La verdad es que da un poco igual no haber visto la película, mala, por cierto, de Castellari Aquel maldito tren blindado que ya sabemos que vampiriza Malditos bastardos, interesadamente, previo pago de una módica cantidad por sus derechos, irrisoria según los expertos, eso sí, dicho sea de paso, si se compara con la astrónomica cifra que le pedía la Metro por cederle los derechos de adaptación de Doce del patíbulo, la película de Robert Aldrich que era la que de verdad quería hacer. No le quedó otra, más o menos. Después de ver mencionada aquélla, pues, y algunas otras spaguettis, uno siente mucha curiosidad, en efecto, por esas películas bélicas, de serie B, serie P o serie Z europea que se revuelven en esta batidora, las de Klaus Kinski, Jack Palance o Franco Nero como estrellas rutilantes de una industria cinematográfica ya del todo finiquitada. Pero sabe uno también ya que lo más recomendable para estos casos es saborear sin afectadas interferencias de ningún tipo esta última gamberrada de Tarantino, sentarse en el ahora mullido y amplio sillón de la sala del multicines con un refresco de cola (Coca-cola siempre, aunque no quiero hacer publicidad) y un cajón de palomitas y disfrutar con los malos y los buenos (que ya no son, por cierto, ni tan malos unos ni tan buenos otros, no vaya a ser que hayamos progresado en vano). Algo bastante parecido a lo que hacíamos muy jovencitos en la sesión infantil de las 3,15 (qué hora malvada), viendo las inolvidables Tarzan de los monos, Las cuatro plumas, del olvidado Zoltan Korda, El regreso de Fumanchú o Siete contra todos, sólo que los asientos no eran tan confortables y las palomitas eran pipas hasta que las prohibieron por pruritos higiénicos (o auditivos, no sé, una lástima, en cualquier caso). Eso es lo que debemos hacer de nuevo. ¿Que no es perfecta?, claro que no lo es, el todo y lo perfecto resultan insoportables, ya lo decía Bernhard: faltan bastardos que retratar, y alguno de los que sí se retrata se desaprovecha luego; hay dos historias que ni se rozan, y algún ángulo de cámara algo afectado también. ¿Que Tarantino está encantado de conocerse y se repite?, pues también. Pero lo que de verdad importa aquí, al menos para mí, (y en esta ocasión, ya vendrán luego mis fantasmas Cashiers a devolverme a la muchas veces umbría alta realidad artística), lo que me sirve ahora, con lo que yo me quedo, desde luego, es con que Tarantino me hace disfrutar en las dos horas y media que dura la cosa de una brisilla fresca que en muy pocas ocasiones se nos presenta ya.No es sólo que Tarantino cuente, cada una por su lado, la disparatada historia (algo incompleta, sí, ya lo sabemos, ya hemos dicho que no es ferpecta la película) de un comando de sanguinarios y descerebrados casanazis americanos y la conmovedora historia de la venganza de Shoshanna, la judía (¡amancebada con un negro!) que, ocultando su identidad, regenta un cine en el París ocupado, donde se proyectan las últimas películas de Leny Riefenstahl o de G.W. Pabst para solaz de las fuerzas ocupantes y donde se proyectará la última película de Goebbels (su obra más acabada, dirá Hitler durante la proyección haciendo llorar de emoción a su Ministro). No sólo que nos presente a un memorable cínico y refinadísimo y políglota y desalmado comandante nazi, cazajudíos de talento proverbial (¡porque piensa como los judíos!). No sólo son esas historias que nos cuenta y esos personajes (y sus interpretaciones memorables, la del comandante cazajudíos Hans Landa, sobre todas, desde luego) lo que nos atrapa desde el principio hasta el fin de la cinta. Es que Tarantino adora contárnoslas, adora contarnos esas historias y adora su lenguaje y el medio cinematográfico en que lo desarrolla. No hay otra manera de explicar la exultante reacción que nos provocan, por ejemplo, la escena inicial en la granja lechera o la escena del encuentro en el bar del comando aliado con la actriz alemana que espía para ellos; o, poco antes, el encuentro del integrante inglés con su general (Mike Meyers) y la deliciosa conversación cinéfila de ambos en presencia de ese Churchill mudo a cargo de Rod Taylor, la vieja estrella de Los pájaros de Hitchcock. En todas ellas se percibe un contador de historias que inventa y desarrolla sus ideas sin prisa, con una robusta solidez argumental, (donde incluso el disparate, lo irrisorio, puede hacerse sólido, lo que no está al alcance de todo el mundo, claro está) y una consistencia técnica envidiable, todas esas ideas que alarga innecesariamente, según dicen algunos, gozosamente afirmamos nosotros, haciendo y mostrando todo lo que tiene que hacer y mostrar.
Y después de ese gozo narrativo, me quedo también con la desaforada y canalla y descarada atmósfera de homenaje al cine mismo, al bueno y al malo, que se respira incansablemente en cada centímetro del metraje. Con el homenaje también a algunos de sus iconos más entrañables: a Pola Negri, a King Kong, a Bud Spencer, a Marlon Brando, a Marlene Dietrich, a Fumanchú, (por cierto, con esa "aterradora" silueta hologramática de Shoshanna formada por el humo del pavoroso incendio que provocan las viejas cintas de nitrato utilizadas aquí como arma de destrucción masiva).
Y salgo de la sala y me voy a casa contento silbando algo de Morricone... Y recuerdo de pronto el delirante e hilarante recurso en la apoteósica escena final del bocadillo de los dibujos animados de mi infancia (de los cartoons, se dice ahora). Y llego a casa y me pongo esto de aquí abajo, para seguir distrayéndome...




