Estuve el miércoles pasado leyendo el magnífico libro de relatos de Miguel Ángel Muñoz Quédate donde estás. Hay verdaderas joyas ahí. "Vitruvio", por ejemplo, con todo su humanístico peso davinciano de fondo (proporción, perspectiva, etc.), en el que se nos cuenta la historia de un atribulado ser, aspirante a escritor, que se somete a las más novedosas técnicas de cirugía para la implantación de brazos ajenos promovida por el siniestro Proyecto Octopus. Tres pares intrusos, no uno, como en el boceto de Leonardo de aquí al lado, de incierto origen todos ellos, se adscriben por vía clínica al cuerpo del narrador de esta inquietante y maliciosa historia buscando en fin la ansiada entrega total a la escritura. Un par de brazos "fuertes" se implanta; otro par "femenino" que lee sin descanso (El hombre sin atributos en tres días es su plusmarca); otro par de brazos "raros" que escriben a todas horas y rellenan uno tras otro los innumerables cuadernos Moleskine que le suministra su propietario ocasional, mientras el par de brazos "original" fiscaliza el resultado. Y llega a obtener así el escritorzuelo un éxito inopinado y fulgurante con su primer libro de relatos. En ocasiones, feliz, se mira al espejo con los ocho brazos extendidos y halla en ellos "un indicio de lo que podía ser la belleza", "era brazos y era bello...", afirma con convicción, poco antes de que se cierna la tragedia sobre este equipo inverosímil, poco antes de que la editorial conmine a la ahora rutilante estrella a escribir una novela (Viajeros del mes de abril, propondrán los brazos "raros" al desconcertado gerente de la empresa como título para el nuevo y escurridizo proyecto en el que no paran de pasar los vencejos...), una novela que atrape definitivamente a los innumerables lectores conseguidos, después de todo, con un genero menor. El texto es un prodigio de imaginación, contención, control narrativo y finísima ironía a partes iguales. Hay un delicioso "donoso escrutinio" sin desperdicio igualmente. Y su escena última recuerda a aquélla otra memorable al final también de Cosmópolis, la novela de Don de Lillo, en la que se encuentra de forma inevitable el protagonista con la demoledora verdad de su ilusoria aventura.
"Hacer feliz a Franz" habla así mismo de apasionados escritores que desean fervorosamente entregar su vida a esa espúrea actividad. Miguel Ángel Muñoz recrea aquí quizás la más perdurable y no poco conocida lección de sometimiento a la escritura que Kafka nos sugiere en sus diarios, por la cual todo lo que necesitaba para ser feliz en la vida era una pequeña habitación sin apenas mobiliario, papel y pluma en cantidad suficiente, y algún frugal sustento que alguien cercano le proporcionara a diario, sin intromisión alguna, mejor introduciendo ese sustento por debajo de la puerta bien cerrada. En este relato, el deseo de Kafka toma cuerpo en forma de apuesta con el hermano de Max Brod. Y se encierra Franz en el habitáculo y ve Brod cómo pasan los días y cómo va perdiendo la apuesta mientras aquél escribe sin parar y se solaza de vez en cuando con algún fragmento de Così fan tutte.
Leí el miercoles varios relatos más de este, insisto, magnífico libro. Entre ellos, claro está, el primero, uno cortito de los que alterna Miguel Ángel Muñoz con los de mayor extensión a modo de rellano, de isleta donde tomar el resuello suficiente que nos permita volver a sumergirnos de inmediato en la brumosa densidad de su media distancia, que hasta en esto parece que quiere cuidar al lector (él lo es, de los más voraces, desde luego). Este relato corto que abre el libro lleva por título "Quiero ser Salinger", y nos planta sin aviso un sonoro bofetón en el rostro cuando nos dice el narrador que quiere ser Salinger, "como lo oyen, escritor, pero Salinger". Vivir además retirado en la sierra de María, bajar de vez en cuando, eso sí, a Almería, agredir llegado el caso a algún periodista que quiera captar su imagen y, sobre todo, sobre todo, ser capaz de escribir una obra maestra (Amores impecables, propone como título para ella), "romper al primer intento la diana y luego diluirse en un par de libros añadidos", etc. Jerome David Salinger no es mala advocación, como no lo es tampoco la refencia a Kafka de antes. Es más, yo diría que son casi las dos únicas posibles si lo que se desea por encima de todo es llegar a ser un escritor, un escritor, digo, medianamente aceptable. Hay autores preferidos, mejores o peores, que gustan más o gustan menos, pero con estos dos (algún otro, claro, se podría añadir, dos, tres a lo sumo) sería suficiente para saber en qué diablos consiste la literatura y para poder amarla (y practicarla si se quiere) con toda la intensidad de la que somos capaces de disponer. Y eso es lo que encierra este libro en última instancia, un inusitado y profundísimo ejercicio de admiración por la Literatura, por la Literatura en su dimensión lectora tanto como en su versión práctica. Yo no sé si Miguel Ángel Muñoz romperá la diana con este libro, tal vez lo más probable sea que no, pero sí lo es que su religión ganará bastantes adeptos, muchos más, todos aquellos quizás que se acerquen a él, de eso sí estoy seguro.
En fin, todo esto lo leí, como digo, el miércoles. Al día siguiente se murió Salinger y se me ocurrió pensar que Miguel Ángel muy bien podría tener ahora la oportunidad que esperaba toda vez que la plaza ha quedado vacante. No es mal candidato, desde luego que no, sólo debe para ello esconderse un poquito más, lo otro casi, casi lo tiene ya hecho.
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