lunes, 5 de diciembre de 2011
Lem again
Sigo con Lem. Solaris ahora. Y no he podido evitar que me asalte una inesperada sensación de extrañeza. A diferencia de Vacío perfecto, está claro que esto sí es una obra de género, una novela de ciencia-ficción. Encontramos aquí estaciones espaciales, viajes a distancias inimaginables, seres incomprensibles, artefactos irrealizables, mundos imposibles, civilizaciones desconocidas... Todo aquello, en fin, que nos sitúa en unas coordenadas literarias muy precisas, en un tiempo narrativo que identificamos enseguida con el futuro y sus avanzadillas tecnológicas. Por eso mi extrañeza ha sido enorme cuando reparo en que Kris Kelvin, el psicólogo enviado a la Estación Espacial de Solaris para intentar desentrañar el misterio que envuelve a su dotación, se sumerge una y otra vez en una biblioteca repleta de volúmenes dedicados al estudio del extraño planeta. ¿Pero es posible que existan los libros todavía en ese incierto futuro imaginado por Lem, que no sea capaz Lem, me pregunto, de prever que el papel no sería tal vez ya para entonces el soporte de esos conocimientos antiguos a los que apela y recrea sin afectación alguna en tantos lugares de la novela? Enciclopedias, opúsculos, folletos, legajos, incluso libros de lectura (la visitante Harey se entretiene en numerosas ocasiones leyéndolos, no se dice de qué clase de libros se trata, pero intuimos y aceptamos sin dificultad que son Literatura). De veras que en este punto de la cuestión sobre los soportes venideros del saber y la cultura y la cada vez mayor sensación de obsolescencia de bibliotecas bien surtidas de volúmenes encuadernados en cuarto, en piel, descuadernados, ajados por el manoseo, etc., etc., se hace difícil imaginar que pudieran conservarse aún, en el tiempo en que nos sitúa el texto, los libros tal y como los hemos conocido desde que podemos recordar. Jugamos con ventaja, desde luego, pero sorprende, insisto, no me lo nieguen, que ni se plantee aquí una alternativa al papel impreso. Y consuela también, qué duda cabe. No es un reproche a Lem, claro está, cuyo valor debemos buscar en otra parte, sólo trato de anotar una curiosidad. Como ésta otra además: cuando a Kris Kelvin le duela la cabeza y vacíe el botiquín buscando algo que le alivie, se lamentará de no encontrar en él ¡ni una sola aspirina! Sí, una aspirina vulgar y corriente. No deja de resultar enternecedor.
Por lo demás, Solaris nos plantea numerosas cuestiones altamente estimulantes. Tal vez destaque sobre todo la idea de Lem de la absoluta imposibilidad que tiene el ser humano de entender otras naturalezas en sí mismas si no son referidas a parámetros afines. El ansiado contacto con la intuida nueva civilización no podrá producirse nunca, viene a decirnos Lem, sin conculcar las estructuras físicas y psíquicas que nos sustentan, a lo cual podría ser (podría, sólo podría ser, claro) que no siempre se estuviera dispuesto. Pero ya no sólo entender otras naturalezas entraña para Lem serias dificultades, es que tampoco estamos en condiciones de interpretar la nuestra, lo que nos nutre desde lo más íntimo, lo que significan en realidad nuestros miedos, nuestra carga de emociones, recuerdos, fobias, filias... ¿Para qué entonces la conquista del espacio?, ¿para justificarnos como seres vivos inteligentes?, ¿para demostrarnos a nosotros mismos una supuesta heroicidad que nos llevaría tal vez sólo a constatar que no somos más que "la hierba del universo"? Quizás sean estas dos las cuestiones más relevantes que plantea la novela, pero no se queda atrás la lúcida crítica al afán entomológico y antropocentrista de nuestro conocimiento y de toda nuestra cultura en general. Y la naturaleza del amor y el origen del sufrimiento también están convocados aquí. Cuestiones todas de cierta gravedad desde luego que, no obstante, el autor logra filtrar con pericia en la novela de tal modo que evita siempre que se nos estrague la narración a base de soflamas, es importante tenerlo en cuenta.
Por otra parte, ya desde el punto de vista formal, Solaris recuerda bastante a Vacío perfecto. Los pasajes en los que hace recuento Kelvin de los estudios solarísticos y de las teorías de tantos sabios como se han ocupado del tema desde el descubrimiento del extraño planeta no deja de recordarnos a esa otra obra memorable con toda su finísima ironía incluida. Y encontramos igualmente muestras de la imaginación desbordante de este autor en la recreación de los fenómenos que tienen lugar en el planeta y las criaturas o lo que quiera que sean esas imágenes que se nos describen. Los mimoides (nótese el atinado toque de ternura en la elección del término), los agilus, las simetríadas y sus complementarias las asimetríadas, todos los sucesos de que se dan cuenta en "el volumen noveno de la monografía de Giese" y que nos detalla Kelvin en sus reflexiones, nos hacen gozar de nuevo de la gigantesca capacidad de invención de este escritor polaco en el que voy constatando que su enorme talento no reside, como creía, en la creación de mundos imposibles e inalcanzables sino en tratar de hacernos más habitable el nuestro...
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