lunes, 31 de octubre de 2011

Lem


Yo no sé por dónde habría que empezar a leer a Stanislaw Lem para hacerlo de la forma correcta. Tenía pendiente de lectura sus novelas La investigación y Retorno de las estrellas. Ahora añado a la lista Solaris y Magnitud imaginaria. Pero la casualidad en forma de imposición tertuliana ha querido que sea Vacío perfecto, el título que inicia su Biblioteca del siglo XXI, el primero que he leído de este afamado escritor polaco de ciencia-ficción. ¿De ciencia-ficción? Bueno, eso creía. Por eso la sorpresa ha sido mayúscula: Stanislaw Lem no-solo-escribe-ciencia-ficción, como he podido comprobar en este Vacío perfecto. Stanislaw Lem, además de ciencia-ficción, ha escrito este inconmensurable libro que no es ni una novela ni es de ciencia-ficción, o no solo. Vacío perfecto, vaya por delante, es uno de esos libros que de tan buenos que son te hacen tener la sensación de que has perdido todo el tiempo anterior a su lectura en cosas sin importancia. Me ha pasado esto muy pocas veces. Con Bernhard me pasó, y me pasó con James Graham Ballard. Me pasó también con Raymond Roussel. Ya está. Todos ellos, y ahora Lem a su lado en este altarcito que erijo, son eminentes ejemplos del anonadante poder de la Literatura para desafiar a la vez nuestra inteligencia y nuestras emociones de la manera más violenta posible. Ni más ni menos que lo que yo creo que le debemos pedir sin desfallecimiento a la Literatura. Y exactamente eso es lo que hace Stanislaw Lem en Vacío perfecto, violentarnos, echar por tierra todo lo que creíamos saber, pobrecitos, sobre esto, aquello o lo de más allá; mostrarnos también lo que no podíamos ni imaginar siquiera que fuera posible; hacernos experimentar genuinamente, por último, el gozo casi diabólico, casi obsceno, que procuran las historias magistralmente contadas, aunque sea, como aquí, por la erizada interposición del crítico, de un glorioso malabarista impostado en crítico-autor de las imposibles reseñas sobre libros imposibles que conforman este libro que no deja de parecernos imposible a su vez. He ahí la gigantesca broma.
Porque en Vacío perfecto Stanislaw Lem emprende una serie de reseñas de libros imaginarios, de libros que no existen, engrandeciendo aún más si cabe el aserto borgiano de que basta que un libro sea posible para que exista. Deben creerme si les digo que la posibilidad de que el lector reconstruya la historia completa fuera del propio texto, como hace Lem sin desmayo, lo considero un extraordinario ejercicio mental que muy pocas veces se me había propuesto con tal intensidad, tanta maestría y tanta eficacia. Stanislaw Lem ensaya aquí una broma infinita, en efecto, en la que se descabezan las proposiciones literarias más arriesgadas.
Unas son reales, como el Nouveau Roman, contra el que "arremete" en el texto dedicado a glosar el libro de Solange Marriot Rien du tout, o cuando en Gigamesh, la hermenéutica más enloquecida da buena cuenta del Finnegans Wake de Joyce. Otras son producto de su imaginación, como el paradójico y fracasado intento de Seurat, en Toi, de pretender escribir un libro contra los propios libros y contra los lectores, tras lo cual lo único que le será posible ya al autor, si quiere –dice el crítico– ser consecuente con su idea, es el silencio o apostarse a la puerta de las librerías para abofetear a los lectores.
Pero no solo hay bromas literarias (muy serias) en Vacío perfecto. Lem, con su imaginación desbordante, nos propone también con aplastante dominio lógico situaciones existenciales imposibles, utópicas distopías dominadas en muchos casos por una avanzada tecnología a la que convierte en nuestro verdadero numen protector universal, pervertidas posibilidades de existencia con las que gozamos obscenamente. ¿O no es maravilloso pensar en un canon que grave todas las obras de creación que tengan una mínima finalidad comercial, o establecer una pensión vitalicia para todo aquel que se abstenga de aumentar la basura cultural que nos ahoga, o establecer un acuerdo planetario entre las compañías rivales que dominan el mercado computerizado de la planificación y cumplimiento de nuestros deseos?
Pero la traca final de este proyecto inigualable la componen sus endiablados últimos textos (de Lem o de quien quiera que sea ese o esos críticos, tanto da). Die kultur als fehler, la cultura como error, De Impossibilitate Vitae; De Impossibilitate Prognoscendi y, sobre todo, la última pieza, La Nueva Cosmogonía, ahora sí, con tintes más marcados de ciencia-ficción (aunque no salen marcianitos con antenas, ni nada que se le parezca, no teman), son sin duda la apoteosis creativa de un autor en estado de gracia. La gloriosamente delirante De Impossiblitate Vitae demuestra científicamente de acuerdo con los postulados de la ciencia Estadística la absoluta imposibilidad de nuestra existencia singular. La Nueva Cosmogonía, el discurso de un Premio Nobel que reivindica las extravagantes teorías del olvidado físico Arístides Acheropoulos nos persuade (¡desde la autoridad que le confiere su tribuna!) de que todo el Universo no es más que el tablero de un inmenso juego cósmico donde civilizaciones antiquísimas desarrollan su actividad sin preocuparse lo más mínimo de nosotros, meros incidentes producto del azar. Ellas son las que siguiendo sus reglas han establecido el aislamiento semántico, el Silentium Universi, así como la Pax Cósmica, imposible de transgredir porque es de todo punto inútil la intercomunicación, dado el espacio que separa a unas de otras. Una nueva regocijante y deslumbrante Teogonía hesiódica moderna, donde la superstición humana y las creencias religiosas son desechadas de una vez por todas (o no). Ese es una y otra vez el juego de prestidigitación a que nos somete Lem. Ahí es nada.

Como en los dibujos de Escher que encabezan este comentario, todo es imposible en este libro. Pero nos subyuga la tremenda belleza de esa imposibilidad, todos sus contrastes, sus increíbles paradojas, sus dudas, su sarcasmo rabelaisiano, carnavalesco en grado extremo. Léanlo, por dios, no dejen de leerlo, si no lo han hecho todavía.
La casualidad fue lo que dije que me había llevado a este libro, pero ¿no será en realidad un exceso de sal en el gulash que Enrique Schussler ingirió aquel día tan soleado porque no había otra cosa en el menú, lo cual le hizo entrar en el mesón a buscar un vaso de agua, y propició ese indeseable encuentro con la cocinera que le habló con altivez de su noble pasado en Cracovia...? Quién sabe, tal vez solo Lem, o Juanma Cruz, lo sepan con certeza...

1 comentario:

Marta Polbín dijo...

Empezaré por Lem, querido Paco. Pero luego seguiré con Ballard y con Bernhard, a los que apenas he ojeado (u hojeado, como prefieras). Dan ganas de leer al leer tu entusiasmo… ;-)