viernes, 5 de marzo de 2010

El hombre veloz

A veces el cine te depara sorpresas verdaderamente maravillosas. Justo cuando faltan sólo unas horas para que a alguno de los artefactos tecnológicos más osados que podamos imaginar lo encumbren definitivamente con el Óscar de este año, para que le concedan tal vez el preciado galardón a Avatar, la película de Cameron que ha encandilado con su tercera dimensión (pero con muy poquito más, según yo creo) a hole the word, justo ahora que a lo mejor se lo dan a Distrito 9 o a Bigelow por su desde luego magnífica En tierra hostil, (íntimos contendientes ésta y aquél también, tiene gracia, tras romper su relación sentimental), justo en este momento, digo, de anual paroxismo cinematográfico, va y se estrena en España, en salas recónditas, cómo no, y con un retraso de siete años, eso sí, Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz, del canadiense-inuit (esquimal, vamos) Zacharias Kunut.
Esta película de Kunut nada tiene que ver con los oscarizables artefactos citados. Aunque no sé, tal vez quisieran para sí ser como la de Kunut una de esas pocas películas que provocan nuestra reflexión sobre la naturaleza del cine, sobre la naturaleza del arte en general también, sobre si la aberración temática, pongo por caso, o el alarde técnico o las piruetas ideológicas son necesarias hoy, casi ineludibles, para poder considerar artística en su rango más elevado una obra que pertenezca, como ésta pertenece, a nuestra más absoluta contemporaneidad. Desde luego Atanarjuat es un ejemplo, un eminentísimo ejemplo de que no tiene por qué ser así, de que puede ser suficiente para alcanzar una excelencia artística de considerables dimensiones la lúcida honestidad de una historia sin recodos, la meridiana conciencia de lo que se puede y se debe hacer con los medios con los que se cuenta y la valentía de eludir cualquier truco que atente contra la inteligencia del espectador (o lector, o contemplador, u oyente...), después de todo, ningún recurso que no poseamos ya desde que podemos acordarnos los habitantes de este planeta. Y es por eso mismo que se me antoja una de esas contadas películas que ponen en evidencia la concepción más moderna del arte, del séptimo, en este caso, en las cuales su desarmante simplicidad es inversamente proporcional a la emoción que transmiten y al estado hipnótico que provocan. Es por eso que pienso en Atanarjuat como un artefacto a su vez corrosivo por el destierro absoluto al que se ve sometido cualquier artificio fílmico, y la sitúo desde ahora mismo al lado de esas otras contadas excepciones que hacen que la ficción se asemeje a nuestra incómoda realidad y no al revés, como viene siendo habitual, como se hace en Los muertos, de Lisandro Alonso, o en Bab'aziz, el sabio sufí, de Nacer Khemir, en la que pude admirar en primerísimo plano uno de los rostros más bellos que haya visto en mi vida; o en Dersu-Uzala, de Kurosawa, o en Madre e hijo, de Sokurov, o en la española, eso creo, desde luego, La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, junto con un etc. muy cortito tal vez. Ninguna de ellas, curiosamente, del otro lado del Atlántico.

Atanarjuat pone en imágenes, en fin, y en tres horas de metraje que parecen cortas, una leyenda del pueblo Inuit en la cual un espíritu maligno siembra en una familia esquimal a través de sus mujeres (lo siento, chicas, pero está documentado) la discordia hasta llegar al crimen. Atanarjuat se queda con Atuat, la prometida de Oki, lo que provoca la rivalidad inicial. Poco después toma como segunda esposa a Puja, la hermana de Oki, que resulta ser una intrigante de cierto calibre. Cuando la descubre fornicando con su hermano Amaqjuaq en la misma tienda de campaña donde cohabitan, Atanarjuat la golpea y Puja vuelve al campamento de su padre y de su hermano y les cuenta que ha huido porque querían matarla. Oki y los suyos van entonces a buscar a Atanarjuat. Matan a su hermano, pero Atanarjuat logra escapar corriendo complemamente desnudo a través del desierto de hielo. Lo persiguen sin éxito y abandonan dándolo por muerto. Mientras, Atanarjuat ha sido encontrado al borde de la muerte por una pareja de ancianos que lo cuidan hasta que se restablece. Vuelve entonces al campamento de Oki, donde vive de nuevo su amada esposa Anuat totalmente marginada ahora tras ser violada por su antiguo novio, quien se ha erigido en jefe ya por la muerte de su padre al que él mismo asesinó. Atanarjuat desafía a Oki, lo vence y conjura después al espíritu maligno ayudado por los ancianos. Finalmente Oki y su hermana Puja como causantes del mal reinante son expulsados del clan. Así podrán vivir en paz y concordia ya para siempre las generaciones posteriores. El bien vence al mal, concluye la historia. Una historia que, como vemos, no puede ser más simple. Épica, homérica en su desarrollo, desde luego, pero sin un atisbo de grandilocuencia, de impostura, de arrebatadas pasiones pese a la tragedia que se narra, el hueso limpio nada más, lo cual hace que, según creo, resulte de una enorme eficacia pese a sus esteretipos.

Y mientras la acción transcurre lenta, muy lentamente, mientras se dosifica de manera que sin darnos cuenta casi nos atrapa manteniendo viva siempre nuestra curiosidad, vamos contemplando igualmente cómo la cámara, con evidente afán documental, se demora en la cotidianeidad de unos seres que nos parecen de otra galaxia, en sus rostros, en sus manos, en sus quehaceres diarios, en sus tradiciones, en sus alegrías y en sus duelos; contemplamos también los hermosísimos, inhóspitos, difícilmente accesibles paisajes de un lugar imposible al norte de nuestro planeta... Cinéma vérité, llamaron los franceses en su día a esta manera de entender el cine. Pero puede que ya estén antiguos, no sé. En cualquier caso, esta maravillosa sorpresa fílmica que me he encontrado ahora es una lección magistral de cómo se puede hacer Cine de verdad sin tener que estar inmerso en el diabólico engranaje de la industria occidental, de cómo puede hacerse una obra inmensa, no ambiciosa, sólo artísticamente inmensa, de espaldas a los presupuestos, universales ya casi, del uso y el desecho inmediato. A su modo, Atanarjuat rinde tributo también a Robert Flaherty, y cierra el círculo iniciado hace noventa años por su Nanuk el esquimal, la película que planteó por primera vez la concepción de lo que debería ser el cine documental, alejado del turismo de sobremesa que todavía nos mantiene con frecuencia adosados a la pantalla.

Dije antes que Bab'aziz me deparó en su día el gozo de poder disfrutar en primerísimo plano del rostro más bello que tal vez haya visto en mi vida en una pantalla. Pongo aquí el trailer de la película como solaz para aquellos que se hayan atrevido a llegar a este punto de mi comentario. No es lo mismo que verlo en una pantalla de quince metros de largo, claro está, pero capturad la imagen cuando aparezca el rostro y decidme, decidme...

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