domingo, 11 de marzo de 2012

La invención de Hugo


Adoro a Scorsese desde hace mucho, desde que vi una película suya por primera vez, After Hours, en el cineclub universitario hace veinticinco años o más, una película fresquísima, disparatada, diferente a cuanto había podido yo ver hasta ese momento, y en la que me regocijó enormemente encontrarme, aunque fuera solo de pasada, con mis viejos amigos Cheech y Chong. Luego vinieron, en mi orden cronológico, Taxi driver, Toro salvaje, y un largo etcétera de todos conocido, con paradas especiales en Uno de los nuestros o Casino, sin olvidar El color del dinero, su magnífica continuación de la inmensa El buscavidas, de Robert Rossen. Scorsese es un maestro siempre estimulante, siempre soberbio, arriesgado y único en sus planteamientos cinematográficos. Ahora he visto La invención de Hugo y he disfrutado de nuevo con su cine, he disfrutado tal vez como nunca.

Confieso que alguna reticencia tenía con esta película. Por lo común, las tengo siempre con las películas que apabullan en los Óscar, y con las que nos publicitan en la tele más todavía. En este caso había que añadir que, como me dijo un amigo, 3D+niño no puede ser igual a Scorsese. Pero he ido a verla de todos modos. He ido a verla entonces por ser de quien es, más que por lo que me pudiera seducir su propuesta de antemano. He llevado a mi hija conmigo, eso sí, como para justificar un posible resbalón, como para protegerme y poder decirme llegado el caso que después de todo era solo una peli para niños. No imaginaba, no podía imaginar que desde la primera secuencia todas y cada una de mis reticencias se disiparían. Así ha sido. Y a la vez que iban diluyéndose, una enorme sensación de gozo, de entusiasmo por lo que veía se fue apoderando de este descreído espectador.

Puede ser que el acordeoncito parisién de su banda sonora moleste a ratos, o que algunas de las subtramas nos recuerden el edulcoramiento de ese producto que se ha dado en llamar cine familiar, lo cual sin embargo Scorsese, sabio como es, resuelve sin detenerse en ellas ni un segundo más de lo necesario. En cualquier caso, nada de eso importa en absoluto cuando se nos adentra en el maravilloso mundo alternativo, y nuestro gracias a la tercera dimensión, de los relojes mecánicos de la Estación de París, donde malvive Hugo manteniéndolos en funcionamiento sin que nadie lo sepa y obsesionado a la vez por reparar un antiguo autómata que, está convencido, le transmitirá un importante mensaje de su padre muerto. Poco importa eso a medida que vamos descubriendo quién es ese viejo que pasa su tiempo en un casi ignorado quiosco de juguetes; cada vez que el “inquietante” administrador de la librería de la estación (Christopher Lee, nada menos) le indica a Isabelle el lugar exacto en el que se encuentra cualquier libro que le interese. Poco importa, insisto, cuando nos vamos percatando de lo enfermo de cine que está Scorsese, del profundísimo y emocionante homenaje a George Meliès, el padre de todo esto, que encierra la película y que es su esencia. Yo creo además que el homenaje explícito se continúa de un modo tal vez menos obvio en el hecho de haber rodado Scorsese esta película con las técnicas estereoscópicas más actuales, que este método no obedece a razones de espectáculo ni de oportunidad comercial. De hecho, no es la tercera dimensión en sí misma lo que da razón a la película, como es habitual. Muy al contrario. Lo que de verdad creo que pretende llevar a cabo Scorsese con esa técnica es precisamente lo que Meliès quiso hacer en las suyas, lo que consiguió en muchas de ellas de un modo tan rudimentario, como si fuese ésta de Scorsese su continuación lógica, como si fuese el propio Meliès quien la hubiera hecho. Ahí creo que reside gran parte de la grandeza de esta película. Y si se añade a esta propuesta técnica la enorme capacidad de sugestión narrativa que contiene, toda la “magia” de que hace alarde, tendremos resuelta la ecuación, que no es otra según creo que la de plantear el cine como totalidad, como artefacto de relojería al fin y al cabo por medio del cual nuestros sueños, cualquiera de ellos, pueden hacerse realidad.

Es un film nostálgico sin lugar a dudas, una evocación tal vez algo melancólica de los grandes, grandísimos pioneros de este arte inigualabe, muchos de ellos aún hoy no superados. Y cierta evocación nostálgica también hay de la mejor Literatura de aventuras de todos los tiempos (la peli narra a su vez una aventura maravillosa), e igualmente nos recuerda con algo de tristeza el maravilloso mundo de los libros tal y como los hemos conocido siempre, sugiriéndonos buscarles un hogar donde puedan continuar su existencia. Pero tampoco es lo importante. “Vengan y sueñen conmigo”, dice un Meliès pletórico ya recuperado de sus largos años de anonimato voluntario. Tal vez sea esa irresistible llamada lo que para mí más importe de la película. Vayan y sueñen entonces, amigos, háganme caso, y déjense llevar por esta nueva maravilla que ha creado Scorsese para regocijarnos con un esperanzador chute de imaginación que ilumine (aunque sea un simulacro) nuestra tantas veces mustia parcelita vital.

Les dejo con una peliculita de Meliès. En la de Scorsese se proyectan varias. Son una gozada, de verdad que sí.



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