A pesar de que he sostenido en más de una ocasión que no me desagrada leer basura, la verdad es que después de terminar el bocado no puedo evitar tener la sensación de haber perdido el tiempo. Es una perogrullada, lo sé. Qué esperabas, dirá alguno. Aún así, insisto a veces, ya digo, pensando en que no deja de ser un buen ejercicio, muy divertido en ocasiones (no olvidaré ya nunca, por ejemplo, mis pataleos en la cama durante toda una noche, sí, entera, viéndole las costuras y apreciando los despropósitos del Código da Vinci). Leí hace tiempo Ácido sulfúrico, de Amelie (ay, Amelie, hasta el nombre lo tiene cursi) Nothomb y mi placer fue indescriptible cuando con un grupo de amigos repasamos uno por uno los fatuos disparates y las desangeladas y seudocorrosivas sentencias que nos lanzaba la chiquilla en una acumulación de escenas absolutamente previsibles. Una acerada crítica, decían algunos, al momento actual de nuestra sociedad televisiva. Qué más hubiera querido la chiquilla. Y lo mismo ocurrió con otro éxito de público de no hace mucho, con La nieta del señor Linh, una novela tramposa donde las haya, igualmente fatua y sensiblera que pretendía ser un canto a la amistad y a los desplazados del mundo. Ja. Una ñoñería infumable que me recuerda también a la tan igualmente cacareada Seda, de Alejandro Baricco (aunque de Los bárbaros, su ensayito sobre la mutación, hay que decirlo, pueda hacerse, sí, cierta lectura aprovechable). Bueno, estas obrotas, y otras muchas, seguro, que ahora mismo no recuerdo, las leí por mi propio pie. Si perdí el tiempo o no (que lo perdí, claro) yo soy el único culpable. Lo que me irrita, no obstante, de estas lecturas infames que a veces se nos cuelan en nuestra lista, y algo al respecto decía por aquí, es que la inducción a perder el tiempo, a perderlo, ay, sí, tan escaso, venga de la mano de alguien acreditado en recomendaciones, que alguien a quien das cierto crédito por escribir en un suplemento cultural de amplio espectro diga que la cosa es buena y vas y te lo crees y lees el engendro y se te queda después la carita descompuesta. Eso me resulta insoportable, detesto que me ocurra. Y me ha ocurrido ahora mismo, sí, luego de haber leído Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, publicada en Alfaguara (otra trampa mayor, por lo de la marca, claro). De modo que decía que La nieta del señor Linh era tramposa, aunque inofensiva tal vez después de todo, un matoncillo del tres al cuarto parecía su autor, después de todo. Pero ésta de Piñeiro es que ya parece haberla escrito Capone o Dillinger o Riina en sus papelitos, de tan criminalmente como está tramada la superchería. De modo que aquí aparecen tres muertos en la piscina en el primer capitulito (nótese con el diminutivo la intencionada agilidad que se pretende en la división de la obra) que se dejan macerar ahí hasta que aparecen, claro, en el último capitulito en que se resuelve, malamente, muy malamente, la cuestión averiguando el lector que no ha sido un crimen, no, qué va, ha sido un suicidio colectivo de hombres ricos y machotes venidos a menos que deciden acabar con sus vidas electrocutándose en la piscina con un cable eléctrico para que sus viudas, muy monas todas y muy ocupadas, al modo de los ricos, sin el verdadero y necesario espíritu de solidaridad, en mejorar su entorno social (¿he ahí la crítica? no lo sabemos), todas menos una, claro, algo más realista, la narradora, parece, aunque no se sabe muy bien, para que estas viudas, digo, cobren los seguros de vida que uno de ellos (y eso sea tal vez lo más complejo de la novela) ha amañado (uy, vaya por dios, ya he contado el final). Esta artimaña pueril, por sí sola, ya merece que el libro sea arrojado sin dilación a la misma piscina donde flotan los cadáveres, como hacía Umbral en la suya. Pero, en fin, ese a ver, a ver... que dice Francisco Rico que es lo que nos hace leer novelas nos empuja a seguir para comprobar con inusitada irritación que hemos perdido, en efecto, nuestro tiempo una vez más. Y hay destellos, alguno, sí, como la sudadera con un agujerito que la señora desecha y que la empleada desea para su hija y no obtiene por fin, pero mi Claudia despacha el asunto, ay, en 20, 30 líneas a lo sumo, dejándonos con las expectativas intactas por no saber utilizarlas. Y un capítulito hay también que usa inopinadamente una prosa eléctrica de muy buenos resultados. Pero es muy escaso, demasiado escaso el rédito. Una pena. Por mi tiempo, más que nada.
A mí se me ocurre, ya que estamos, hacer una consulta al improbable lector de estas líneas para ver cuáles son los libros más malos que ha leído. Mi voto, de momento, ya sabéis para quien iría.
Pero bueno, después de todo, seguiremos seguro encontrándonos muchos libros malos por el camino, mucha basura que leer, qué duda cabe, pero que sea, como mal menor, por nuestro propio pie, resulta bastante menos repugnante, eso creo, que sentirse estafado, como ahora yo, insisto (aunque suene ingenuo, sí, lo reconozco). ¿Qué tal el de Stieg Larsson? Aunque después de lo que ha escrito Vargas Llosa, no sé, no sé...
miércoles, 9 de septiembre de 2009
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