viernes, 6 de enero de 2012

Vila-Mata dixit (regalo de Reyes)


El genio personal que hay en todo niño se esconde por el placer del acto mismo de ocultarse, del mismo modo que el autor de una verdadera obra literaria escribe esa obra por el puro placer de escribirla y todo lo demás –el reconocimiento, las medallas, las aclamaciones del público, etcétera– le parece inmensamente superficial, accesorio y encima contrario a sus propios intereses y a los de la libertad de su duende personal.
El verdadero triunfo, el prestigio propio, que decía Juan Benet, la verdadera y sublime gloria solitaria estribarían pues en no ser descubierto en el escondite, no ser reconocido. "¡La gloria nocturna de ser grande no siendo nada!", que decía Pessoa. Después de todo, ya hace años que surgió la pregunta entre nosotros y muchos nos hicimos sobrio eco de ella. Hablo de cuando nos preguntábamos, casi obsesivamente, qué era exactamente un autor.
Tal vez ser un autor sea hacerse el muerto, situarse en el lugar del difunto, y no perder de vista ciertas perspectivas que abrieron pensadores como Foucault, para quien lo que la escritura pone en cuestión no es tanto la expresión de un sujeto que escribe cuanto la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer: "La huella del autor está sólo en la singularidad de su ausencia; al escritor le es asignado el papel del muerto en el juego de la escritura."
En el caso de Thomas Bernhard, todo nos lleva a pensar que no hacía más que pepararse para un día ocupar ese lugar mortal del autor. "Me llamo Erik Satie, como todo el mundo", decía Satie. Con esta frase tal vez quería decir que no se trata exactamente de que el autor esté muerto, sino que en tanto autor ocupa el lugar del muerto, marca sus propias huellas en un lugar vacío.

(En Exploradores del abismo)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es cierto, como diría Jesús Ferrero, que "sólo sobrevive lo que no es nuestro, lo que nos excede, lo que, al leerlo, nos parece ajeno". Espléndida entrada.