El pasado jueves colaboré con un articulito en un monográfico que le dedicó a María Victoria Atencia el suplemento cultural Papeles del Paraíso, dirigido por Cristóbal G. Montilla y publicado en El Mundo. Como sé que ninguno de vosotros lee prensa nacional, que más bien os inclináis por ojear rápidamente El noticiero (edición Huelin) o 20 minutos (edición Portada Alta), pues lo pongo aquí para que lo disfrutéis sin esfuerzo (bueno, siendo honestos, más bien para que lo lea alguien, pues me temo lo peor, lo peor... :-).
Tal para cual
Pensar en María Victoria Atencia supone para mí pensar también en Rafael
León. Me es enormemente difícil separar estos dos nombres. Sé que es algo
recurrente asociarlos, pelín manido incluso, pues se acepta por todos la
formidable pareja creativa que componían. Pero, por encima de ese lugar común,
qué quieren, si cuando siendo aún bastante jovencito y nada más empezar a
frecuentar su casa cada uno a su manera arreglaba mi continente y mi contenido.
¿Se puede hacer algo, decir algo, pensar algo, ser alguien, una persona normal,
me refiero, con el contenido o con el continente descompuestos? Creo que no. Y eso es lo que hacían, lo
que han hecho, todos estos años ellos dos juntos conmigo, recomponerme a mí y a
algunas cosillas que yo hacía.
Rafael podía decirme “pon esta letra así”, “sangra esta línea”, “quita
ese paréntesis”, “esas comillas son impertinentes”… Y hablarme después de San
Pablo y de su caída del caballo, que ni era caballo ni el santo iba montado en
la bestia cuando tuvo aquella revelación tan famosa. Versiones apócrifas de
traducción perpetuadas, sostenía. Y con esto y lo de más allá yo ya empezaba a
intuir, por un lado, que la disposición de las cosas de dentro era fundamental,
esencial, para obtener sobre todo esas prodigiosas páginas impresas con las que
nos regalaba y a las que pretendía que se parecieran las mías imperiosamente.
Pero también, que esa misma adecuada disposición de las cosas no permite
transigir con la pusilanimidad a la que tantas veces nos vemos abocados en nuestros
empeños.
En la poesía de María Victoria ahora, iba viendo yo después algunas cosas
inquietantes. Hablaba María Victoria en sus poemas, por ejemplo, de Duchamp, de
Haendel, de Holan, de Canova, de Venecia, de Praga… (razón por la cual supe más
tarde que atrajo sobre sí la atención de los poetas culturalistas…). Comprobaba
poco a poco cada vez que acudía a ellos lo que pudiera ser una écfrasis
afortunada. También, por contraste, que la sindéresis no es una cualidad
demasiado común, desde luego que no, pero que aquí se daba con una frecuencia y
una naturalidad pasmosas, fruto tal vez de su delicada inteligencia y de su
sensibilidad superior. Pero al lado de estos recursos tan rimbombantes, iba
notando que se introducían, como sin querer, qué sé yo, su gata Tulia, un
crisantemo, un ascensor, un perro acosado, alguna taza de té, un canastillo de
frambuesas… Cosas así, alcanzables, asumibles, insignificantes, las cuales con
su imperturbable voz y su perspectiva única conseguía María Victoria elevar a un
rango de trascendencia no fácil de imaginar… Entonces es posible que al “gran
arte”, pensaba yo, le convenga no hacer explícita nunca la abstracción de la
que procede, que no hubiera que hacer explícita la tristeza o la alegría, la
fidelidad o el amor; que no haya que ser abstruso, tampoco iniciático… Que el “gran arte”, en fin, proviene de
una actitud, no de una explicación, se produce mejor desde una posición oblicua
a través de la cual todas las cosas adquieren su simbolismo, su sentido, esa
abstracción que nos conmueve después de todo, etc. Comprenderán que me
inquietara, que un jovencito como yo entonces que no sabía lo que era la
sindéresis y en el que predominaban demasiadas buenas intenciones más que nada
se dislocase con estos argumentos, que incluso llegara a pensar felizmente que
era ridícula la melancolía, ese puntito de circunspección que a menudo me
acompañaba de acuerdo con mi posición de poeta más o menos en ciernes. Todo se
volvía claro, diáfano, sencillo, gozoso en estos poemas. Por qué no, me decía,
las pequeñas cosas, por qué no aquellas grandes cosas en recipientes
cotidianos. Ya saben, algo de Santa Teresa, sus pucheros… Sí, fue eso tal vez
lo que me recompuso. Fueron estas cosas de Rafael y de María Victoria las que
adecuaron mi continente y mi contenido, ambas cosas que no pueden ser sino una
sola, por eso me acuerdo de los dos, ya digo, cuando pienso en uno.
Desde entonces yo he imaginado
siempre la poesía de María Victoria Atencia como si de una milenaria y
maravillosa estalactita poética se tratara. Constante, imperturbable… Es
admirable cómo casi con esa misma gota del ritmo incesante que contienen sus
poemas puede producirse tan extraña belleza. Del mismo modo también me resulta
extrañísimo comprobar que dando vueltas en torno de algo tan simple como el
papel pueda levantarse un edificio, qué digo un edificio, una ciudad entera,
como el que fue capaz de construir Rafael. La misma constancia, el mismo
extraordinario tum-tum irrenunciable…. Tal para cual, eso creo.
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