
No es sólo que Tarantino cuente, cada una por su lado, la disparatada historia (algo incompleta, sí, ya lo sabemos, ya hemos dicho que no es ferpecta la película) de un comando de sanguinarios y descerebrados casanazis americanos y la conmovedora historia de la venganza de Shoshanna, la judía (¡amancebada con un negro!) que, ocultando su identidad, regenta un cine en el París ocupado, donde se proyectan las últimas películas de Leny Riefenstahl o de G.W. Pabst para solaz de las fuerzas ocupantes y donde se proyectará la última película de Goebbels (su obra más acabada, dirá Hitler durante la proyección haciendo llorar de emoción a su Ministro). No sólo que nos presente a un memorable cínico y refinadísimo y políglota y desalmado comandante nazi, cazajudíos de talento proverbial (¡porque piensa como los judíos!). No sólo son esas historias que nos cuenta y esos personajes (y sus interpretaciones memorables, la del comandante cazajudíos Hans Landa, sobre todas, desde luego) lo que nos atrapa desde el principio hasta el fin de la cinta. Es que Tarantino adora contárnoslas, adora contarnos esas historias y adora su lenguaje y el medio cinematográfico en que lo desarrolla. No hay otra manera de explicar la exultante reacción que nos provocan, por ejemplo, la escena inicial en la granja lechera o la escena del encuentro en el bar del comando aliado con la actriz alemana que espía para ellos; o, poco antes, el encuentro del integrante inglés con su general (Mike Meyers) y la deliciosa conversación cinéfila de ambos en presencia de ese Churchill mudo a cargo de Rod Taylor, la vieja estrella de Los pájaros de Hitchcock. En todas ellas se percibe un contador de historias que inventa y desarrolla sus ideas sin prisa, con una robusta solidez argumental, (donde incluso el disparate, lo irrisorio, puede hacerse sólido, lo que no está al alcance de todo el mundo, claro está) y una consistencia técnica envidiable, todas esas ideas que alarga innecesariamente, según dicen algunos, gozosamente afirmamos nosotros, haciendo y mostrando todo lo que tiene que hacer y mostrar.
Y después de ese gozo narrativo, me quedo también con la desaforada y canalla y descarada atmósfera de homenaje al cine mismo, al bueno y al malo, que se respira incansablemente en cada centímetro del metraje. Con el homenaje también a algunos de sus iconos más entrañables: a Pola Negri, a King Kong, a Bud Spencer, a Marlon Brando, a Marlene Dietrich, a Fumanchú, (por cierto, con esa "aterradora" silueta hologramática de Shoshanna formada por el humo del pavoroso incendio que provocan las viejas cintas de nitrato utilizadas aquí como arma de destrucción masiva).
Y salgo de la sala y me voy a casa contento silbando algo de Morricone... Y recuerdo de pronto el delirante e hilarante recurso en la apoteósica escena final del bocadillo de los dibujos animados de mi infancia (de los cartoons, se dice ahora). Y llego a casa y me pongo esto de aquí abajo, para seguir distrayéndome...