sábado, 16 de octubre de 2010

Ficciones

Mi querido amigo Vicente Luis Mora confesó en el número 323 de la revista Quimera y antes en su blog que era él el único y exclusivo autor de la totalidad de los textos incluidos en el número 322 de esa revista. Una falsificación absoluta de un número que estaba dedicado a la falsificación literaria, para mayor abundamiento. Un formidable engaño que perpetró, dijo, para poner en evidencia los mecanismos de legitimación, recepción, tal vez canonización, etc., que operan en la Literatura. Aparte del indudable mérito artesanal e inventivo, con dificultades añadidas en cuanto a la asunción de voces y modos de colaboradores habituales de la publicación, a mí me pareció, más que un rimbombante ejercicio de desenmascaramiento, etc., etc., una magnífica broma con la que me he reído hasta de mi propia credulidad, y con la que se debe haber reído bastante más el autor, dicho sea de paso. Hasta aquí bien, en cualquier caso, muy bien, diría. Pero otra cosa es ya que me incline yo a pensar que ese altísimo correctivo que se pretendía (y que nos merecemos tanto) hubiese surtido mucho mejor su efecto corrosivo si no se hubiera descubierto el engaño al día siguiente como quien dice, si hubiese dejado el impostor su rastro únicamente en esa nómina de colaboradores del final de la revista, en la cual todo es falso también, claro está. Todo menos su nombre y su confesión del crimen. Habría que haberlo dejado dicho ahí solamente, pienso, para que se desarrollara y actuase esa grandiosa falsificación con todo el poder corrosivo que posee sin duda. E insistir en ella todo lo que fuera preciso. No sé, tengo la sensación de que al descubrirse el fraude tan pronto, se desactivó el poderoso virus. Aunque algunos de los colaboradores inexistentes hayan ido a parar ya al buscador académico de Dialnet. Incluso así, no sé.

Entretanto, mi querido amigo David Roas coordinó ese mismo mes de septiembre el número 765 de la revista Ínsula dedicado a la literatura fantástica llevada a cabo en España en los últimos treinta años. Aquí sí son todos los colaboradores reales, existentes, consistentes como usted o como yo. Conozco a Juan Jacinto Muñoz Rengel, a David, a Ana Casas... No hay engaño. No hay trampa. Pero todos ellos se ocupan paradójicamente de algo que, por fantástico, escapa a nuestra noción de realidad, de algo que "no puede ser nombrado ni descrito con precisión", como se dice por ahí, de algo que en puridad, entonces, no existe. Y todos ellos se esfuerzan enternecedoramente en dotar de un cuerpo físico, tangible, verdadero, a lo que no puede poseerlo en modo alguno. No veo lo fantástico, no puedo verlo, pero los veo a todos ellos claramente. Así que, pienso, en Quimera algo fantástico, algo que no existe, me muestra una realidad a la que podría abscribirme sin conflicto, en Ínsula en cambio la realidad constatable me persuade con una invención ciertamente conflictiva.

Entretanto, mi querido amigo Hugo Abbati me había contado ya la inquietud que sintió en una recóndita aldeúcha de Benin este verano, cuando una caterva de niños negros como el tizón se pasaba de mano en mano la cámara digital G7 de última generación, que previamente le había arrebatado sin permiso, decía, y empezaba a disparar a diestro y siniestro. Una realidad ahora hablándome de otra realidad tal vez que quedó plasmada en la imagen que acompaña esta entrada, es decir, que ya no existe.

Entretanto, yo escribo esto sin saber muy bien si es falso o no, si yo mismo soy una invención, si soy realmente yo el que escribo, o es otro tal vez usurpando mi nombre y mi contorno, como afirmaba Borges del otro Borges; si mi identidad se diluirá en este texto o saldrá reforzada, ya física, a través del nombre que ahora digo, el mío, Francisco Javier Torres. El que soy. O no. Finalmente, no sé dónde ponerme.

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