
En Fuengirola, un jovencito de quince años, palestino, ejecutó junto con cinco chicas y tres chicos, todos palestinos, todos de su misma edad, una danza folclórica de su país. Primorosa y entregadamente lo hizo, lo hicieron todos, para mi corto entendimiento. La música la ponían un pequeño teclado electrónico con su caja de ritmo y un violín. Era envolvente, machacona, simple en su estructura, hipnótica, embriagadora, identificable absolutamente con la zona de la que procedía. El teclista también cantaba. Me preguntaba yo sobre qué hablaría la letra de esta canción mientras la oía, qué estaría contándonos, algún amor desdichado, rivalidad vecinal, alguna hazaña, un pequeño suceso memorable...
La pieza fue larga, muy larga, quince minutos duró tal vez, si no más. Y a pesar de su extensión, los bailarines no dejaban de moverse ni un instante, de correr, de saltar y brincar con inusitada energía, de abrazarse, de hacer corros, haciendo del baile un ejercicio más físico que artístico, un ejercicio de desbordante jovialidad, de contagiosa alegría.
El jovencito de quince años llevaba atada al cuello una bandera de su país y era el que más serio parecía. Alguna circunspección le notaba yo en sus movimientos, cierta solemnidad. Pensé también por ello en la carga simbólica que aquella tela al cuello sugería, en cómo se identificaría el joven con ese símbolo, en la intensísima relación que se establecía allí en la danza entre ambos. Pensé en si con su corta edad sería capaz de entender todo o alguna parte siquiera del dramático significado de ese trapo, en si sería capaz de fijarse con él al cuerpo un cinturón de explosivos y hacerlo estallar en cualquier sitio por la rabia o la impotencia de ver cómo los bulldozers y las excavadoras Komatsu o Volvo o Carterpillar arrasan una y otra vez su vivienda y las vecinas; en si la música y la danza y ese símbolo que portaba serían capaces de embriagarlo hasta ese punto.
A mí me embriagó la música. Me emocionó y me acongojó la danza, a pesar de la jubilosa y atlética sencillez de los movimientos y el endiablado ritmo festivo que jaleaban sin desmayo las jovencitas. Y pensé en Palestina todo el rato. Pensé en Chechenia, pensé en el Tibet, en Sudán, Ruanda, Timor Oriental y hasta en Papúa-Nueva Guinea o en los indios Cherokees, en todos los débiles masacrados. Pensé en todos ellos por culpa de unos chiquillos procedentes de una áspera tierra de promisión, un violín cascado y una caja de ritmo. Y me identifiqué un instante, nada, en Fuengirola, muy lejos, demasiado lejos de todo, con cierta humanidad.
También pensé en el País Vasco, pero de otra manera. Y en Martha Graham y en Merce Cunnigham, aunque de otro modo, para darle un aire inteligente, algo racional, a mi emoción, sólo por eso…