viernes, 9 de octubre de 2009

Regalo de cumpleaños

José Antonio Muñoz Rojas, que hoy habría cumplido 100 años, me dio este poema hace muchos años en su casa de la calle Comedias de Antequera, una mañana en la que me acerqué yo a visitarlo y a pedirle alguna cosa para un nuevo número de nuestra revista de poesía de por entonces. Acababa de terminarlo, me decía. Una paráfrasis de un poema del poeta polaco Czeslaw Milosz. Galeote, la revista de entonces, se extinguió y el texto quedó entre mis papeles sin que ni él ni yo nos acordáramos más del asunto. Ahora cobra un especial significado para mí porque hoy celebraría su cumpleaños y porque, curiosamente, como he comprobado, el texto ha permanecido inédito. Un pequeño tesoro he conservado, pues, sin saberlo, todos estos muchos años, ay, transcurridos desde que me lo entregó.
El poema desde luego no tiene desperdicio y pertenece, calculo por aproximación y confirmo por el tono inconfundible, al tiempo en que escribía su magnífico poemario Objetos perdidos, a comienzos de la década de los noventa. Una delicia de poema escrito por un genial ochentón, pues, que hilvana sus versos con el pie dado por otro ochentón genial, una genuina muestra de la capacidad del poeta para frivolizar, como vemos con frecuencia en su obra, de manera trascendente. Y el final es de traca, un aviso para navegantes, claramente en la línea de sus principios creativos al respecto de la futilidad de la literatura y más allá, de la idea de su inutilidad en el fondo, vamos, que le acompañó siempre y que demostró en la práctica con su absoluto desprecio de los oropeles y reconocimientos que, aunque tardíamente, le procuró su obra. Él no los buscó nunca, desde luego, y eso lo hace más grande aún de lo que habría podido llegar a ser, de lo que ya era.

Leí el poema en público el pasado miércoles en el homenaje a su memoria que organizó un grupo de amigos en Antequera. Lo dejo aquí ahora como el mejor regalo de cumpleaños que pudiera hacernos a nosotros su autor.

También dejo aquí el poema de Milosz del que creo que procede el de Muñoz Rojas. No confirmé en su día su procedencia, pero tal vez sea el texto del polaco que más se aproxime al del antequerano, como se podrá comprobar.

Confesión

Paráfrasis de un poema de Czeslaw Milosz

Señor, me gustan mucho los dulces,
y la cintura y la curva de las caderas de la mujer,
Y los jazmines en setiembre, y el olor, ¿dónde están esos nardos?
y el pan con aceite y naranja y un poquito de canela,
y el jugo de limón. ¿Por qué a mí esta llamada
si nadie en mí confía?
Cómo se me van los ojos
tras la chica que me sirve y los sentidos todos.
Lleno de ambición confesada, admirándola donde habite
no del todo, sólo en parte.
Sé la suerte de los para poco, como yo,
un festín de mínimas esperanzas,
un torneo de jorobados, literatura.


Y el texto ahora de Milosz en la traducción de Gerardo Bertrán, al lado del cual el de Muñoz Rojas resulta angelical, no sé, compartiendo pensamientos, sí, pero descarnado éste y pudoroso aquél. Otro delicia añadida por contraste.

Honesta descripción de mí mismo

Tomándome un whisky en un aeropuerto,
digamos que en Mineápolis

Mis oídos captan cada vez menos las conversaciones,
mis ojos se debilitan, pero siguen siendo insaciables.

Veo sus piernas en minifalda, en pantalones o envueltas
en telas ligeras.

A cada una la observo por separado, sus traseros y
sus muslos, pensativo, arrullado por sueños porno.

Viejo verde, ya sería tiempo de que te fueras a la tumba
en lugar de entretenerte con juegos y diversiones de jóvenes.

No es verdad, hago solamente lo que siempre he hecho,
ordenando las escenas de esta tierra bajo el dictado
de la imaginación erótica.

No deseo a esas criaturas en particular, lo deseo todo,
y ellas son como el signo de una relación extática.

No es mi culpa que así estemos constituidos: la mitad
de contemplación desinteresada y la mitad de apetito.

Si después de morir me voy al cielo, tendrá que ser
como aquí, sólo que liberado de estos torpes sentidos,
de estos pesados huesos.

Transformado en mirar puro, seguiré devorando las
proporciones del cuerpo humano, el color de los lirios,
esa calle parisina en un amanecer de junio, y toda la
extraordinaria, inconcebible multiplicidad de las cosas visibles.

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