya desde el mismo título de la novela, que el diálogo, la conversación, es la forma de exorcizar lo absurdo que encierra la existencia. Y si recordamos además que a ese mismo recurso dialógico es al que acude en sus dos obras anteriores, Correspondencias y En el campo, podríamos pensar con razón que lo que nos venía diciendo Hugo Abbati desde tiempo atrás es que el diálogo, la conversación (la correspondencia epistolar, sobre todo, en estas dos últimas, si queremos ser más precisos) es la forma de salvarnos del peso de la vida, del peso de la Muerte, también. Dos conversan incluye además un bonus track beckettiano al que hace referencia su subtítulo: Donde Beckett perdió el poncho, que resulta ser un sesudo estudio del mismo título que podemos leer nosotros cada vez que Gilda, el personaje del que está enamorado Reginald, lo hace dentro de la novela y que es la adaptación de Esperando a Godot a las exigencias raciales, climáticas, espaciales, de la Pampa argentina. Un memorable disparate resulta ser esta personalísima obra que rinde tributo a Samuel Beckett, un festín literario de primerísimo nivel en el que Hugo Abbati aborda del modo al que nos tiene acostumbrados, con envidiable soltura, con una levedad admirable (de acuerdo con Italo Calvino), cuestiones nada baladíes: la comunicación humana, el peso del lenguaje mismo, la muerte...

En cuanto a Franz Kafka, es verdad que no cuenta con su novela-tributo (aunque existe, existe esa obra, eso sí, y se publicará), pero como ya se ha dicho, es una presencia constante en la obra de Hugo Abbati. En Correspondencias, la primera novela que publicó en España, una cita de Franz Kafka tomada de sus Diarios abre la obra. Creo que esa cita resulta muy apropiada para ilustrar lo que sosteníamos antes a propósito del aprovechamiento que de Franz Kafka hace Hugo Abbati. Dice así: “M. estuvo aquí; no vendrá más… y sin embargo, todavía existe una probabilidad, cuya puerta cerrada vigilamos ambos, para que no se abra, o más bien, para que ninguno de los dos la abra, ya que sola no quiere abrirse”. En mi opinión, es ese “sola no quiere abrirse” lo que nos da la dimensión de lo que Hugo Abbati admira de la obra de Franz Kafka y de lo que propone constantemente en su propia obra, esa enternecedora perversión conceptual, casi un chiste, que nos insta a desafiar cualquier estructura lógica de cualquiera de los conceptos que manejamos. Ejemplos de esta forma de abordar la escritura y, por extensión, la existencia, son abundantes a lo largo de toda la obra de Hugo Abbati, pero no es necesario hacer aquí un catálogo. Sí es interesante señalar que Dos conversan se abre de nuevo con una cita de Franz Kafka. O eso parece, porque no es nada más (y nada menos) que una divertidísima pirueta apócrifa a través de la cual consigue unir en una frase a Samuel Beckett y Franz Kafka con James Joyce, erigiéndole ingeniosamente el altarcito que le corresponde a su particular santísima  trinidad. 

Entre estos parámetros de exigencia máxima desarrollaba su obra Hugo Abbati. Y lo hacía, a  mi modo de ver, con máxima eficacia, como demuestran cualquiera de las tres novelas que he citado, las únicas publicadas hasta ahora, es verdad, pero que no van a ser las últimas. Para felicidad nuestra, hay algunas más que aguardan su publicación. A mí mismo me mandó varias que tenía terminadas cuando entre bromas y veras quiso que fuera yo su albacea literario en un momento en el que, desde luego, nada indicaba que tendría que ejercer esa desdichada función. Ellas van a consolarnos algo de la gran orfandad en la que nos ha dejado sumidos la muerte de Hugo Abbati, con estas novelas vamos a poder corroborar de nuevo su altura artística, su talla intelectual. No es poca cosa para los que tanto lo vamos a echar de menos.

Hugo Abbati nos deja, pues, su obra, como suele decirse. Pero los amigos lo vamos a echar a él mucho de menos. En este mundo algo ingrato y bastante descreído no es fácil encontrar a alguien que como Hugo Abbati sea un constante estímulo intelectual y un ejemplo de humildad y de desprendimiento. Muy pocas personas consiguen interpelarnos del modo en que Hugo Abbati lo hacía, con su enorme curiosidad, su interés por lo ajeno y su capacidad de comprensión de cualquiera de las debilidades humanas. Vamos a echar de menos a alguien que además, gracias a su espíritu aventurero siempre al acecho de la excelencia poco transitada, supo prescribirnos lecturas insólitas, regocijantes. Sé que sin su recomendación, al menos yo no hubiera llegado nunca a escritores de la talla de Patrick White, de Robert Murnane, de Fleur Jaeggy o del polaco Witkiewicz (su último entusiástico descubrimiento, del que nos regaló a Paco Martín y a mí su obra Insaciabilidad). A Iris Murdoch o Katherine Mansfiel, sí, tal vez sí hubiera llegado. Reconozco que Hugo Abbati no tenía apenas dificultad para convencerme de la calidad de los escritores tan nutritivos que indicaba. En cambio yo, qué curioso, tenía serias dificultades para convencerlo, pongo por caso, de la excelencia de Michel Houllebecq o Enrique Vila-Matas (aunque de las dos dudo algo yo ahora mismo, dicho sea de paso).

Para este pasado mes de junio de 2019, el grupo de aguerridos lectores teníamos programado un nuevo viaje literario a Portugal al que Hugo Abbati no pudo incorporarse. Decidimos mantenerlo pese a nuestra aflicción. Y decidimos también rendirle un pequeño homenaje a nuestro amigo ausente que consistió en elegir cada uno de nosotros un párrafo de su novela inédita Paisajes desde el asilo, justificarlo y leerlo a los demás. Estuvimos presentes Almudena, José Manuel, Raquel, Ángel, Paco Martín, Pepe, Carmen, María, Nicolás, yo mismo. El lugar elegido para el recordatorio fue el Literary Man Hotel de Óbidos, el lugar más literario que podamos imaginar, el más hermoso, el más apropiado para nuestro propósito, con libros en cada rincón y altas estanterías llenas de libros cubriendo cada pared hasta el techo. Estoy seguro de que Hugo Abbati estaba allí con nosotros. Estoy seguro de que hubiera querido empujar un libro desde la estantería más alta para que quedara abierto por esa página que nos dijera a su modo que, en efecto, estaba allí con nosotros. Pero esto son paparruchas. La verdad, la única verdad verdadera es que ya no será posible volver a escuchar a Hugo Abbati  saludando al teléfono y preguntando: ¿cómo estás, negrito? Y eso, quieras que no, es una pena muy grande.

8 comentarios:

Jose65 dijo...

Es desmenuzado con gran habilidad y sinceridad ese mundo interior literario de nuestro amigo Hugo, unido a su persona humilde, inteligente, sencillo y precisamente por ello una persona compleja, que siempre, al menos que yo sepa,supo dar sentido a su vida con humor e ironía y con una libertad responsable sentido a otras vidas, que tuvimos la suerte o la providencia de cruzarnos en su vida.

Jose65 dijo...

Deberia decir Has. Si le parece aunque no tengo el gusto de conocerle, poder organizar un encuentro litarario el 16 de junio o el 3 de julio de 2020.

Andrés dijo...

Hola, soy Andrés Bercovich, amigo de Hugo. Mi tristeza es enorme y aún no aprendió a ver el lado bello de las cosas como las que cuentas en este hermoso escrito. Por otro lado, una gran alegría percatarme que Hugo murió el día de Bloomsday. Un honor que le hace la literatura.
Lo conocí a Hugo cuando tenía 19 años, él tendría 30. No sé si se podrán imaginar lo que pudo haber sido Hugo a esa edad. Pero si nuestro amigo pudo hacer del entusiasmo, la ironía y el humor una obra de arte, por aquellas épocas estaba en todo su esplendor. Desde entonces hice (y creo que hicimos), todo lo posible para estar junto a él. Y es de las cosas más lindas que me pasaron en la vida.
Lo conocí en un centro terapéutico (“existencialista”) en el que se le ocurrió dar charlas sobre la obra de Albert Camus. Yo me ocupé de desgrabarlas. Luego le siguió Kafka y Hesse.
Es cierto que Hugo siempre definió a la literatura como a la actividad a que más gustaba dedicarse. Pero yo creo que a lo que más se dedicaba era a estar cerca de la gente. Y esto es lo más enorme de Hugo. Yo me pellizcaba para ver si era cierto que quisiera estar conmigo con tanta erudición que tenía. En él la erudición, en lugar de alejarlo de la gente, lo acercaba. Desde Argentina, ya a la distancia, llamaba la atención la disciplina con que nos contactaba uno a uno a todos sus seres queridos, familia, amigos, pacientes. A lo último, todos ya más grandes, los primeros días los dedicaba a ver a quienes estaban jodidos. Luego empezaba la gira de vino, literatura y amistad.
Así como se apasionaba mucho con la literatura (¡cómo cuesta usar el pasado!), se apasionaba con el rock, el cine, el vino, los viajes, la comida, los amigos, etc, etc, todo donde el ser humano se despliega en su placer más auténtico.
A mí también me recomendó libros. Más de una vez lo llamaba desde Buenos Aires estando en una librería y le pedía que me recomiende obras. Entonces me ponía a anotar. Su predisposición era total. Así me abrió las puertas de Mc Carthy, White, Eugenides, Denis Johnson, entre otros muchos.
Una esperada alegría fueron los encuentros dos veces por año en los que venían a casa con Almu. No soporto la idea de que el próximo Noviembre nadie me va a estar diciendo “hola negrito, estamos acá”.
El día que me avisaron que había muerto, al acostarme a la noche, se me presentaba la imagen de Hugo en ese gesto en el que las manos apoyadas en la mesa se abrían, inclinaba la cabeza con una sonrisa, como diciendo, “es así”. Como si luego de tanto esfuerzo por entender al mundo, había llegado a la sabia conclusión de que las cosas “son así”. Y yo sentía que me decía, que es su muerte, es así, simple. Y también triste, porque yo sé que el no hubiese querido morir todavía. Me asombra pensar que lo primero que escuché de él, en las charlas sobre Camus, tenía que ver con su teoría del absurdo: de la vida ante lo absurdo de la muerte.
Es verdad que Hugo se fue el día más literario que existe. Y se lo re merece. Pero aquí en Argentina, cuando Hugo moría, se conmemoraba el día del Padre. Y a mí me toca también por ese lado. No parece, porque Hugo siempre se ponía a la misma altura de uno, pero amigos así también son un poco padres de uno.
Lo amo muchísimo.
Espero ansioso encontrarlo en las nuevas publicaciones que vengan. Esa es una gran noticia.

Francisco Javier Torres dijo...

Gracias por tu recordatorio iguaalmente, Andrés. Como digo, lo vamos a echar mucho de menos. Pero compruebo con enorme satisfacción que va a ser dificil que caiga nuestro amigo en esa muerte definitiva que es el olvido. Abrazos.

Paco Martín Arán. dijo...

La verdad es que creo que no sé nada; aunque probablemente sé que uno de los pilares en los que se sustenta la amistad lo constituye el respetuoso desacuerdo.
Sé también que, respetuosamente, estoy en desacuerdo con algunos de mis amigos; con Paco Torres, por ejemplo; con Hugo Abbati, por mal ejemplo.
Dice Paco que Hugo ha muerto, y no es verdad. ¿Cómo puede morir alguien que rebosa vida, alguien que vive, sobrevive y hace vivir a los que quiere y lo quieren?
Hugo sobrevive.
Mi desacuerdo con él es mero procedimiento, el dolor de lo improcedente, el gozo de lo extraordinario.
Hugo es puro valor añadido: secuaz, cómplice, amigo, confidente, imán, ejemplo, norte; vida: todo en uno, como un milagro.
¡Qué locura!
Aquí acaba mi desacuerdo con el texto de Paco Torres, aquí, con estas lágrimas, con las futuras, inacabables lágrimas.
Con Hugo siempre de acuerdo

Paco Martín Arán. dijo...

Como verdaderamente no sé nada, no sé cómo hacer para que en lugar de unknown aparezca mi nombre que, a la sazón, creo que es Paco Martín Arán, probablemente.

Francisco Javier Torres dijo...

¡No puedo estar más de acuerdo con tu desacuerdo, Paco! Mil abrazos, amigo.

Eduardo Jiménez dijo...

No llegué a conocer a Hugo Abbati más que superficialmente, durante una de las tertulias de Rayuela, hace ya algunos años, y aun así, guardo viva impresión de su persona, de su verbo, de su literatura. Tanto en el rato que compartimos en la librería como, sobre todo, en la cena que siguió después. Sirvan estas pocas líneas para sumarme al dolor de su familia y de sus amigos, entre los que, por desgracia, no puedo contarme, aunque sí entre los de sus lectores, siempre deslumbrados.