Funny games es una película bernhardiana. Lo que interesa ahí (e inquieta sobre todo) es lo que está pasando por la cabeza de cada uno de los personajes. Queremos saber cómo la joven pareja de dulces y educados sicópatas, capaces de apreciar la perfección de un palo de golf para ganarse a su dueño, ha alcanzado ese estado de simple y total malignidad. Algo nos dicen, pero sólo para confundirnos más aún. Peter, cuenta Paul, es hijo de una familia conflictiva de condición miserable, pero no, es un chico bien mimado hasta los extremos, y homosexual. O sea, nada que nos ayude a comprender este fenómeno. Puede ser esto o aquello. Da igual. Queremos saber qué se le está ocurriendo a George para salir de la violentísima, y paradójicamente edulcorada, situación en que se encuentra, cómo afronta su postración y su ¿obligada? cobardía. O qué piensa Anna después de que su hijo haya sido brutalmente asesinado en esa memorable y densísima (y denostada) escena del salón con el comentario en la TV de las carreras de coches como banda sonora del horror. No se refieren a su hijo muerto los padres hasta mucho, demasiado tiempo después, para lo que está dispuesto a admitir el conmovido público. Por qué. Esto y nada, todo es posible en este perverso juego fílmico, lúdico hasta la exasperación tal vez, como eminente producto de la posmodernidad más acendrada, en el que el director rompe de continuo las expectativas emocionales de sus algo acomodados espectadores.
Pero no sólo, también carga contra las expectativas argumentales, las convenciones narrativas. Fíjense si no, en el cuchillo del inicio y su papel final. Nada. O en la pelotita de golf. O en el provocador rebobinado de la película para desvanecer socarronamente la catarsis liberadora de la angustia de personajes y videntes.
Un continuo juego emocional, por tanto, pero no sólo, ya digo. Un juego también metalingüístico y metaficcional en el que se nos recuerda, al final, perturbadoramente, que estamos viendo, nosotros, usted y yo, que la contemplamos estupefactos, una película, sí, pero que si la estamos viendo, entonces es que es real.
Funny games U.S. es el remake, plano por plano, de esa misma película del mismo autor de 1997. Lo que me recuerda ahora al ejercicio de idéntica naturaleza que Gus Van Sant llevó a cabo con Psicosis. Aunque, sí, como homenaje éste al maestro, no como posible autobombo y mercadeo de aquél. Dicen que varía sólo en unos pocos segundos, 20 ó 120, según los distintos cronometradores, y algo en el vestuario de la Naomi Watts, pelín más seductor. Aunque está guapa se ponga lo que se ponga esta chica.
sábado, 18 de julio de 2009
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3 comentarios:
Hablando de lo bernhardiano, a ver si algún día vamos a tomarnos un cafelito al bar del Barracuda:
http://www.laopiniondemalaga.es/secciones/noticia.jsp?pRef=2009050900_2_257412__Malaga-gloria-literaria-hotel-Barracuda
Pues no es mala idea, chico. Propón día, por mi encantado, buena excusa, buenísima. Por cierto, ¿Bernhard bebía? Es que ya sabes lo que se dice de los que no beben... Sería un placer hartarnos de bloodie maries, por ejemplo, a su salud ¿no te parece?
No me suena que Bernhard fuese bebedor, Paco. Siempre estaba cuidándose por su delicada salud y supongo que, como mucho, tomaría una copita de vino en las comidas. Yo creo que no fallaremos si vamos al Barracuda y nos tomamos unas infusiones de poleo, tila o manzanilla...
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