domingo, 15 de marzo de 2009

El arca rusa

Obviando las colosales dificultades técnicas (puesta en escena, dirección de actores, encuadres, barridos, etc.) que afronta el maestro Sokurov en su película, grabada, como es sabido, en una sola toma que nos deja realmente patidifusos con su vaivén hipnótico (un ejercicio de esa extensión solo intentado antes, según creo, y hace bastante, por el Hitchcock de La soga, aunque con trampas), El arca rusa (2002) nos propone un exclusivo (for your eyes only) recorrido, tal vez un glorioso encargo para mayor gloria de las bondades rusas (tal vez presoviéticas), por l’Hermitage de San Petersburgo de la mano del "europeo", ese señor de levita negra y aire escéptico y burlón, y de un fantasma (o muchos) desubicados ("en qué siglo estoy", "qué lengua hablamos", se preguntan; "es sorprendente lo bien que hablo ruso", dice el europeo, el diplomático francés llegado ahí no se sabe cómo). Ambos nos guiarán a través de sus espacios, de su discurrir temporal.
Recorrerán juntos las suntuosas estancias de ese lugar de indescriptible belleza, abrirán sus puertas más secretas, más insospechadas (sótanos, almacenes, estancias privadas...), admirarán a los maestros pintores italianos y holandeses, españoles, se extasiarán con Las tres gracias de Canova y con su inigualable maestría para dotar de extrema delicadeza al más tosco e irreductible de los materiales. Y dialogarán jugosamente mientras de paso sobre el alma, sobre el carácter ruso ("los rusos no tienen ideas propias", dice el francés; "los europeos son demócratas de luto por la monarquía", le replicará una voz), de política o de religión. Y mientras, sutilmente, nos sugerirá Sokurov, por boca de la empleada ciega que conoce cada tela expuesta (Rubens, Van Dyck, el Greco) que no hace falta la vista para apreciar tanta hermosura; o, en otra escena de turbadora dislocación sensorial (de las frecuentes que se producen), que podríamos extraer todos sus secretos si somos capaces de entablar con ellas el diálogo apropiado.
Estos dos ingrávidos seres, visibles e invisibles a un tiempo, un leve soplo de nuestra imaginación que grotescamente un lacayo intenta alejar de allí igualmente soplando, se encontrarán en su paseo temporal ahora por el Palacio de Invierno con los otros fantasmas que lo pueblan desde que Catalina la Grande lo adoptó como residencia oficial de los Zares en el siglo XVIII, esa época que declaran amar nuestros amigos “por sus genios y sus modales”. Y van apareciendo entonces desordenadamente, distorsionadoramente, la misma Catalina, y sus hijos, y sus doncellas y cortesanos, y el Zar Alejandro y su familia y su magnífica corte, y los visitantes modernos del museo, y varios responsables conservadores actuales del museo también, que se preguntan, como quien no quiere la cosa, entre lacónicas reflexiones sobre el significado de la cultura, “si todavía estará el teléfono intervenido”. Y la muerte igualmente aparece en emocionantes planos fríos y blancuzcos, mientras un misterioso mayordomo, solícito y atribulado, que los ha seguido en casi todo su recorrido, ha cuidado, suponemos, de que todo esté bajo control. He ahí la metáfora.
Es un invisible fantasma esa voz que habla portando una cámara digital interpelando a veces al acompañante, pero somos nosotros mismos también, los que “abrimos los ojos y no vemos nada". Esa enigmática y curiosa mirada (nuestra) que acompaña e increpa a su acompañante, a "Europa", al diplomático así llamado que acabará rendido ante su destino e incapaz por ello de abandonar el Palacio cuando finaliza todo, destruye en la película cualquier centro de gravedad al que podamos asirnos, cualquier andamiaje, toda historia, constituyéndose solo en el mero fluir que Sokurov le asigna, y sugiriendo de ese modo que estamos (tal vez) dentro de un sueño donde todo es indeterminación, incertidumbre, teatralidad, gloriosa impostura. Somos nosotros mismos, inválidos espectadores, sí, formando parte del sueño, de manera que podemos sentir como absolutamente real y paradójicamente vivo todo lo que hemos “visto” que sucede en el Palacio, en cualquiera de las estancias que vamos dejando atrás, en las que pudiera continuar discurriendo la irreal existencia que se nos propone. Quizás sea este para mí su mayor logro.

El arca rusa nos convierte en entregados cómplices también mediante el ejercicio de extrema vitalidad y fuerza, de mundana jovialidad, de emocionante desenvoltura, de comicidad y socarronería que lleva a cabo. A través de las escenas teatrales (que algo, un poco, recuerdan a alguna propuesta de Greenaway), de los personajes enmascarados que pululan casi ubicuos, con los deliciosos revoloteos de varias ninfas hermosísimas por los pasillos del Palacio o con el entusiasmante baile final, sabe inocularnos Sokurov con inusitada eficacia, como pocas veces experimentamos, un adictivo estado de satisfacción difícil de describir. Y lo realza aún más si cabe con el sobrio contraste de gravedad que imprime en ese monumental tramo final de la película en que todos los ¿figurantes?, muchísimos, abandonan la fiesta y se dirigen a la salida bajando pausadamente por la escalera central del Palacio (donde, quizás como cima de lo que venimos diciendo, debemos fijarnos en cómo la cámara se entromete, avanza y retrocede, en cómo los ¿actores? van rellenando el plano, con una admirable naturalidad que refuerza la sensación ya asumida de estar nosotros mismos formando parte de la secuencia). La fuga final de la imagen hacia al enigmático y brumoso exterior acuático en que culmina la película, unida como está, claro (es una sola toma, no debemos olvidarlo) a la de la escalera, tal vez constituyan los diez minutos de cine más bellos que logro recordar. “Es una lástima que no estés conmigo –nos dice ahora la voz del fantasma–. Entenderás todo. Mira. El mar está por todas partes. Estamos destinados a navegar siempre. A vivir siempre.” Y asentimos.

No haría falta decirlo, pero nada más lejos todo esto de la enajenada inocencia, del hallazgo azaroso en esta película. Como dice certeramente Ignacio Castro Rey, el cine de Sokurov constituye un firme acercamiento nada inocente a lo que el espectáculo tecnológico ha dejado fuera. La alta definición al servicio de la indefinición de la existencia. En la línea que siguen su maestro Tarkosvky, Klimov o, más de este lado, Victor Erice. Un cine que pretende, si pensamos también en la desnudez imaginística, en la impactante propuesta de poética cinematográfica que es Madre e hijo (1997) sobre todo, “liberar a la sensación de la opinión”, desterrar el artificio fílmico a través de un absolutamente conmovedor ejercicio de imágenes que “son” ellas por sí mismas.


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