viernes, 28 de septiembre de 2012
Baker
Debo a Martín Arán dos cosas que están resultando de enorme trascendencia para este desarrollo emocional mío que tan descuidado anda últimamente. La primera es que me haya descubierto el tremendo placer que puede uno encontrar saboreando un buen dry martini. En torno a esta rutilante estrella de los cócteles que por él he empezado a apreciar adecuadamente no hace mucho, se van acumulando ya anécdotas memorables. Una de ellas la apunté aquí. Un imposible e inutil periplo nocturno por el centro de Málaga en busca de locales que sirvieran el ansiado brebaje podría ser otra. La última ocurrió hace muy pocos días, cuando en Afterwork, un bar de copas de la calle Strachan, le preguntamos al encargado si servía dry martinis. "Bueno, podríamos, dijo, pero como no sé hacerlos... ahora, si ustedes se lo preparan, yo no tengo inconveniente en servirlos." Alucinamos, claro, pero aceptamos el reto del simpático camarero. Y a cuatro manos, Martín Arán y yo preparamos dos dry martinis con ginebra Seagram's que nos supieron a gloria (casi más que tantísimos otros ya, dicho sea de paso, y a un precio de barrio popular, lo cual se agradece no se sabe cuánto...).
La segunda infiltración emocional que le debo a Martín Arán tal vez tenga efectos más duraderos. Porque en el fondo, aunque haya quedado fascinado por el dry martini, la sensatez de un trago largo de Lagavulin con muy poco hielo es dificilísimo de superar todavía en mi lista de predilecciones. Tal vez dure más, sí, esta segunda advertencia celeste, se fije más en mi espectro emocional. Tal vez se me quede ya adherida, así es, la música de Chet Baker, la que escucho ahora de un modo distinto gracias a él. Por su intangibilidad tal vez. No sé. Ahora mismo la escucho mientras escribo esto. My funny Valentine, por ejemplo, o That old feeling, o It's always you..., joder, cómo desprenderse de eso ya... Ayer vi un soberbio documental sobre este músico gigantesco. Let's get lost, nada menos, era su título. En una de sus escenas, un pelagatos con aspecto de vagabundo, Chet Baker en realidad, cuyo rostro muestra signos evidentes de haber sido devastado por la turbulencia de las drogas, está sentado a la mesa junto a una exótica morena. Parece encontrarse en una fiesta del Festival de Cine de Cannes y se dirige a la cámara para quejarse del ruidoso público presente en la sala. ¿Para qué han venido, dice, si no son capaces de escuchar mi música en silencio? Luego sube al escenario y solicita el silencio que según él requiere su música. Porque es de esa clase de música, you know...? Enseguida empieza a interpretar Almost Blues. Todos callan:
Bueno, en realidad le debo a Martín Arán otra cosa más. Porque Martín Arán es autor también de una novela memorable. Una obra de esas que más que una novela es solo (¡casi nada!) pura emoción desde que empieza hasta que termina. Nocturno en el Mery's Bar, le ha puesto por título. Y en ella todos los personajes beben cantidades indecentes de dry martinis y escuchan incansables la música de Chet Baker. Literatura dripping, llama aquí Guillermo Busutil a la clase de escritura que practica este tío. No le falta razón, desde luego, al señalar el arriesgado gozo creativo y desacomplejado que detenta esta novela como credencial más que evidente. Y a mí encima, como ven, me viene resultando bastante útil para el desarrollo personal. En cualquier caso, tengo clara una cosa: dos deudas está bien, tres es ya demasiado. Ésta, por lo tanto, no pienso pagársela...
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