jueves, 31 de diciembre de 2009

En memoria de Iván Zulueta (gran pérdida)

Por una cultura al alcance de todos en este inminente 2010

INMANUEL

-Qué es esto?- exclamó el productor tras echar una ojeada a la primera página del guión-. ¿Está de pie y piensa? ¿Y por qué es de noche?
-Piensa, porque así empieza todo. Y tiene que ser de noche, porque él debe ver las estrellas. En el libro lo pone claramente: "El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en el fondo de mi corazón."
Se trataba de una adaptación cinematográfica de la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant.
-¡Está de pie! Pero si en una película tiene que haber movimiento, ¿es usted un principiante o qué? Que camine, al menos, o mejor que corra, sin aliento, porque tal vez alguien le persigue. Eso da dinamismo y despierta el interés del espectador. Puede ser de noche, si quiere.
-Pero si corre no piensa, porque no tiene tiempo.
El productor se sumió en sus pensamientos, como Kant hiciera en otro tiempo.
-Ya lo sé. Cambiaremos la situación. Kant está de pie en la barra de un bar, sin afeitar, porque tiene problemas. A ver, a ver. ¿Por qué lleva esa peluca? ¿Era calvo o qué?
-Es una película de época, histórica.
-¿Se ha vuelto loco? ¿Quiere hacer Los tres mosqueteros o qué? Lo trasladaremos a los tiempos modernos. Noche, un bar, varios tipos alrededor, ¿comprende? La vida misma.
-Pero, ¿y qué pasa con las estrellas?
-Muy sencillo. En el bar hay un televisor, precisamente dan La guerra de las galaxias. Kant lo está mirando, o sea que ve las estrellas.
-¿Y la ley?
-¿Qué ley?
-"La ley moral en el fondo de mi corazón". Lo escribió claramente.
-No hay problema. el Sheriff entra en el bar y Kant tiene miedo porque no tiene la conciencia limpia. Lo mejor será la droga.
Hojeó unas cuantas páginas del guión
-¿"Imperativo categórico"? ¿Qué es eso? ¿Algo relacionado con el imperialismo? No estaría mal.
-No lo sé, pero me parece que se refiere a que se está obligado a hacer algo.
-Claro que se está obligado a hacer algo. A cambiar este guión. Aquí Kant dice: "Éste es mi imperativo categórico", inmediatamente después de haberle dicho que no se casará con ella. Esto no puede ser, es muy flojo.
-¿Por qué muy flojo? Pero si ella le dispara.
-Pero el sexo normal ya no interesa a nadie. Kant tiene que ser al menos bisexual. Le añadiremos un sobrino.
-¿Por qué un sobrino?
-Porque será menor de edad. Kant es su tío y de paso tendremos también incesto. Ahora todo cuadra: el sobrino es drogadicto, Kant le proporciona la droga y por eso tiene miedo del Sheriff.

Terminamos la película en dos semanas. Se llamaba Mi nombre es la existencia, porque desde el principio se trataba de una película intelectual, por eso nos basamos en Kant. Pero a pesar de ello tuvimos un gran éxito de público. La popularización de la cultura empieza a salir a cuenta.

(En El Árbol, de Slawomir Mrozek, Ed. Acantilado)

viernes, 25 de diciembre de 2009

Muy pronto

Estas Poéticas capitales de Francisco Javier Torres constituyen una contundente y muy personal aproximación a las más importantes poéticas del pasado siglo en Málaga sobre todo. Un lugar fundamental en el libro lo ocupa el trabajo dedicado a las poéticas de los años 60 y 70, en el cual se desarrolla un estimulante estudio de los autores más destacados de esos años (Alfonso Canales, Rafael Pérez Estrada, Rafael Ballesteros o José Infante), para finalizar atendiendo a las más novedosas formas de escritura poética que se iniciaron por entonces. Un estudio de las poéticas fundacionales de estos autores, pues, que no provocará indiferencia en cualquier caso, pero también un muy interesante repaso al ambiente cultural de esos años que resultaron claves sin duda para definir nuestra sensibilidad actual. Se incluyen previamente varios trabajos sobre José Antonio Muñoz Rojas que son producto de la lectura atenta que de sus libros ha venido realizando a lo largo de los años. Tres estudios más sobre autores procedentes del espacio exterior y no atendidos tal vez como se debiera (Rafael Juárez, Carlos Alcorta e Ives Bonnefoy) sirven de contrapunto a lo anteriormente tratado.

sábado, 19 de diciembre de 2009

El pensamiento cautivo

Uno de los libros más estremecedores que he leído en toda mi vida es precisamente el de Czeslaw Milosz titulado del mismo modo que esta entrada, publicado por la editorial Tusquet en 1981 y del que ignoro si existe reedición. A lo largo de sus casi trescientas páginas de apretada letra, publicadas originalmente ¡en 1953!, el escritor polaco, poeta sobre todo y narrador tambien, premio Nobel en 1980, lleva a cabo en El pensamiento cautivo una intensísima prospección en el horror que supuso la aniquilación metódica de toda conciencia humana, de toda crítica al sistema por minúscula que fuera, más allá de cualquier límite imaginable en los años en que vivió bajo la dictadura proletaria en su país, hasta que en 1951, siendo agregado cultural en Whashington, tuvo el suficiente valor para desvincularse del monstruoso engendro al que él mismo estuvo a punto de sucumbir y que algo más tardó en descubrir en toda su crudeza el resto de nuestro asteroide. No son sólo las condiciones de vida más o menos rigurosas de los alienados de una sociedad en la que "el acto de acusar al prójimo era la única manera de defenderse uno", lo que nos da escalofríos, sino el inusitado poder de persuasión, convicción y neutralización mental de la clase intelectual sobre todo que exhibía el sistema con su diabólico engranaje ideológico, prefigurado, como ya sabemos, en la obra kafkiana muchísimo mejor que en cualquier otra parte; el poder observar también cómo se comporta el espíritu humano en situaciones extraordinarias y comprenderlo, con todas sus implicaciones históricas, lo que podría constituir muy bien el humanísimo objetivo de este libro.
Al respecto de las implicaciones históricas no me resisto a copiar un párrafo extraído del libro Decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon, citado aquí por el propio Milosz:

La devoción del poeta o el filósofo puede estar secretamente alimentada por la plegaria, la meditación y el estudio; pero el ejercicio del culto público parece ser el único fundamento sólido de los sentimientos religiosos del pueblo, cuya fuerza procede del hábito y la imitación. La interrupción de ese ejercicio público puede consumar, en un lapso de pocos años, la considerable obra de una revolución nacional. El recuerdo de opiniones teológicas no puede conservarse mucho tiempo sin la ayuda de artificial sacerdotes, templos y libros. El vulgo ignorante, cuya mente se encuentra agitada por ciegas esperanzas y por terrores supersticiosos, pronto se dejará persuadir por sus superiores para que oriente sus plegarias hacia las divinidades reinantes en la época; e imperceptiblemente se impregnará de ardiente celo en apoyo y para la propagación de la nueva doctrina, que el hambre espiritual le obligó a aceptar al principio.

Pero junto a esta cuestión, digamos, de propaganda, se quiera o no, lógicamente a la inversa, que no es desde luego baladí, se nos dispone en paralelo el minucioso análisis introspectivo de la propia conciencia del autor tratando de explicar, no de justificar, desde luego que no, cómo puede llegarse (y se puede, he ahí el horror) a semejante enajenación de toda realidad para hacerla congeniar con el espíritu de libertad que se cree estar ejercitando. Un portentoso ejercicio de lucidez extrema sin lugar a dudas, que unido al profundo dolor que nos transmite cuando deja entrever, sin sentimentalismos, lo que supone verse uno extirpados a lo vivo la propia lengua y los lugares que habita, hace que, como digo, el libro resulte hipnóticamente sobrecogedor sin tregua casi alguna a lo largo de cada una de sus páginas. Y un aviso para navegantes también desde luego de primera magnitud que conserva además ahora mismo, para el que quiera verlo, toda su vigencia

Y recuerdo, ahora que me he puesto, otro libro también absolutamente sobrecogedor, quizás bastante más brutal, mucho más enfurecido que este de Milosz, sobre la conservación de la lucidez, lo único que tal vez puede salvarnos, en situaciones extremas: Más allá de la culpa y la expiación, de Jean Emerich, donde se nos habla de lo que supuso la existencia intelectual, si la hubo, en un campo de exterminio nazi. Y otro, El cero y el infinito, de Arthur Koestler... El horror, el horror, como diría el Kurtz conradiano, el horror existe y puede que nos alcance. Exorcizémoslo con la mejor literatura .

martes, 15 de diciembre de 2009

Liverpool, de Lisandro Alonso (y chapter III) (aunque menos Alonso ya)

Hugo y yo cruzamos todavía algún correo más aunque ya menos centrado en el cineasta argentino (nada que ver, pues, con nuestro archiconocido bicampeón mundial de Fórmula 1). Algo de cine japonés apareció, fíjate tú, bien apreciado por ambos, y unas gotitas además de buena literatura aparecieron también. Después de ellas me sumí en la lectura del Gaddis referido. Y aún lo estoy, y lo estaré un rato. Y lo comentaré con Hugo, claro está, cuando lo culmine (sí, culmine, es una escalada seria, una cumbre de proporciones gigantescas en todos los sentidos este libro que estoy leyendo, a lo largo, a lo ancho y a lo hondo). Discúlpenme, pues, si no aparezco por aquí mientras tanto todo lo que deseara.

El chapter III (y último, sí, y breve, qué pasa, no esperarán que estemos destripando esta película toda la vida ¿verdad?):

¡¡Claro!!! Erice, cómo se me pudo olvidar Erice. Y José Luis Guerín, qué olvido imperdonable también. Ves, ya sabía yo que algo de eso me ocurría con las prisas. Bueno, reparada queda la infamia (je, je), te agradezco el apunte. Y ya en el exterior, desde luego Kitano, todo, espléndido, me fascinó desde que vi hace bastantes años su Hana-bi Luego ya casi todo lo que he podido, Sonatine, Brothers, Zatoichi, El verano de Kikujiro. A mí me encandiló Kitano, vaya que sí. Y hay otro japonés por ahí, que si no conoces, te recomiendo fervientemente, Kiyoshi Kurosawa (nada que ver con el maestro, pero otro maestro, sin duda), Yo he visto Cure y Retribution. Y tengo por ahí todavía pendiente Kairo. Verdaderamente espléndido, único, tanto estética como narrativamente (aquí sí hay, sí, una buena historia, tremenda, sorprendente, onírica, fantasmal).
Y qué curioso, también yo estuve mirando cositas de Lowry hace unos días, de su espléndida Bajo el volcán. Oye, pues que me está gustando esta conversacioncita. Tiene su aquél. Me gustaría ponerla en mi blog. ¿Te importa?
Abrazos y que disfrutes. Nos vemos a la vuelta, claro que sí.
Paco


Parece que Takeshi, después de su "takeshis" ha estrenado "glory to the filmmaker", la segunda película sobre la condición del creador "confundido"; hay una tercera parte todavía no estrenada. es lo de Fellini ocho y medio pero a tres bandas. tengo la primera, que todavía no vi, y espero ver pronto la segunda (posiblemente lo haré en Bs. As.). el japonés está lanzado. a ver si después vuelve a sus maravillosas pelis sobre yakuzas (hay una primera trilogía de este tipo, magnífica).
en fin, que antes de partir a la primera patria debo concluir un trabajo sobre "límites y condiciones de la experiencia" (¡toma ya!) pare leer en unas próximas jornadas el día 20 de este mes (justo el día que luego parto).
respecto a Lowry, te recomiendo que te consigas (será vía Iberlibro, si puedes) una biografía señera sobre el muchacho, es de un tal Douglas Day y está editada en México (creo). Buena de verdad. En estos tiempos de escritores chorras, superficiales y charlatanes, vale la pena descubrir a un creador verdadero.
si le echas mano a Gaddis, coméntamelo (otro grande).
en fin, que parto.
con nuestro mails puedes hacer lo que te parezca, que me parecerá bien.
un abrazo.
sp.s.: si me escribes, intentaré contestarte desde el otro lado del charco.
Hugo


Por cierto, después de mi diatriba contra el cine español pude ver La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta y me ha hecho suavizar mis posiciones. Si tienen la oportunidad no dejen de verla, es una joya de verdad, sin duda alguna.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Vetusta Morla

Hacía tiempo que no me entusiasmaba tanto con un grupo, con esta canción en particular, pero con todo su disco al completo, único hasta ahora que ha publicado Vetusta Morla. Desde que me encandiló La dama se esconde, y ya hace de eso, no me había pasado nada igual. Llevo no sé cuantos días escuchándolo y no me canso. Pop-rock del bueno, muy bueno, sin lugar a dudas. Escúchenla, escuchen sus guitarras, su letra sobre todo, intimista, poética, arrebatadora, definitiva...




Bueno, y con la guitarrita de Vini Reylli también me he entusiasmado hace poco, aunque esto ya no sé lo que es, flamenco-tecno-pop tal vez, pero qué importa, delicioso en cualquier caso. Ah, bendito Spotify...

domingo, 29 de noviembre de 2009

Liverpool, de Lisandro Alonso (chapter II)

A lo que alegaba Hugo sobre el cine de Alonso (nada que ver con nuestro egregio Meteoro) aduje yo esta reflexión sobre el cine español que sigue. No sé si algo radical, como digo ahí, realista, creo, en cualquier caso, me temo, insisto, y a pesar incluso de los "Cineastas contra la orden". Hugo replica, no obstante, con algunos olvidos imperdonables por mi parte (del cine reciente, del reciente, no del histórico, del que tal vez podamos tener todos buenos ejemplos en la cabeza). Ahí va, pues, el segundo asalto:

A pesar del pequeño reproche (tengo, en efecto, que admitirlo, Hugo), y que no le resta ningún valor o muy poco, por cierto, a pesar de él, digo, una de las cosas que me pregunto también después de haber visto el películo de Alonso, y que me reprocho yo, bueno, no personalmente, claro, sino a los talentos de este país, es qué clase de cine se hace aquí que pueda estar mínimamente a la altura de esta propuesta misma. Sí sé que que es absolutamente necesario mantener la industria, la poca que quede, pero al margen, o al lado de ella, debería haber talentos vigorosos que fagocitaran (¿por qué no?) desvergonzadamente, sin rubor alguno, a, digo yo, maestros de la envergadura de los que he sugerido (aquí, me temo, ni verga, ni dura , por más que lo pienso, je, je), y que fueran capaces de crear una obra guiados sólo, o sobre todo, por criterios artísticos más que mercantiles, como es el caso de Alonso, desde luego. Me temo que andamos demasiado obnubilados con el cine comercial made in usa y algo también almodovarianamente (y mira que me gusta su cine) enredados, ay, con lo chic, más que con lo artístico, ya digo (y no hablo de Amenábar, prefiero olvidarlo ya definitivamente, por supuesto). Hecho de menos talentos vigorosos y arriesgados que puedan equipararse a las honrosas excepciones, tal vez, de Pere Portabella, que ya no es un crío, por cierto, o a Julio Medem, también, y, a lo que parece (que todavía no la he visto pero ya está acercándomelo la mula), Eugenio Mira y su The Birhday, o, incluso, los muy recientes Paco Plaza et alius con Rec (que me encantó, aunque deplore la secuela y me niegue a verla, al menos por el momento) (a Coixet, no la nombro que, no sé por qué, me cae francamente mal, me repele). Poca cosecha, en cualquier caso, según creo. Hecho de menos, insisto, propuestas del calado intelectual y artístico de tu paisano. No sé si me excedo pensando esto, tal vez sí, y alguien habrá incluso que me replique que no es de recibo salvar poco o muy poco de lo que se hace por este reino, y alegue nombres que desconozca o se me olviden (lo que deseo fervientemente), pero esa es la impresión que tengo, para qué voy a engañarme.

Dicho lo cual, al respecto de lo que indicas sobre el soporte y los modos que utiliza nuestro amigo, tengo que decirte que, personalmente, y a nivel artístico, ni me pone ni me quita que esté rodada en celuloide o en digital. Lo veo más bien como lo que es, una postura ética más que estética y a mí la que me interesa más que nada es ésta última, desde luego. Si funciona la cosa, lo mismo me da que esté grabada en papel higiénico, si me permites la broma, pero es que me la he puesto a güevos, je, je. De acuerdo en que ese modo de operar puede dar resultados técnicos distintos, pero no por ello, por ello sólo, tendrán más valor, en mi opinión, que si se hiciera de otro modo. Yo creo que lo interesante está, como tú indicas, en la cámara, en la mirada del que está detrás de la cámara, vamos, en si es capaz de transmitir adecuadamente (sí lo sé, qué es eso de adecuadamente, pero tú ya me entiendes) con lo que enfoca, con la imagen que acotan los márgenes del encuadre.

Y estoy de acuerdo contigo en que uno de los grandes valores de la película es precisamente su poder de evocación, de sugerencia, más que de explicación. Eso creo yo que es una premisa inexcusable cuando hablamos de gran arte, y aquí se cumple con creces. Al espectador (lo mismo que al lector) no debe dársele todo, y eso que falta, que debemos poner nosotros, es lo que hace que funcione el asunto como obra de arte, como lo que entiendo yo por obra de arte.
Dices también que no hay historia, que no hay guión, pero yo creo que sí la hay, y que aunque la cámara, por ejemplo, siga grabando, en tus palabras, "la vida desolada de la comunidad" después de la marcha de Farrell, este personaje central está presente y provoca que esa misma "desolación" se haga más profunda y se vuelva a abrir la herida de un posible desgarramiento anterior. Es cierto que Alonso no toma partido, no ensaya una postura ética al respecto de lo poco o lo mucho, más bien poco, ya te lo he dicho, que cuenta, eso está bien advertido, pero cuenta, desde luego una historia que toma cuerpo al final y da sentido al resto. Yo no creo que estemos ante unas imágenes exentas. Una historia de una simplicidad desconcertante, si quieres, pero una historia después de todo. Y al respecto de esta ausencia de planteamientos éticos en lo narrado, que me parece absolutamente encomiable, dicho sea de paso, se me ocurre, por enredar más que nada (je, je), que pudiera haber cierta contradicción, ya a nivel extrafílmico, entre no haberlos aquí y encontrarlos en cambio cuando hablamos del soporte técnicos que emplea. No sé, ¿se lo has preguntado al interfecto? (je, je).

Ah, por cierto, te dejo un enlace interesante tal vez sobre la cuestión del uso de recursos técnicos obsoletos o ya en retroceso para obtener resultados artísticos hoy, ahora mismo. Ya me dirás qué te parece (si te parece algo, claro). Yo me acuerdo mucho de Frank Zappa cuando pienso en este asunto. Qué bueno era el tío ¿no?
Abrazos
Paco


me voy de vacaciones en unos días y no quería hacerlo sin responder a tu mail. creo que alonso cuenta, ya que no se puede no contar, el asunto es cómo cuenta y el modo en que lo hace; pero que cuenta, sin duda, cuenta. del cine español sigo enamorado de erice y guerín, ya maduros, por cierto, y hay por allí una chica llamada mercedes álvarez, o algo así, que hizo "el cielo gira", una propuesta arriesgada y aburrida que a mí no me gustó pero que me pareció bien (la actitud, quiero decir). también hay un pedante apellidado serra (¿o sierra?) que hizo una recreación del quijote a lo jean renoir que no está mal. al menos intentan mostrar que se toman el cine en serio, lejos de subvenciones malignas y presupuestos gigantescos. a mira no lo conozco, y no he visto nada de portabella (a mi regreso lo haré). a paco plaza lo conozco personalmente (es muy amigo del hijo de almudena) pero no vi nada de él. como ves, veo poco cine español, y argentino sólo el de la gente que te mencioné. coixet es un desastre previsible mimada por los medios y nuestro dinero (subvenciones). en cuanto a amenábar, al que prefiero ignorar, parece que su gran mérito con ágora es haber hecho una película "como las grandes producciones de hollywood". por ahora sigo reviendo a fellini, del que acabo de leer una extensa biografía en la que late el genio que fue: radical e intransigente. en bs as intentaré encontrar "las voces de la luna", su última peli difícil de conseguir (parece). me estoy bajando algo de Ceylan (a ver qué pasa) y lo último de Takeshi Kitano, que a pesar de sus irregularidades, me gusta, sobre todo la libertad con la que filma, incluso el modo en que se arriesga a hacer el ridículo. en fin, mucha gente detrás de la cámara, y una vez más, lo del trigo, la paja y otras masturbaciones. a mi regreso concretamos nueva cita, esta vez con la amiga minervina y josé manuel presentes. un abrazo y saludos a la niña y a tu mujer.

p.s.: estoy releyendo a Lowry una y otra vez. creo que es grande de verdad. ya lo hablamos.
Hugo

viernes, 27 de noviembre de 2009

Apocalípticos e integrados

Podríamos calificar al Palahniuk de Rant de apocalíptico si nos quedamos con su trama únicamente, a través de la cual se nos muestra un mundo infectado a conciencia, desde hace mucho, eugenéticamente, por todos los virus imaginables; un mundo dividido, segregado ya no espacialmente, sino temporalmente, donde los diurnos (apolíneos) se oponen a los nocturnos (dionisíacos, que viven de verdad y plenamente su existencia, a pesar de todo). Una distopía (Ballard, pero morigerado) cercana, contemporánea, nuestra casi, en la cual esa segregación "se hizo inevitable", donde "nosotros mentimos, ellos mienten, todos somos unos mentirosos", donde estamos obligados, porque si no no eres nadie, a "re-programarnos" a través de los puertos usb incrustados en nuestros cogotes. Visto así, desde luego que podemos hablar de Palahniuk como de un autor apocalíptico, admonitorio. Pero no creo que sea esa su intención ni mucho menos. No existe intención moral alguna en nuestro autor, quizás todo lo contrario. No teoriza, como pudieran hacerlo los apocalípticos, sobre la decadencia del mundo, de nuestro mundo, sino que, más bien integrado en él, "actúa, produce, emite su mensaje a todos los niveles", como nos advierte Umberto Eco, para constatarlo sin ensayar juicio alguno. Precisamente una de las propuestas ("la propuesta", quizás) más interesantes de la obra está planteada a modo de cuestión irresoluble, y a través de las ondas hertzianas (a todos los niveles), no lo olvidemos: "¿y si la realidad no es más que otra enfermedad?", dice el parco Rant, inmediatamente después de declarar su amor por la contrahecha Echo. Una alucinación provocada por la fiebre provocada por la rabia. Todos estamos rabiosos, pero no lo estamos; todos queremos estar rabiosos porque no lo estamos, bueno, ¿y qué? De todas formas, yo recomiendo tener mucho cuidado desde ahora con los murciélagos. Por si acaso...

domingo, 22 de noviembre de 2009

Liverpool, de Lisandro Alonso (chapter I)

A propósito de la película Liverpool, de Lisandro Alonso (nada que ver con nuestro homónimo velocista), mantuve hace unos días una interesantísima conversación electrónica con el escritor y escrutador de mentes alienadas (o no tanto) Hugo Abbati (de quien, por cierto publicaremos dentro de poco su estupenda y ¡¡¡bernhardiana!!! novela Correspondencias, estén atentos). Hablando de cine un día en su casa, él me sugirió que viera esta película del director argentino y que la comentaramos después. Aquí está el resultado. Como han sido, después de todo, algo extensas nuestras disquisiciones, he decidido hacer varias entregas para acomodarme así en lo posible a esa ligereza que se le reclama a los textos en esta web 2.0 (que se queda un poco huérfana, dicho sea de paso, con la conclusión del blog de Miguel Ángel Muñoz El síndrome Chejov). Ahí va la primera. Envido yo, Hugo responde:

Acabo de ver, mi querido Hugo, Liverpool, la película de Lisandro Alonso que me recomendaste. Me gustaría que la comentáramos, recuerdo que me dijiste. Bien. Para mí tiene una mezcla de Raoul Ruiz, Arturo Ripstein y Alexander Sokurov (incluso con algunas gotitas lynchianas, fíjate). Padre e hija en este caso, claro, si no me equivoco, para la referencia a Sokurov, cuya película se titula a la inversa (deliciosa, si no la has visto, te la recomiendo fervientemente, todo lo de Sokurov, vamos). Algo he visto del misterioso halo fílmico de Ruiz y de la sordidez ambiental de Ripstein. Bueno, un trío de ases en cualquier caso cuyo recuerdo hace que la película ya por eso sólo tenga un valor añadido poco frecuente.
De todas formas, me ha dejado sensaciones contradictorias. Por un lado aprecio el despojamiento y la sequedad narrativas de tu paisano, sin florituras de ningún tipo. Y creo que contiene imágenes del entorno natural (y no sólo natural) realmente bellas (he ahí a Sokurov de nuevo). La película sugiere más que explica, y eso está a su favor, desde luego. Pero, no sé, me parece que lo que cuenta es tan simple que, incluso siendo corta como es la cinta (bueno la cinta en mi soporte ya no, unos y ceros, ja, qué curioso), me parece algo extensa. Quizás sea éste mi mayor reproche. No sé tú qué opinas...
Abrazos
Paco


hay algo en alonso que no existe en ruiz, ni en sokurov ni en ripstein, y es el ascetismo antinarrativo del argentino. hay, sin embargo, un montón de cosas en el cine de los otros, que no están en alonso. partiendo de la base de que sokurov es muy superior a ripstein y a ruiz, y que ripstein es muy superior a ruiz (superior aquí quiere decir que me gustan más). precisamente lo que no hay en estos tres y sí hay en alonso, es lo que lo distingue como un cineasta distinto. y dejaré de lado, en esta opinión, las dificultades presupuestarias de alonso para filmar y la escasez de materiales con que lo hace, esto en sí no es meritorio, pero el resultado sí lo es. para empezar, A. sólo filma en 35 mm y abomina del digital, esto tiene que ver con la claridad y la imagen profunda que el 35 da, y que impide la distorsión del digital cuando se lo manipula, y esto significa: el plano es fundamental, el plano en sí, sin idea agregada, sin querer transmitir nada que no sea lo que el plano dice. efectivamente, en A. no hay guión, no hay historias propiamente dicha; las débiles tramas son el soporte para fundar la mirada de la cámara, si hay historia, es en la imagen, en cada imagen, así, en liverpool, el sujeto come, folla, viaja, se desmaya, dice cuatro tonterías y desaparece. el sujeto entra al plano, la cámara nunca lo sigue (no está al servicio de la historia posible de esa persona), y de hecho, al final, el sujeto se marcha y la cámara se queda y sigue filmando la vida desolada de esa comunidad, por lo tanto, la historia no importa nada, a no ser que uno se la monte en su cabeza, y si lo hace, lo hará a través de lo que la cámara nos muestra, nada más. no hay en A. la tentación de usufructuar la grandiosidad del paisaje, este opera como una materialidad que constituye a los personajes en ese ámbito (como diría heidegger, los muestra como no teniendo mundo, sólo hábitat). esta reducción última, donde lo emocional se intuye pero no surge, refuerza la condición casi de mamíferos de los protagonistas, de los que no sabemos nada, de modo que filmarlos es simplemente filmarlos, pero no al modo documental, sino jugando con los espacios que la misma filmación crea, con la ambigüedad de la "historia", la cámara crea y devora la situación, y así y todo, hay un vacío, y A. diría que ese vacío no lo cubrirá el cine, que nos puede emocionar, aburrir, alegrar, etc., pero que nunca llenará el vacío que impulsa la creación: el cine de A. da cuenta de ese vacío y, así, de los límites del cine mismo cuando lo único que quiere contar es que su contar tiene un límite, y que ese límite es infranqueable.
bueno, además de eso, te sugiero la trilogía de A. previa a Liverpool: La libertad, Los muertos y Fantasma (en ese orden).
como oposición feroz y magnífica al cine de alonso, te sugiero historias extraordinarias, de llinás, lo mismo pero al revés.
un abrazo.
p.s.: me gusta mucho sokurov.
Hugo

jueves, 19 de noviembre de 2009

El hombre que sabía demasiado

Mi viaje a Valencia para presentar Conozco un atajo que te llevará al infierno, el libro de Pepe Cervera que hemos publicado hace muy poco, ha resultado iniciático después de todo. Y bien que le conviene a la obra que haya sido así, ahora que lo pienso, aunque mirásemos después del acto, eso sí, para el lado contrario, para el celeste, nada de infiernos. Ha habido ya, como es lógico, muchos viajes con el mismo propósito, pero ninguno ha estado envuelto en la mistérica naturaleza de éste de ahora. De modo que he podido saber allí por la boca misma del propio difunto que Vicente Gallego ha muerto. Un notición me llevo a Málaga y cosas así dije medio en broma, pero como creo que no podía oírme porque ya no existía, no sé si se percató del jubiloso asombro que también contenían mis comentarios. Asombro y júbilo, así es. Y no sólo por esa afirmación, que podría parecer algo tenebrosa pero que no lo era o que podría, por otro lado, inducir con facilidad a pensar que hablaba en metáforas, que se refería, por ejemplo, a su obra o a su existir convencional, nada de eso. No sólo por ella así a secas, sino por lo que añadiría después el finado respecto a que su ser había abandonado el lugar donde se encuentra la ensimismada consciencia del individuo Vicente Gallego para convertirse en pura energía colectiva homologable con esa otra energía superior que conforma el universo entero, de tal manera que Vicente Gallego, insistió, ya no existía, había muerto, por tanto, y en su lugar podíamos ver, si quisiéramos, la pura materialidad inmaterial de la que participan todos y cada uno de los elementos (aire, piedra, etc., incluido por supuesto el ser humano) de lo que conocemos, tal vez erróneamente, apostilló, como creación (eso dijo, o vino a decir, no sé). Concluyó afirmando, y de ahí sobre todo mi júbilo, que por esto mismo no le teme, no puede temer a la muerte, puesto que ya le ha acaecido. Yo quise saber por qué vía había llegado a semejante conclusión. Aludí a los gnósticos, a los místicos, a Madame Blavastki, qué sé yo, pero sólo repetía como un mantra tibetano, negando cualquier implicación de la fe, que no era de metafísica ni de teología de lo que hablaba, sólo de consciencia, de certezas adquirida a través de la razón. El asunto desde luego no es baladí, y lo del miedo a la muerte a mí, lo confieso, me sobrecogió. Quizás más porque estaba, estoy, muy sensibilizado con este tema después de haber terminado apenas de leer Ruido de fondo, el fabuloso tratado de Don de Lillo sobre tan peliaguda cuestión. Hubo un momento en que vi a Vicente Gallego, o a lo que a mí me parecía Vicente Gallego, coger un comprimido de una cajita y no pude evitar acordarme del Dylar, ese medicamento experimental que pretende actuar sobre la zona del cerebro donde se cobija nuestro ancestral miedo a la muerte para reprimirlo hasta su extinción. Es glorioso, pensé, este hombre que tengo frente a mí tiene a su vez el secreto para conseguir aniquilar esa idea que a nosotros nos atormenta de un modo tan monstruoso, sismográficamente. Si ha logrado sortearla mediante ese procedimiento racional que defiende, pensé también, si no le afecta en lo más mínimo ya, si no miente, y Vicente Gallego, o lo que yo conocía como Vicente Gallego, no es desde luego un charlatán, no hay más que introducir su nombre en un buscador para saber de quién estamos hablando, si no miente, digo, es que ha llegado, por un camino, eso sí, por el cual a mí al menos se me hace difícil transitar, a saber tal vez demasiado. No pude por ello evitar tampoco entonces sentir algo de envidia de aquel cadáver.
La presentación que hizo del libro de Pepe, previa, claro, al viático que se nos administró, fue estupenda. Puede echarle un ojo aquí el lector interesado. Yo tenía verdadero interés en leerla después del notición que estoy contando, lo de la muerte de Vicente Gallego, etc., por si pudiera sugerir algo de lo que escuché después, pero para mi sorpresa nada hay en ella que haga intuir siquiera esa iniciática sabiduría. Ni leyéndola hacia atrás. De lo más mundana resulta, de aquí, de esta tierra, certera, aprehensible y brillante, incluso algo canalla, como a mí me gusta, dicho sea de paso y como prevención para posibles confusiones...

sábado, 14 de noviembre de 2009

Alemania, año cero

Es curioso cómo a veces el comentario elogioso de una obra por parte de alguien acreditado puede causar un efecto contrario al que se pretende. Quizás la calificación de “obra maestra” para un libro, dicho así como de paso (y, pensamos después, con cierto interés comercial) pueda provocar unas expectativas que desgraciadamente en muchos casos son luego difíciles de homologar en la lectura. Eso es tal vez lo que me ha pasado a mí con Borchert, de quien no tenía ni la más remota idea hasta que Dorotea propuso su lectura, tengo que decir. Desde luego, el compromiso moral de este autor con el padecimiento y el dolor provocados por la guerra resulta irreprochable, pero no puedo dejar de pensar que su literatura, digo su literatura, no su intención, adolece de cierta inocencia constructiva, de cierta gazmoñería, si me lo permitís, tal vez producto de su corta edad. Porque desgraciadamente, aunque muerto muy joven como Rimbaud, no podemos afirmar que estamos ante un genio semejante, vamos, no sé si alguien lo duda. Y pensamos así cuando da existencia carnal, por ejemplo, en “Billbrook”, a la farola o a la cabina telefónica; o cuando dice cosas como “convertir la noche en noche”; o cuando trae a dios a escena en una especie de auto-sacramental calderoniano algo precipitado que no ha intuido siquiera a Artaud ni a Brecht; o cuando observamos esa insistencia suya en calificar tres y cuatro veces la cosa como queriendo aprehenderla por completo, sin conseguirlo, según creo, o repitiendo cláusulas con intención obsesiva, (prefigurando a Bernhard, según dicen algunos, aunque yo, claro, no lo crea del todo, y sin querer afirmar con esto que Bernhard surgió de la nada), que no logra el efecto buscado y provocando, en mi caso, que considere que quiere decir mucho, quiere decirlo todo, vamos, y no puede. Lo que quiere decir, según creo, y con todos mis respetos, lo que dice y lo que no consigue decir, ya lo “decía” mucho mejor Beckett sin decirlo. Bueno, y todo ello a pesar, repito, de su incuestionable propuesta ética. Pero debemos saber ya a estas alturas que la literatura no se hace con buenas intenciones.
De todas formas, esto no quiere decir que no merezca la pena esta lectura, ni mucho menos. Hay aquí relatos de alto interés, como por ejemplo el citado “Billbrook”, o “El pan”, una minimalista descripción de la piedad amorosa que vale, precisamente, por lo que no dice, o “Pues claro que las ratas duermen de noche”, o el gracioso y enternecedor “Shishifo”. Los lisiados, los enajenados, los cornudos y los mutilados, los vivos, las vivas y los muertos, harán también las delicias de los que se inclinen de algún modo hacia lo gore, aunque atemperado, no vayan a creer… Una grotesca parada de monstruos producto después de todo de nuestra monstruosa humanidad.

Borchert es un claro ejemplo de la literatura alemana de posguerra, a la que se etiquetó como “literatura de los escombros”. A este tipo de literatura pertenecen también Heinrich Böll, su máximo exponente tal vez, y del que todos seguro habréis leído su inolvidable Opiniones de un payaso, Hans Magnus Enzensberger o Gunter Grass. Tal vez demasiado grandes, no sé, todos estos, si los ponemos al lado de Borchert, que fue lectura obligada, según parece, en las escuelas alemanas durante mucho tiempo, aunque hoy ya no disfruta de esa preeminencia, a mi modo de ver, literariamente injustificable. Otras razones había, y es una cuestión de envergadura considerar la imagen que de sí misma quería tener Alemania.
Para que nos hagamos una idea de lo que se cuece en esta actitud literaria, no sé si grupo o generación, tal vez nuestra teutona pueda aclararlo, debemos tener presentes las imágenes de Alemania, año cero, de Roberto Rosellini, o las de Europa, de mi muy admiradísimo Lars von Triers, o las de El tercer hombre, también, de Carol Reed (con Joseph Cotten de malo y Orson Welles de bueno, o al revés), aunque un poco (un mucho) más lúdicamente que en las anteriores.

Y después de esto, pienso que tampoco estaría mal echarle un ojo a Ernst Jünger, aunque anterior, tal vez el cínico y autocomplaciente antagonista de nuestro amigo Wolfgang.

En fin, me lo pedía el cuerpo. Y ahora ya, excusadme.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Bajo este sol tremendo

Si, como parece, la narrativa actual, aunque menos ya, tiene una de sus señas de identidad en hacer que el personaje, los personajes actúen y se descubran y evolucionen en su papel al margen de más o menos omniscientes descripciones más o menos detalladas, más o menos sicológicas, físicas, situacionales, etc., etc., yo creo que Bajo este sol tremendo, el libro del argentino Carlos Busqued, podría muy bien usarse entonces como su ejemplo paradigmático. Sugerir, entonces, más que acotar, sustraer paradójicamente en un género que tal vez se haya caracterizado a menudo por lo contrario, solapar, difuminar si se quiere, los caracteres y acontecimientos, en cierto modo, serían algunas de las claves de su propuesta, las mismas, por cierto, no está de más recordarlo, con que la poesía lleva trabajando desde hace tanto (y sin intentar con esto que digo establecer prelación, ascendencia o descendencia alguna, sólo señalar el planteamiento que pudiera desarrollarse ahora por esta razón en ambos lados, hacerse común). Desde luego, este procedimiento, este propósito de aposentar sin más a esos personajes en el asfixiante escenario escogido para la novela (no de demostrarnos, no de convencernos de nada que a ellos, o al propio autor, dicho sea de paso, concierna) está usado aquí con una voluntad, una fruición y, sobre todo, con una eficacia poco o nada comunes. Así, no sólo puede que no nos enteremos de por qué actúa Cetarti del modo absolutamente indolente en que lo hace, de si aprecia, por ejemplo, a su progenitora, o admira tal vez a su hermano, ambos familiares muertos no se sabe muy bien cómo o por qué; de que tampoco nos hagamos una idea cierta al respecto de si Duarte es de veras un desalmado peligroso o un matoncillo del tres al cuarto; de si Danielito distingue o no la realidad en la que se encuentra de los recurrentes sueños que le atormentan (o no), de si el histerismo de su madre lo provoca él mismo o la hostilidad de la existencia, así, en general. Nada de eso se nos resuelve. Incluso respecto al personaje de Danielito, de segunda fila en la narración, se permite el autor jugar gozosamente con nuestras expectativas cuando después de haber ensayado nosotros, inocentes lectores, una posible apariencia física suya, en una frase, al final, como de paso, nos lo muestra de reojo en su apariencia real y lo atrapamos y nos la aplasta el autor. Sin contemplaciones. Y sin opciones, desde luego, para pensar que hemos caído en la trampita preparada por un profesional del ramo, tipo Claudel o similar, puesto que no nos resuelve nada tampoco.
Aquí, pues, sólo hay una jungla poblada por una fauna monstruosa a la que todos los personajes pertenecen sin ser ni una cosa ni otra, ni mejores ni peores. Respirando sólo tal vez, y no muy bien. Una jungla por la que se pasean delante de nosotros, o, mejor, junto a nosotros, cucarachas gigantes, escarabajos venenosos, escorpiones gigantes (del telúrico), peces prehistóricos haciendo compañía a los humanos, elefantes asesinos, cebús enloquecidos, dogos enloquecidos también, serpientes gigantescas, insectos de todo pelaje muertos, resecos y amontonados. Y vemos obsesivamente pasar una y otra vez por esta ciénaga la sombra de la estrella indiscutible de la creación, al Architeutis dux, al calamar gigante que habita amenazadoramente en los abismos oceánicos, mientras alguno de los personajes, en la superficie, monta maquetas de aviones, fuma marihuana hasta la extenuación o alimenta o seda, según el caso, al secuestrado de la habitación contigua. Mientras se comenta con detalle alguna peli de porno duro o resuenan de fondo, en el televisor siempre encendido, las narraciones de Animals Planet, Discovery Channel o, en algún canal católico, se cuenta la historia de un cura italiano que tenía estigmas y hacía predicciones apocalípticas… Comprenderán que no se respire en este ambiente con facilidad…
Y entonces, se preguntará algún discapacitado que todavía no se ha dado cuenta, qué es lo que quiere contarnos el autor (con la aridez lingüística del mejor McCarthy o el más asombroso desapego carvertiano o con la ironía y desvergüenza de unos hermanos Cohen en estado de gracia), pues que este mundo es una mierda, dicho de una vez y claramente. Absténganse pues de esta lectura todos aquellos delicados espíritus que aún queden por ahí pensado quizás lo contrario.

Por cierto, este libro fue finalista del Premio Herralde de narrativa del año pasado. Buen tino dicen que tiene este certamen. Y tengo que corroborarlo, tras la lectura de este espléndido libro de Busqued. Y a la vista también de que ese mismo galardón lo ha obtenido este año mi amigo Juan Francisco Ferré con su novela Providence, que no me anticipó en lo más mínimo, dicho sea de paso, el muy canalla, y que tendré que comprar, qué remedio…

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Muy pronto con Naranjito

La lucidez de Ayala

Uf, casi se está convirtiendo este no-lugar en panteón, en necrópolis, en una, insignificante, en cualquier caso, enciclopedia de los muertos (qué más quisiera yo que rozar siquiera a nuestro admirado Danilo Kis). Pero aun a riesgo de ello, no me resisto a dejar mi pequeño homenaje a Francisco Ayala, el hasta hoy mismo decano de los escritores del reino y más allá. Y no está mal, no, reflexionar al respecto de lo que dice aquí haciendo eco a la propuesta de una posible relación entre Galdós y Kafka. Un Kafka garbanzero, un Galdós kafkiano. Ummm, sugerente...

"Una ojeada panorámica a la producción galdosiana nos persuadirá de que, en efecto, la realidad es a sus ojos algo más de lo que los ojos mismos pueden ver, y aun de que en ese plus está para él lo esencial. Quienes a partir del 98 menospreciaron a nuestro escritor acusándolo de vulgaridad y mofándose de su espíritu a ras de tierra, o quienes hoy todavía aceptan sin revisarlo semejante juicio, encontrarán ocasión de sorpresa, quizás de escándalo, en el hecho de que un crítico como Ricardo Gullón, haya comparado cierta novela de Galdós, Miau, con una obra tan nada realista como El castillo, de Kafka. El estudio de Gullón -quien por lo demás no ha sido el primero en juntar y parear a ambos escritores, antípodas, al parecer, de la invención lieraria-, resulta, sin embargo, no arbitrario, no arriesgado, sino muy serio, fundado y convincente. La significación metafísica, que en la obra de Kafka es por demás obvia, inequívoca, se encontraba incorporada en la novela de Galdós con trazo y desarrollo igualmente seguro en el fondo; pero, en cambio, bajo las formas ambiguas a que sólo el gran poeta alcanza, y por cuya virtud su palabra se dirige a los espíritus refinados, como Kafka lo hace, sin dejar por eso de hablar a los simples, quienes también tienen su alma en su almario y su manera de entender la vida.
Si en el concepto de un realista tan caracterizado como Galdós la realidad no se reduce a aquella objetividad que nos garantizan los datos controlados de la experiencia sensible, o sea, la "realidad de la naturaleza" (o, con tautología, la realidad de las cosas), sino que acepta también la realidad del alma, la invención, la fantasía, la máscara grotesca, etc.; en suma, la totalidad de la experiencia humana sin excluir, ni mucho menos, la de los sueños, sobre la cual vendría luego el surrealisme a apoyarse, tendremos que llegar a la conclusión de que nos falta base firme para distinguir entre la realidad y lo que no lo sea, y, por tanto, para marcar los contornos de un supuesto arte realista."

Lo de Kafka y Galdós quizás no parezca, en efecto, he ahí la gracia y el motivo para nuestra reflexión, tan obvio como nos pueda parecer la duda en torno a la realidad real, etc. Pero hoy nos lo parece, cuando está ya más que asumida esa cuestión de lo resbaladizo del concepto. Tal vez no lo fuera tanto en 1958 cuando lo escribió el maestro, tal vez no, sí, tal vez no...

sábado, 31 de octubre de 2009

La estupidez

“Habla la Necedad: Aunque los mortales digan de mí cuanto quieran, es lo cierto que no soy tan insensata como con frecuencia oigo decir a algunos que son tontos de capirote, pues nadie tiene virtud como la mía para regocijar a los dioses y a los hombres. Si de ello necesitáis una prueba incontrovertible, observad que, con sólo verme dispuesta a dirigir mi palabra a esta numerosa asamblea, todos vuestros semblantes reflejaron insólita alegría, desarrugasteis el entrecejo y me acogisteis con francas y jocundas carcajadas; y ved también que en torno mío hay muchos que antes se hallaban tristes y acongojados, cual si acabasen de salir del antro de Trofonio, que ahora parecen tambalearse como los dioses de Homero, ebrios de néctar y de nepente.”
En Elogio de la locura (o necedad, o estulticia, según qué traductor), de Erasmo de Rotterdam

“Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez, y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal. Hacen el papel del tonto. En realidad, algunos sobresalen y hacen el tonto cabal y perfecto. Naturalmente, son los últimos en saberlo, y uno se resiste a ponerlos sobre aviso, pues la ignorancia de la estupidez equivale a la bienaventuranza. La estupidez, que reviste formas tan variadas como el orgullo, la vanidad, la credulidad, el temor y el prejuicio, es blanco fundamental del escritor satírico.”
En el Prólogo a Historia de la estupidez humana, de Paul Tábori

“¿De qué se ríe uno si no es de la estupidez? Ésta habita tanto en quien se ríe como en lo risible; la tensión de una captación cómica excluye las explicaciones mediante la superioridad de aquel que se burla: toda risa es, de alguna manera, risa loca. Sin embargo, nada tiene de loca, sino que dice que mi espera era en vano. La risa es un juicio sobre la falta de juicio, -que es lo que uno llama estupidez (Kant)-. La risa consigue lo que el amontonamiento de reglas, juzgándolo bien, persigue en vano; la risa juzga y, lo que es más, señala una manía, pone de manifiesto un chifladura, revela lo risible, dando a entender con su explosión de júbilo: ¡qué tontería! La risa, más inteligente que Bergson, demuestra que la estupidez existe (con qué nos divertiríamos, si no fuera así?), y más astuta que Hegel demuestra que existe como tal, sin aprisionarnos morbosamente en ella. El que la anuncia, la denuncia y desnuda a la absurdidad: no era nada, sólo una nada que había que aniquilar.”
En La estupidez, de André Glucksmann

domingo, 18 de octubre de 2009

Guerra y paz

Soy un poco desastre para mis cosas. Conservo muchas, sobre todo papeles. Infinidad de carpetas llenas de papeles que se han ido acumulando a lo largo de muchos años, montones de recortes de prensa, fotocopias de libros raros e inencontrables, apuntes de materias universitarias (¡y de instituto!) que un día me empeñé en cursar... Poemas desechados (y que no me atreví a destruir, sí, lo confieso ahora), notitas, folletos, diarios, correspondencias varias, etc., etc. Todo ello sin orden o, mejor, con el orden impuesto por el tiempo, ese fabuloso archivador. Muchas veces he pensado que ahí, en ese revoltijo de papel, estoy yo de verdad en gran medida, algo difuminado, eso sí, pero que cualquiera que a él se acercase podría tal vez trazar un nítido perfil de mi existencia, de lo que amé, de lo que amé sobre todo. Y aunque es difícil imaginar a alguien, la verdad, desbrozando el zarzal, una muy ligera esperanza, algo ilusa, lo sé, conservo sobre este asunto, provocada sin duda por la voluntad de negar la muerte ya definitiva que supone extinguirse en la memoria de todos, todos los que habitan este mundo. Yo, que no tengo historia, buscándola a pesar de la evidencia, en fin, vanitas vanitatis, ya lo dijo el clásico...
Hoy he estado revolviendo un poco más esta ensalada de papel mía, y he pensado, claro, en estas cosas. También he pensado en que alguien cercano, muy cercano en cualquier caso, dará con todos esos papeles algún día. Inevitablemente. De ahí esa ligera esperanza algo ilusa que tengo, lo sé. Y en que se dé el caso de que abra, por ejemplo, una carpeta con facturas de gastos de Bazar, la revista de literatura que hacíamos hace muchos años Emilio Chavarría y yo, y encuentre un papelito suelto con una lista de nombres que reproduzco íntegra: Pierre Bezujov, Andrei Bolkonski, Nicolai Rostov, Borís Drubetskoi, Príncipe Vasili, Dolojov, Príncipe Anatol, Conde Rostov, Viejo Príncipe Bolkonski, Kutuzov, Natasha, Sonia, Helene, Princesa María. ¿Qué diría, me pregunto, que el dueño de esa carpeta amó una vez a cierto autor ruso, que adoró su novela hasta el punto de que todos sus personajes de ficción se inmiscuyeron en sus mundanos y enojosos asuntos económicos aquí en la tierra? Si, como es probable, tal vez no sepa quién es Tolstoi, ¿pensará entonces, debido a su ignorancia, que mantuvo su dueño relaciones inconfesables con la mafia rusa? Tiene gracia, y me gustaría poder saberlo, otra vanitas...
En fin, esta entrada tan melancólica, lo sé, la hubiera encontrado deplorable Thomas Bernhard, él, tan inclinado, con razón, a la aniquilación, a la extinción total de toda la basura que somos y hacemos y defecamos. Pero qué le vamos a hacer, no siempre uno puede estar en forma, uno puede tener de vez en cuando sin duda uno de esos, de estos, días malos...

lunes, 12 de octubre de 2009

domingo, 11 de octubre de 2009

La era de las máquinas lectoras

Interesantísimo e ilustrativo artículo de José Antonio Millán sobre las inimaginables posibilidades de lectura y procesamiento de caracteres de nuestras máquinas, sobre la capacidad para desarrollar los horizontes de esa misma lectura hasta ¿intentar comprendernos?, y sin enterarnos siquiera... Estoy seguro de que hará al menos las delicias de mi amigo Antonio con sus tesis conspiranoicas (no tan descabelladas, despues de todo, no).

viernes, 9 de octubre de 2009

Regalo de cumpleaños

José Antonio Muñoz Rojas, que hoy habría cumplido 100 años, me dio este poema hace muchos años en su casa de la calle Comedias de Antequera, una mañana en la que me acerqué yo a visitarlo y a pedirle alguna cosa para un nuevo número de nuestra revista de poesía de por entonces. Acababa de terminarlo, me decía. Una paráfrasis de un poema del poeta polaco Czeslaw Milosz. Galeote, la revista de entonces, se extinguió y el texto quedó entre mis papeles sin que ni él ni yo nos acordáramos más del asunto. Ahora cobra un especial significado para mí porque hoy celebraría su cumpleaños y porque, curiosamente, como he comprobado, el texto ha permanecido inédito. Un pequeño tesoro he conservado, pues, sin saberlo, todos estos muchos años, ay, transcurridos desde que me lo entregó.
El poema desde luego no tiene desperdicio y pertenece, calculo por aproximación y confirmo por el tono inconfundible, al tiempo en que escribía su magnífico poemario Objetos perdidos, a comienzos de la década de los noventa. Una delicia de poema escrito por un genial ochentón, pues, que hilvana sus versos con el pie dado por otro ochentón genial, una genuina muestra de la capacidad del poeta para frivolizar, como vemos con frecuencia en su obra, de manera trascendente. Y el final es de traca, un aviso para navegantes, claramente en la línea de sus principios creativos al respecto de la futilidad de la literatura y más allá, de la idea de su inutilidad en el fondo, vamos, que le acompañó siempre y que demostró en la práctica con su absoluto desprecio de los oropeles y reconocimientos que, aunque tardíamente, le procuró su obra. Él no los buscó nunca, desde luego, y eso lo hace más grande aún de lo que habría podido llegar a ser, de lo que ya era.

Leí el poema en público el pasado miércoles en el homenaje a su memoria que organizó un grupo de amigos en Antequera. Lo dejo aquí ahora como el mejor regalo de cumpleaños que pudiera hacernos a nosotros su autor.

También dejo aquí el poema de Milosz del que creo que procede el de Muñoz Rojas. No confirmé en su día su procedencia, pero tal vez sea el texto del polaco que más se aproxime al del antequerano, como se podrá comprobar.

Confesión

Paráfrasis de un poema de Czeslaw Milosz

Señor, me gustan mucho los dulces,
y la cintura y la curva de las caderas de la mujer,
Y los jazmines en setiembre, y el olor, ¿dónde están esos nardos?
y el pan con aceite y naranja y un poquito de canela,
y el jugo de limón. ¿Por qué a mí esta llamada
si nadie en mí confía?
Cómo se me van los ojos
tras la chica que me sirve y los sentidos todos.
Lleno de ambición confesada, admirándola donde habite
no del todo, sólo en parte.
Sé la suerte de los para poco, como yo,
un festín de mínimas esperanzas,
un torneo de jorobados, literatura.


Y el texto ahora de Milosz en la traducción de Gerardo Bertrán, al lado del cual el de Muñoz Rojas resulta angelical, no sé, compartiendo pensamientos, sí, pero descarnado éste y pudoroso aquél. Otro delicia añadida por contraste.

Honesta descripción de mí mismo

Tomándome un whisky en un aeropuerto,
digamos que en Mineápolis

Mis oídos captan cada vez menos las conversaciones,
mis ojos se debilitan, pero siguen siendo insaciables.

Veo sus piernas en minifalda, en pantalones o envueltas
en telas ligeras.

A cada una la observo por separado, sus traseros y
sus muslos, pensativo, arrullado por sueños porno.

Viejo verde, ya sería tiempo de que te fueras a la tumba
en lugar de entretenerte con juegos y diversiones de jóvenes.

No es verdad, hago solamente lo que siempre he hecho,
ordenando las escenas de esta tierra bajo el dictado
de la imaginación erótica.

No deseo a esas criaturas en particular, lo deseo todo,
y ellas son como el signo de una relación extática.

No es mi culpa que así estemos constituidos: la mitad
de contemplación desinteresada y la mitad de apetito.

Si después de morir me voy al cielo, tendrá que ser
como aquí, sólo que liberado de estos torpes sentidos,
de estos pesados huesos.

Transformado en mirar puro, seguiré devorando las
proporciones del cuerpo humano, el color de los lirios,
esa calle parisina en un amanecer de junio, y toda la
extraordinaria, inconcebible multiplicidad de las cosas visibles.

lunes, 5 de octubre de 2009

José Antonio Muñoz Rojas. Recordatorio

Este texto lo escribí y publiqué en El correo de Sevilla en 1994, cuando pocos, muy pocos aún, éramos los que conocíamos al maestro antequerano. He disfrutado muchos años de su amistad y ahora se ha muerto. Aunque esperado el trance (habría cumplido 100 años este próximo viernes 9 de octubre), no ha sido menos doloroso. Lo dejo aquí como pequeño homenaje y recordario.


José Antonio Muñoz Rojas. Recordatorio

Quizás sea Torrente Ballester, en su Panorama de la Literatura Contemporánea, quien mejor haya acertado a definir la responsabilidad de todos los que tras la guerra permanecieron en España. “Corresponde a los que aquí permanecieron –dice– el honor y el dolor de mantener contra viento y marea la continuidad cultural española, de servir de puente entre las generaciones anteriores y las siguientes a la guerra. […] Son los que tras la guerra de 1936, restauraron la vida intelectual de España, la mantuvieron en conexión con Europa y cuidaron de mantener su vida y su altura.” Mucho antes, ya había manifestado Dionisio Ridruejo el empeño que movía a estos hombres: “deberá ser el de fraguar verdaderamente la síntesis de lo heredado para darlo a su vez en herencia”. Lo heredado era una palabra poética en proceso de rehumanización tras los juegos estéticos a los que había sido sometida a lo largo de la década de los años veinte; una incipiente búsqueda de lo más radicalmente humano, el deseo de restablecer el contacto entre la poesía y la vida. Se rescata a Bécquer, a Garcilaso, se defiende la impureza de la poesía desde las páginas de Caballo verde para la poesía… Así estaban las cosas antes del conflicto. Y éstas dan lugar después a una vuelta a los maestros del 98, con Unamuno y Machado a la cabeza. De Unamuno tomarán la visión trascendente y angustiada del hombre en el mundo; de Machado, el gusto por una poesía sencilla y familiar. Se adopta también, como divisa no expresa, a partir de Abril, de Luis Rosales, el verso de Vallejo “hacedores de imágenes, devolved la palabra a los hombres”. La poesía ahora va a caracterizarse por la utilización de la palabra poética con significado pleno frente al lugar predominante que ocupaban los tropos unos años atrás. Salvo este rasgo tan característico, en esencia, el grupo de poetas que constituye la llamada Generación de Posguerra no es formalmente innovador. El clasicismo estrófico de sus composiciones era algo que estaba en los poetas inmediatamente anteriores, lo mismo que el verso libre. Es en el aspecto temático donde puede hablarse de innovación con la vuelta a un intimismo neorromántico que había quedado proscrito; con la adopción también y sobre todo, de un tono trascendente en línea directa con Dios.
Es muy delicado hablar de modas poéticas referidas a esta última temática, pero, sea por las tristes circunstancias por las que atraviesa la sociedad en esos momentos, por la presencia constante de la Iglesia que va a ocupar posiciones postridentinas, o por el talante bastante más conservador de estos autores (sin olvidar la decisiva influencia que sobre algunos de ellos va a ejercer el pensamiento de Xavier Zubiri acerca de la poesía como contemplación y del hombre como verdadera luz de las cosas), lo cierto es que hay ahora un verdadero desbordamiento metafísico y religioso fácilmente observable en todos ellos al margen de su evolución posterior, desde Luis Rosales a Blas de Otero, pasando por Celaya, Vivanco o Crémer.
Muñoz Rojas, por edad y por sensibilidad participa de los rasgos y temas apuntados y debe su fama a libros que mantienen el registro amoroso, si bien trascendente. Un sello personal e inconfundible, una “dulce ironía” y un “ingenuo cinismo” hacen sin embargo de su Ardiente jinete y de sus Cantos a Rosa, sobre todo, dos de los libros de poesía amorosa más atípicos y refrescantes del panorama lírico entonces dominante.
Pero al lado de esta veta cultivada con asiduidad y maestría, se encuentra la claramente metafísica y religiosa. Quizás el pudor por lo que tiene de descubrimiento total del alma, tal vez el lúcido deseo de que no se tomara como algo circunstancial o anecdótico, lo cierto es que Muñoz Rojas no la ha hecho pública de forma ordenada y en conjunto hasta la reunión de casi toda su poesía en un solo volumen editado hace pocos años en Málaga por Cristóbal Cuevas: hasta que ha sido de noche no ha querido mostrar sus heridas, como más o menos decía en un premonitorio poema de Versos de retorno, su primer libro. Ahí, en los romances y coplas de corte machadiano, se apuntaba ya el profundo latido del hombre en contacto con la divinidad. En Al dulce son de Dios, escrito entre 1936 y 1945, hay una exaltación de la naturaleza, de este mundo como reflejo de Dios. El influjo de Zubiri se concentra en el verso “…todo lo que se nombra tiene belleza en nombrarlo…”. La muerte se acepta aquí porque supone el encuentro anhelado y definitivo con Dios, idea que no puede dejar de recordarnos la vinculación del poeta con los místicos de nuestro siglo XVI o con sus estudiados metafísicos ingleses, John Donne o Richard Crashaw. En actitud jansenista, todo en este mundo es inspiración divina y este mundo tránsito hacia la verdadera vida, etc.
El optimismo y la confianza en Dios de estos versos van a desembocar en la voz escéptica y un tanto pesimista de Oscuridad adentro, libro que recoge poemas escritos entre 1950 y 1980, un largo periodo en el que Muñoz Rojas entra en su plena madurez. En un tono mucho más interiorizado, estos poemas van a ser la expresión serena de un hombre que sigue amando a Dios y a su creación, y que acepta su destino mortal con resignación, es cierto, pero se pone ahora aquí de relieve la complejidad de la vida y se patentizan el dolor y el desengaño que acompañan siempre a la existencia humana, por eso este libro está más cercano a nosotros, desde luego, según creo, y sus “reproches” a Dios le hacen cobrar credibilidad a la vez que universalidad.
Estas levísimas pinceladas quizás sirvan para llamar la atención sobre unos poemas que son ejemplo egregio del debate que desde el racionalismo sufrimos los mortales entre lo real y lo espiritual. Racionalismo trascendente llama Enrique Baena a lo que en ellos se practica.
El caudal poético de Muñoz Rojas, no obstante, no se agota con sus versos, junto a ellos, confundidos a veces con ellos, nos encontramos libros en prosa que muestran de igual modo a un escritor de excepción. Muy recientemente ha unido dos títulos más a la nómina de su obra en prosa: Amigos y maestros y La gran musaraña. Narra éste último la peripecia vital e impresionista de los años que van desde la infancia hasta el estallido de la guerra civil española. Rafael Conte decía en la recensión que hizo de él que ojalá su autor se decidiera pronto a continuar la historia, esa historia que, como poco a poco vamos comprobando, procuró en todo momento mantener y mantuvo, dentro de sus posibilidades, dicho sea de paso, el tono y la altura de la vida intelectual de nuestro país en unos años de infausto recuerdo.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Cuéntanosla otra vez, Quent

La verdad es que da un poco igual no haber visto la película, mala, por cierto, de Castellari Aquel maldito tren blindado que ya sabemos que vampiriza Malditos bastardos, interesadamente, previo pago de una módica cantidad por sus derechos, irrisoria según los expertos, eso sí, dicho sea de paso, si se compara con la astrónomica cifra que le pedía la Metro por cederle los derechos de adaptación de Doce del patíbulo, la película de Robert Aldrich que era la que de verdad quería hacer. No le quedó otra, más o menos. Después de ver mencionada aquélla, pues, y algunas otras spaguettis, uno siente mucha curiosidad, en efecto, por esas películas bélicas, de serie B, serie P o serie Z europea que se revuelven en esta batidora, las de Klaus Kinski, Jack Palance o Franco Nero como estrellas rutilantes de una industria cinematográfica ya del todo finiquitada. Pero sabe uno también ya que lo más recomendable para estos casos es saborear sin afectadas interferencias de ningún tipo esta última gamberrada de Tarantino, sentarse en el ahora mullido y amplio sillón de la sala del multicines con un refresco de cola (Coca-cola siempre, aunque no quiero hacer publicidad) y un cajón de palomitas y disfrutar con los malos y los buenos (que ya no son, por cierto, ni tan malos unos ni tan buenos otros, no vaya a ser que hayamos progresado en vano). Algo bastante parecido a lo que hacíamos muy jovencitos en la sesión infantil de las 3,15 (qué hora malvada), viendo las inolvidables Tarzan de los monos, Las cuatro plumas, del olvidado Zoltan Korda, El regreso de Fumanchú o Siete contra todos, sólo que los asientos no eran tan confortables y las palomitas eran pipas hasta que las prohibieron por pruritos higiénicos (o auditivos, no sé, una lástima, en cualquier caso). Eso es lo que debemos hacer de nuevo. ¿Que no es perfecta?, claro que no lo es, el todo y lo perfecto resultan insoportables, ya lo decía Bernhard: faltan bastardos que retratar, y alguno de los que sí se retrata se desaprovecha luego; hay dos historias que ni se rozan, y algún ángulo de cámara algo afectado también. ¿Que Tarantino está encantado de conocerse y se repite?, pues también. Pero lo que de verdad importa aquí, al menos para mí, (y en esta ocasión, ya vendrán luego mis fantasmas Cashiers a devolverme a la muchas veces umbría alta realidad artística), lo que me sirve ahora, con lo que yo me quedo, desde luego, es con que Tarantino me hace disfrutar en las dos horas y media que dura la cosa de una brisilla fresca que en muy pocas ocasiones se nos presenta ya.

No es sólo que Tarantino cuente, cada una por su lado, la disparatada historia (algo incompleta, sí, ya lo sabemos, ya hemos dicho que no es ferpecta la película) de un comando de sanguinarios y descerebrados casanazis americanos y la conmovedora historia de la venganza de Shoshanna, la judía (¡amancebada con un negro!) que, ocultando su identidad, regenta un cine en el París ocupado, donde se proyectan las últimas películas de Leny Riefenstahl o de G.W. Pabst para solaz de las fuerzas ocupantes y donde se proyectará la última película de Goebbels (su obra más acabada, dirá Hitler durante la proyección haciendo llorar de emoción a su Ministro). No sólo que nos presente a un memorable cínico y refinadísimo y políglota y desalmado comandante nazi, cazajudíos de talento proverbial (¡porque piensa como los judíos!). No sólo son esas historias que nos cuenta y esos personajes (y sus interpretaciones memorables, la del comandante cazajudíos Hans Landa, sobre todas, desde luego) lo que nos atrapa desde el principio hasta el fin de la cinta. Es que Tarantino adora contárnoslas, adora contarnos esas historias y adora su lenguaje y el medio cinematográfico en que lo desarrolla. No hay otra manera de explicar la exultante reacción que nos provocan, por ejemplo, la escena inicial en la granja lechera o la escena del encuentro en el bar del comando aliado con la actriz alemana que espía para ellos; o, poco antes, el encuentro del integrante inglés con su general (Mike Meyers) y la deliciosa conversación cinéfila de ambos en presencia de ese Churchill mudo a cargo de Rod Taylor, la vieja estrella de Los pájaros de Hitchcock. En todas ellas se percibe un contador de historias que inventa y desarrolla sus ideas sin prisa, con una robusta solidez argumental, (donde incluso el disparate, lo irrisorio, puede hacerse sólido, lo que no está al alcance de todo el mundo, claro está) y una consistencia técnica envidiable, todas esas ideas que alarga innecesariamente, según dicen algunos, gozosamente afirmamos nosotros, haciendo y mostrando todo lo que tiene que hacer y mostrar.

Y después de ese gozo narrativo, me quedo también con la desaforada y canalla y descarada atmósfera de homenaje al cine mismo, al bueno y al malo, que se respira incansablemente en cada centímetro del metraje. Con el homenaje también a algunos de sus iconos más entrañables: a Pola Negri, a King Kong, a Bud Spencer, a Marlon Brando, a Marlene Dietrich, a Fumanchú, (por cierto, con esa "aterradora" silueta hologramática de Shoshanna formada por el humo del pavoroso incendio que provocan las viejas cintas de nitrato utilizadas aquí como arma de destrucción masiva).

Y salgo de la sala y me voy a casa contento silbando algo de Morricone... Y recuerdo de pronto el delirante e hilarante recurso en la apoteósica escena final del bocadillo de los dibujos animados de mi infancia (de los cartoons, se dice ahora). Y llego a casa y me pongo esto de aquí abajo, para seguir distrayéndome...

jueves, 24 de septiembre de 2009

El milagro que buscamos (incesantemente)

"...Pues, efectivamente, cuando se da una conjunción propicia podemos decir que el lector se adhiere a la obra; que llena segundo tras segundo la capacidad exacta del molde de aire que crea su velocidad voraz; constituye con ella, en la corriente de aire regular que forman las páginas al pasar, ese bloque de velocidad bien aceitada y sin fallos cuyo recuerdo, cuando llega la última página y se interrumpe brutalmente "el suministro", nos deja aturdidos, algo tambaleantes en pleno impulso, como si se adueñase de nosotros un comienzo de náusea y con esa sensación tan peculiar de tener "las piernas de trapo". Todo aquel que haya leído así un libro sigue apegado a él mediante un vínculo recio, como una adherencia, algo parecido al inconcreto sentimiento de haber vivido un milagro: durante una conversación, cada cual sabrá reconocer en el interlocutor aunque no sea más que por una inflexión de voz particular, ese sentimiento, cuando se expresa, y lo hace a veces, con los mismos rodeos y el mismo pudor que el amor; se coincide en determinada resonancia, es como si dos cables electrizados se rozasen. Esa sensación y sólo ella es la que convierte al lector en un prosélito fanático que no hallará descanso hasta que cuantos le rodean no hayan compartido su singular emoción."

Como cuando quedamos a merced del amor, viene a decir pudorosamente Julien Gracq (Louis Poirier, vamos, en La Literatura como bluff), como cuando nos encoñamos, diríamos sin pudor, en efecto, que nos sucede este milagro anonadante de gozar leyendo de este modo. Totalmente venéreo, así es.

martes, 15 de septiembre de 2009

Queda su amor al arte, tras la muerte, incluso

Ha muerto, inesperadamente, Juan Antonio Ramírez, quien supo mirar como pocos a Duchamp, en el librito (monumental) de aquí al lado y nos lo dio a entender bastante, mucho, mejor de lo que lo hacíamos (si lo hacíamos). Una personalidad en el mundo del arte, historiador modélico e iluminador de campos estéticos tan alejados, en su momento, de la siempre casposa oficialidad como eran, cuando él los acometió, el cómic, la cultura icónica de masas o cosas así. Gran pérdida. Dejo aquí este pequeño homenaje y un enlace donde narra él mismo su apasionante trayectoria intelectual.

domingo, 13 de septiembre de 2009

El gran escritor Eduardo Mendoza enmienda la plana al pobrecito Kafka

Y pide, de paso, refundar la narrativa contemporánea...



Lástima que no tengamos esa imagen del auditorio que tan reveladora resultaría sin duda...

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Leer basura

A pesar de que he sostenido en más de una ocasión que no me desagrada leer basura, la verdad es que después de terminar el bocado no puedo evitar tener la sensación de haber perdido el tiempo. Es una perogrullada, lo sé. Qué esperabas, dirá alguno. Aún así, insisto a veces, ya digo, pensando en que no deja de ser un buen ejercicio, muy divertido en ocasiones (no olvidaré ya nunca, por ejemplo, mis pataleos en la cama durante toda una noche, sí, entera, viéndole las costuras y apreciando los despropósitos del Código da Vinci). Leí hace tiempo Ácido sulfúrico, de Amelie (ay, Amelie, hasta el nombre lo tiene cursi) Nothomb y mi placer fue indescriptible cuando con un grupo de amigos repasamos uno por uno los fatuos disparates y las desangeladas y seudocorrosivas sentencias que nos lanzaba la chiquilla en una acumulación de escenas absolutamente previsibles. Una acerada crítica, decían algunos, al momento actual de nuestra sociedad televisiva. Qué más hubiera querido la chiquilla. Y lo mismo ocurrió con otro éxito de público de no hace mucho, con La nieta del señor Linh, una novela tramposa donde las haya, igualmente fatua y sensiblera que pretendía ser un canto a la amistad y a los desplazados del mundo. Ja. Una ñoñería infumable que me recuerda también a la tan igualmente cacareada Seda, de Alejandro Baricco (aunque de Los bárbaros, su ensayito sobre la mutación, hay que decirlo, pueda hacerse, sí, cierta lectura aprovechable). Bueno, estas obrotas, y otras muchas, seguro, que ahora mismo no recuerdo, las leí por mi propio pie. Si perdí el tiempo o no (que lo perdí, claro) yo soy el único culpable. Lo que me irrita, no obstante, de estas lecturas infames que a veces se nos cuelan en nuestra lista, y algo al respecto decía por aquí, es que la inducción a perder el tiempo, a perderlo, ay, sí, tan escaso, venga de la mano de alguien acreditado en recomendaciones, que alguien a quien das cierto crédito por escribir en un suplemento cultural de amplio espectro diga que la cosa es buena y vas y te lo crees y lees el engendro y se te queda después la carita descompuesta. Eso me resulta insoportable, detesto que me ocurra. Y me ha ocurrido ahora mismo, sí, luego de haber leído Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, publicada en Alfaguara (otra trampa mayor, por lo de la marca, claro). De modo que decía que La nieta del señor Linh era tramposa, aunque inofensiva tal vez después de todo, un matoncillo del tres al cuarto parecía su autor, después de todo. Pero ésta de Piñeiro es que ya parece haberla escrito Capone o Dillinger o Riina en sus papelitos, de tan criminalmente como está tramada la superchería. De modo que aquí aparecen tres muertos en la piscina en el primer capitulito (nótese con el diminutivo la intencionada agilidad que se pretende en la división de la obra) que se dejan macerar ahí hasta que aparecen, claro, en el último capitulito en que se resuelve, malamente, muy malamente, la cuestión averiguando el lector que no ha sido un crimen, no, qué va, ha sido un suicidio colectivo de hombres ricos y machotes venidos a menos que deciden acabar con sus vidas electrocutándose en la piscina con un cable eléctrico para que sus viudas, muy monas todas y muy ocupadas, al modo de los ricos, sin el verdadero y necesario espíritu de solidaridad, en mejorar su entorno social (¿he ahí la crítica? no lo sabemos), todas menos una, claro, algo más realista, la narradora, parece, aunque no se sabe muy bien, para que estas viudas, digo, cobren los seguros de vida que uno de ellos (y eso sea tal vez lo más complejo de la novela) ha amañado (uy, vaya por dios, ya he contado el final). Esta artimaña pueril, por sí sola, ya merece que el libro sea arrojado sin dilación a la misma piscina donde flotan los cadáveres, como hacía Umbral en la suya. Pero, en fin, ese a ver, a ver... que dice Francisco Rico que es lo que nos hace leer novelas nos empuja a seguir para comprobar con inusitada irritación que hemos perdido, en efecto, nuestro tiempo una vez más. Y hay destellos, alguno, sí, como la sudadera con un agujerito que la señora desecha y que la empleada desea para su hija y no obtiene por fin, pero mi Claudia despacha el asunto, ay, en 20, 30 líneas a lo sumo, dejándonos con las expectativas intactas por no saber utilizarlas. Y un capítulito hay también que usa inopinadamente una prosa eléctrica de muy buenos resultados. Pero es muy escaso, demasiado escaso el rédito. Una pena. Por mi tiempo, más que nada.

A mí se me ocurre, ya que estamos, hacer una consulta al improbable lector de estas líneas para ver cuáles son los libros más malos que ha leído. Mi voto, de momento, ya sabéis para quien iría.

Pero bueno, después de todo, seguiremos seguro encontrándonos muchos libros malos por el camino, mucha basura que leer, qué duda cabe, pero que sea, como mal menor, por nuestro propio pie, resulta bastante menos repugnante, eso creo, que sentirse estafado, como ahora yo, insisto (aunque suene ingenuo, sí, lo reconozco). ¿Qué tal el de Stieg Larsson? Aunque después de lo que ha escrito Vargas Llosa, no sé, no sé...

lunes, 7 de septiembre de 2009

Otra lección (facilita) gratis. De Bradbury

"Si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano.
¿Cuánto hace que no escribe usted una historia que vuelque en el papel un amor o un odio verdadero? ¿Cuánto que no se atreve a liberar un bien conservado prejuicio para que sacuda la página como un rayo? ¿Cuáles son las mejores y las peores cosas de su vida y cuándo saldrá a susurrarlas o a gritarlas. (...) Por consiguiente, sin complicaciones, he aquí mi fórmula.
¿Qué es lo que más quiere usted en el mundo?, ¿qué ama, o qué detesta?
Busque un personaje como usted que quiera algo o no quiera algo con toda el alma. Dele instrucciones de carrera. Suelte el disparo. Luego sígalo tan rápido como pueda. Llevado por su gran amor o su odio, el personaje lo precipitará hasta el final de la historia. La garra y el entusiasmo de esa necesidad encenderán el paisaje y elevarán diez grados la temperatura de su máquina de escribir (...) A donde se mire en el cosmos literario, todos los grandes están atareados en amar y odiar ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para su escritura? Entonces se pierde una buena diversión. La diversión de la ira y el desencanto, de amar y ser amado, de conmover y ser conmovido por este baile de máscaras en el que giramos desde la cuna hasta el cementerio."
(Ray Bradbury dixit en Zen en el arte de escribir, Ed. Minotauro, 14:2008)