lunes, 11 de julio de 2011

Minervina


No recuerdo exactamente qué era lo que Minervina veía en Murakami que le entusiasmaba. Supongo que tendría que ver con esa inmadurez emocional casi patológica que muestran Watanabe & Co, ése ir descubriéndose uno a su pesar tras la irrupción del dolor y la muerte en la inocente existencia de esos adolescentes. Tal vez fuera esa antinatural imposición de la muerte y sus aledaños, de la descomposición del estado ideal que ella provoca a cierta altura de nuestras vidas. Cosas de psicólogos, en cualquier caso, que, sin que le faltara razón, yo le censuraba (como siempre) por no ser lo esencial, decía, de una obra literaria, y menos de una de tanto e incomprensible éxito, según creo. El sexo no, me parece que no era eso lo que le interesaba del asunto, pero quién sabe. Yo me esforzaba entonces en que viese que había situaciones ridículas, imperdonablemente cursis incluso, en la novela, que sus digresiones y sus reflexiones no tenían ninguna altura intelectual, que sus descripciones eran de una simpleza irritante, que las transiciones eran propias de un escolar. Que había párrafos sin sentido alguno dentro de la historia, que el lenguaje que utilizaba era ramplón, lleno de lugares comunes, absolutamente previsible en su desarrollo en numerosísimas ocasiones. Altísimo pecado, para mí, desde luego. Por eso no entendía cómo podía entusiasmarle tanto esta novela que desde el punto de vista artístico se me aparecía tan flojísima. La historia a mí nunca me ha bastado. Es de cajón. La historia por sí misma no enaltece al texto, en fin...
La otra tarde estaba pensando en todo esto, pero sólo expresé su síntesis, es decir, afirmé simplemente que nunca le perdonaría que le gustase tanto Murakami. Ella no pudo responderme en esta ocasión porque murió de cáncer hará cosa de un mes. Ya hacía varios meses que no respondía a mis provocaciones. Esta fue la definitiva, la última. Pero quizás ahora ella me estuviera provocando también a su modo. Por eso tal vez, pienso, muy poco después de mi amistoso exabrupto, anuncié con toda la autoconvicción de que fui capaz que estaba dispuesto a darle otra oportunidad al japo bajito. Lo haré. Tal vez me venza de nuevo Minervina con sus argumentaciones psicologísticas. Una derrota maravillosa sería desde luego que nos uniría más, mucho más que cualquiera de nuestras victoria. Lo estamos ya, de cualquier forma. Tal vez me atenace una enorme tristeza, como a aquel jovencito en la ficción, pero lo haré.

Esa misma tarde, ante el grupo de amigos que nos reunimos para hacerle un pequeño homenaje, leí un poema de Juan Gil-Albert. Un poema celebratorio, vitalísimo, afirmativo en grado superlativo, de una lucidez extrema, si me lo permiten. No concebía otro modo de recordarla. Pertenece a su libro Homenajes e im promptus. Lo pongo aquí:

SENSACIÓN DE SIESTA
Estar enamorado de la vida
no es ahuyentar la muerte, no es temerla.
Estar enamorado de la vida
no es sentirse dichoso o afligido.
No es sentir unas alas en los hombros,
unos labios con besos. No es sentirse
dueño de nada, campos, viñas, huertos,
o esos atroces sótanos dorados,
donde las rentas crecen como grama
sobre un páramo seco. No es fortuna,
no es siquiera ser joven, ser hermoso,
ni utilizar los brazos para el fuego
de la pasión o el ritmo del trabajo.
No es esperar, tener, estar contento,
ver cómo crece el hijo o se nos borra
tras de nuestras espaldas la alta sombra
paternal. No depende de nosotros.
Estar enamorado de la vida
es eso y mucho más; es otra cosa.
Es, no importa que triste, alegre, viejo,
percibir el pespunte inverosímil
que nos liga a la tierra, nuestro sino,
nuestra caducidad. Sentirnos cuerpo,
leve y larga caricia dolorosa,
de un todo más extenso, de unos moldes
que han impreso la gracia involuntaria
del que somos. Abrir los ojos claros
al azul firmamento, al ocre humilde;
no dar fe a lo que vemos por lo eximio
que todo nos parece: un prado augusto,
una fuente secreta, un son de hojas,
algún pájaro errante que se para...
Y luego, entre los hombres que repiten
nuestro mismo candor o pasmo, abrirnos
un camino que nadie ha desbrozado,
porque es el nuestro; hurdir cuán solitarios
nuestra tormenta; ser un ser aparte
entre todos los otros, enlazados
a tantas otras vidas que sonríen
sin saber lo que el tiempo les depara.
Recibir por las plantas la corriente
subterránea que imanta hacia el abismo
no sé qué deliciosos abandonos
de voluntad. Por eso es porque amamos
la vida sin motivo, porque es nuestra.
Estar enamorado de la vida
es tal vez no tener otro paraje
que nos albergue; acaso una costumbre.
Una debilidad que induce al alma
a no querer que nada nos separe
de esta adversa materia que respira
bondad, incertidumbre, dicha, muerte.



1 comentario:

Anónimo dijo...

acabo de descubrir, hoy, 12 de agosto, tu sentido homenaje a Miner. claro, que sea el 12 de agosto o cualquier otra fecha da lo mismo, puesto que una vez Miner nos ha abandonado, el tiempo compartido con ella es, ya, invulnerable.
esa novelita, correspondencias, cuya autoría me corresponde (a pesar de todo), vio la luz gracias a ella que, sorprendentemente, supo sortear mis reticencias habituales al asunto de las publicaciones. y ahora, que nos quedamos tan solos de ella, esa publicación queda como un testimonio personal de lo que Miner era para mí. una presencia callada y activa, un cierto modo de representar lo que se puede ser en este mundo de aquí abajo, de lo mejor que se puede ser en este mundo de aquí abajo.
recuerdo entonces unos versos que un personaje dice en la película reyes y reinas, de desplechin:
el alma de tu madre muerta -ataca a los tiburones -antes de que los tiburones te ataquen a ti.
así era, y así es Miner: ataca a los tiburones, y desde algún lugar, nos cuida.