Paul Valéry, hace ochenta y dos años, ya lo sabía, el tío:
La conquista de la ubicuidad
(1928)
De entrada, indudablemente, sólo se verán afectadas la reproducción y la transmisión de las obras. Se sabrá cómo transportar y reconstituir en cualquier lugar el sistema de sensaciones —o más exactamente de estimulaciones— que proporciona en un lugar cualquiera un objeto o suceso cualquiera. Las obras adquirirán una especie de ubicuidad. Su presencia inmediata o su restitución en cualquier momento obedecerán a una llamada nuestra. Ya no estarán sólo en sí mismas, sino todas en donde haya alguien y un aparato. Ya no serán sino diversos tipos de fuente u origen, y se encontrarán o reencontrarán íntegros sus beneficios en donde se desee. Tal como el agua, el gas o la corriente eléctrica vienen de lejos a nuestras casas para atender nuestras necesidades con un esfuerzo casi nulo, así nos alimentaremos de imágenes visuales o auditivas que nazcan y se desvanezcan al menor gesto, casi un signo. Así como estamos acostumbrados, si ya no sometidos, a recibir energía en casa bajo diversas especies, encontraremos muy simple obtener o recibir también esas variaciones u oscilaciones rapidísimas de las que nuestros órganos sensoriales que las recogen e integran hacen todo lo que sabemos. No sé si filósofo alguno ha soñado jamás una sociedad para la distribución de Realidad Sensible a domicilio.
Entre todas las artes es la música la que está más cerca de ser traspuesta al modo moderno. Su naturaleza y el lugar que ocupa en el mundo la señalan para ser la primera que modifique sus fórmulas de distribución, de reproducción, y aun de producción. De todas las artes, es la música la que tiene mayor demanda, la que más se mezcla con la existencia social, la más cercana a esa vida a la que anima, acompaña, o imita en su funcionamiento orgánico. Se trate de progresión armónica o letra, de espera o acción, del régimen o de los imprevistos de nuestro durar, la música le sabe arrebatar, combinar y transfigurar su paso y sus valores sensibles. Nos trama un tiempo de falsa vida insinuando apenas los trazos de la verdadera. Nos acostumbramos, nos entregamos a ella con igual delicia que a las substancias justas, potentes y sutiles que celebraba Thomas de Quincey. Como toca directamente a la mecánica afectiva, que maneja y pulsa a su antojo, es universal por esencia; encanta y hace danzar por toda la tierra. Al igual que la ciencia, se vuelve una necesidad y un producto internacional. Esa circunstancia, junto a los recientes progresos habidos en medios de transmisión, sugería dos problemas técnicos:
I. Hacer oír en cualquier punto del globo, al instante, una obra musical ejecutada en cualquier parte.
II. Recuperar a voluntad una obra musical en cualquier parte del globo y en cualquier momento.
Esos problemas están resueltos. Las soluciones se vuelven cada día más perfectas.
Aún estamos bastante lejos de dominar hasta ese mismo punto los fenómenos visibles. Color y relieve aún se resisten bastante. Un sol que se pone en el Pacífico o un Tiziano que está en Madrid no vienen aún a pintarse en el muro de nuestro cuarto con la misma fuerza y verosimilitud con que recibimos una sinfonía.
Todo se andará. Quizás se vaya aun más lejos y se sepa cómo hacemos ver algo de lo que se encuentra en el fondo del mar. Pero en cuanto al universo del oído, sonidos, ruidos, voces y timbres nos pertenecen desde ahora en adelante. Los evocamos cuando y donde nos place. Antaño no podíamos gozar de la música en el momento elegido, según nuestro humor. Nuestro gozo se debía acomodar a la ocasión, al lugar, la fecha y el programa ¡Qué de coincidencias hacían falta! Ahora se acabó esa servidumbre tan contraria al placer, y por tanto a una inteligencia más exquisita de las obras. Poder escoger el momento de un goce, poderlo disfrutar cuando no sólo es deseable para el espíritu sino que viene exigido y como esbozado ya en el alma y en el ser, significa darle todas las oportunidades a las intenciones del compositor, puesto que es permitir a sus criaturas que resuciten en un medio viviente no muy distinto de aquel en que fueron creadas. El trabajo del artista musical, sea autor o virtuoso, encuentra en la música grabada la condición esencial del más alto rendimiento estético.
Recuerdo ahora una fantasía que vi de niño en un teatro extranjero. O creo haberla visto. En el castillo del Encantador, los muebles hablaban, cantaban, tomaban parte poética y burlona en la acción. Una puerta tocaba al abrirse una fanfarria pomposa o chirriante. No había cojín que al sentársele alguien no gimiera alguna frase cortés. Cada cosa desprendía melodías al rozarla.
Espero que no lleguemos a tales excesos de magia sonora. En la actualidad ya es imposible comer o beber en un café sin verse perturbado por algún concierto. Pero será maravillosamente agradable poder cambiar a nuestro antojo una hora vacía, una tarde eterna o un domingo infinito en magia, ternura o movimientos de espíritu. Hay días malos; hay personas muy solas, y no faltan aquéllas a quienes la edad o el desvalimiento encierran consigo mismas, que ya se conocen de sobra. Héte aquí que esos ratos vacíos y tristes y esos seres destinados al bostezo y los pensamientos taciturnos son ahora dueños de adornar su ocio o de infundirle pasión. Tales son los primeros frutos que nos ofrece la nueva intimidad de la Música y la Física, cuya alianza inmemorial ya nos había dado tanto. Y se verán muchos otros.
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