viernes, 2 de octubre de 2020

FILOSOFÍA Y FICCIÓN, de Ignacio Gómez de Liaño


 

Magnífico comentario a FILOSOFÍA Y FICCIÓN, de Ignacio Gómez de Liaño. Para que el que quiera ver (o leer), que vea (o lea).

Sobre FILOSOFÍA Y FICCIÓN, de Ignacio Gómez de Liaño

He leído y releído Filosofía y Ficción, pues se trata de un libro destinado a ser "libro de cabecera". Para tenerlo cerca, al alcance de la mano. Las reflexiones que en él se desgranan son otras tantas iluminaciones, no sabría llamarlas de otro modo, puesto que tras leer cada una de ellas la mente queda en suspenso, tocada por algo certero, como cuando se acaba de leer un poema. Calan hondo, llegan al alma, sin duda su lugar de destino, en donde deben irse depositando, en la memoria, por eso es un libro para ser releído.
Filosofía y ficción se interpenetran. Diría que son dos ramales que surgen del mismo caño y que en su devenir las dos corrientes confluyen y se separan, para volver a confluir y separarse. Los cuentos son los frutos de una imaginación filosófica y que dan lugar a una reflexión de este tipo, y, los pensamientos, son fruto de la vida, de una experiencia decantada. Están, estos últimos, sutilmente impregnados de lo vivido, de lo sentido, que es la materia de la ficción. Es filosofía para la vida en donde lo racional y lo afectivo se equilibran. De hecho, yo veo que este libro está hecho de imaginación y memoria. Y de tiempo. Destilación. Fruto de una operación alquímica. Son los términos que me vienen a la mente. Si un lector que no conociera la obra de Ignacio Gómez de Liaño y estuviese deseoso de conocerla, me preguntara por dónde empezar, no dudaría en recomendarle que empezase por este libro, pues en él hallará destilados aspectos fundamentales de la obra de Gómez de Liaño. Todo lo que se dice sobre los viajes y los viajeros me ha interesado especialmente. Luego, hay otra cosa que me admira, y es la claridad con la que se expresa el pensamiento o se narran los cuentos. No hay la menor afectación, el texto fluye con toda la naturalidad del mundo. La labor de orfebre, que existe, para lograr tal despojamiento a la vez que se sortea la sequedad, resulta invisible, lo que manifiesta una suprema elegancia.
He aquí un libro que va a ser un buen compañero para el trecho que me queda de vida.
(Vicente Ferrán Martinell)
 

miércoles, 10 de julio de 2019

¿Cómo estás, negrito?


El 16 de junio de 2016 nos dimos cita en Dublín un grupo de amigos. Hacía mucho que ese grupo de muy aguerridos lectores del que era parte fundamental Hugo Abbati desde hace muchos años, coqueteábamos con la idea de hacer una de nuestras reuniones literarias en Dublín. Queríamos ir a Dublín a celebrar el Bloomsday y a comentar allí la obra de James Joyce. Y lo hicimos por fin en esa fecha con cierto aire diabólico de hace ahora tres años, llevando además la secreta intención, dicho sea de paso, de reventar cualquier actividad de la Orden de Finnnegans Wakes y de ridiculizar a su líder Enrique Vila-Matas, al que alguno de nosotros profesaba cierta animadversión literaria. Aunque no tuvimos éxito en este último objetivo, tal vez por nuestra incapacidad para reconocer a sus miembros entre tanto follaje, tal vez porque nuestra determinación les intimidaba hasta el punto de desaparecer, los demás se cumplieron y esa fecha, con todos sus mágicos momentos, ha sido motivo de particular regocijo desde entonces.

Pero la vida y la muerte son algo burlonas y han querido que Hugo Abbati, el único de nosotros que portaba su gabardina Mackintosh en Dublín, fallezca precisamente un 16 de junio. Este pasado 16 de junio. Es curioso, el destino ha querido que la fecha que hasta ahora nos traía imágenes luminosas (en la farmacia Sweny’s, en Sandycove…), sea en adelante un foco tenebroso que proyectará en nuestra memoria cada año el enorme hueco que ha dejado nuestro amigo tras caer fulminado por un rayo. La vida y la muerte, su afirmación suprema, actúan ambas sin contemplaciones de ninguna clase y pueden ser muy crueles sin apenas proponérselo. Que Hugo Abbati haya muerto tan inesperadamente es su dolorosísima constatación.

En cualquier caso, como creo conocer lo suficiente a Hugo Abbati, sé que su satisfacción será absoluta por haberse ido en el día más literario que se pueda imaginar. Y eso consuela, de forma leve, si se quiere, pero consuela. Porque para Hugo Abbati la Literatura era la razón de su existencia (no hablaremos aquí ni de fútbol ni de política). Que era un ser enfermo de literatura lo hemos ido comprobando desde que nos conocimos hace bastantes años. Para él la lectura primero y la escritura después (o viceversa) estaban, creo no exagerar, por encima de cualquiera de las cosas que este mundo pudiera ofrecerle. Pocas personas he conocido con esa apabullante pasión por la literatura. Ni yo mismo, si se me permite la broma. Por eso creo que el destino, después de todo, se ha portado adecuadamente propiciando que Hugo Abbati haya muerto un 16 de junio, en Bloomsday, nada menos, y no en cualquier otra fecha de tantas anodinas como abundan en nuestro calendario. 

No obstante, sabemos que aunque a James Joyce lo situaba Hugo Abbati muy arriba en sus preferencias literarias (junto con Williams Faulkner, no hay que olvidarlo), no era la principal de ellas. En lo más alto de su predilección estética, estética y algo más, situaba Hugo Abbati a Samuel Beckett, el insigne secretario de Joyce, precisamente. El mundo loco que intentaba aprehender Samuel Beckett en Esperando a Godot, en Fin de partida o en el ciclo de Malone eran para Hugo Abbati una referencia constante. Y su sucio nihilismo y el tremendo desconcierto vital con los que Samuel Beckett impregnaba su obra, le asombraban casi más que ningún otro artefacto literario. Por eso, tanto la singular biografía del enjuto irlandés como su propuesta literaria única eran siempre motivo de comentario y de reflexión en muchos de los innumerables, de los gloriosos e inolvidables encuentros literarios que mantuvimos a lo largo de los años. Pero no era a Samuel Beckett al único autor al que admiraba tanto. Más arriba, aunque tal vez solo un poquito por encima de Samuel Beckett, situaba Hugo Abbati a Franz Kafka, otro escritor excepcional, y, desde luego, de la misma estirpe. Sin duda, era Franz Kafka el escritor al que más admiraba Hugo Abbati desde que, como contaba, empezó a leerlo con catorce años. Una lectura algo turbadora para un chiquillo, le decía yo. Y él, nada, nada que no se pueda soportar. En mi opinión, no solo soportó bien esa lectura pese a la corta edad con que abordó al escritor checo por primera vez, sino que con sus lecturas posteriores, Hugo Abbati incorporó con tanto acierto a su obra y a su propia forma de ver el mundo tan radical propuesta artística e intelectual que es difícil no sonrojarse ante las propuestas de la mayor parte de aquellos autores a los que se etiqueta de “kafkianos”. Como diría Hugo Abbati, la mayor parte apenas ha entendido que además de convertir a seres humanos en bichos, Franz Kafka inoculaba en sus obras un finísimo humor producto de su escepticismo y una tierna y profundísima y tal vez única comprensión de la naturaleza humana. De eso hablaba Hugo Abbati cuando hablaba de Franz Kafka. Y eso mismo es lo que nutre sus novelas, las publicadas y las que todavía permanecen inéditas.

A Samuel Beckett lo convirtió Hugo Abbati en artista invitado de su novela Dos conversan, la última que vio publicada. En este inteligentísimo homenaje al escritor irlandés se desarrollan en paralelo varias historias bastante alocadas: la del editor mendigo Frijus Lijus, la del melancólico violinista rumano llamado Raco que toca en una vaquería para que las vacas den mejor leche, la del infeliz broker Reginald obsesionado por sus inversiones en Galletas Bolivianas Inc., la de Frank, el oscuro traficante con problemas de conciencia que tiene una hija de diez años borracha y que trabaja para una organización liderada por una tía nonagenaria, deportista excepcional… Pero su principal línea narrativa es la que presenta a Samuel Beckett huido del hospital de París en el que esperaba a la muerte y deambulando moribundo por las calles acompañado de un uruguayo experto en lenguas ágrafas, dos borrachos y un perro. Todas estas historias desarrolladas con desbordante imaginación, confluyen en algún punto y evolucionan siempre a través de los diálogos que se establecen entre los distintos personajes, sin intervención exterior de ninguna clase. Todo aquí es, en efecto, diálogo. Parece como si Hugo Abbati quisiera proponernos, ya desde el mismo título de la novela, que el diálogo, la conversación, es la forma de exorcizar lo absurdo que encierra la existencia. Y si recordamos además que a ese mismo recurso dialógico es al que acude en sus dos obras anteriores, Correspondencias y En el campo, podríamos pensar con razón que lo que nos venía diciendo Hugo Abbati desde tiempo atrás es que el diálogo, la conversación (la correspondencia epistolar, sobre todo, en estas dos últimas, si queremos ser más precisos) es la forma de salvarnos del peso de la vida, del peso de la Muerte, también. Dos conversan incluye además un bonus track beckettiano al que hace referencia su subtítulo: Donde Beckett perdió el poncho, que resulta ser un sesudo estudio del mismo título que podemos leer nosotros cada vez que Gilda, el personaje del que está enamorado Reginald, lo hace dentro de la novela y que es la adaptación de Esperando a Godot a las exigencias raciales, climáticas, espaciales, de la Pampa argentina. Un memorable disparate resulta ser esta personalísima obra que rinde tributo a Samuel Beckett, un festín literario de primerísimo nivel en el que Hugo Abbati aborda del modo al que nos tiene acostumbrados, con envidiable soltura, con una levedad admirable (de acuerdo con Italo Calvino), cuestiones nada baladíes: la comunicación humana, el peso del lenguaje mismo, la muerte...

En cuanto a Franz Kafka, es verdad que no cuenta con su novela-tributo (aunque existe, existe esa obra, eso sí, y se publicará), pero como ya se ha dicho, es una presencia constante en la obra de Hugo Abbati. En Correspondencias, la primera novela que publicó en España, una cita de Franz Kafka tomada de sus Diarios abre la obra. Creo que esa cita resulta muy apropiada para ilustrar lo que sosteníamos antes a propósito del aprovechamiento que de Franz Kafka hace Hugo Abbati. Dice así: “M. estuvo aquí; no vendrá más… y sin embargo, todavía existe una probabilidad, cuya puerta cerrada vigilamos ambos, para que no se abra, o más bien, para que ninguno de los dos la abra, ya que sola no quiere abrirse”. En mi opinión, es ese “sola no quiere abrirse” lo que nos da la dimensión de lo que Hugo Abbati admira de la obra de Franz Kafka y de lo que propone constantemente en su propia obra, esa enternecedora perversión conceptual, casi un chiste, que nos insta a desafiar cualquier estructura lógica de cualquiera de los conceptos que manejamos. Ejemplos de esta forma de abordar la escritura y, por extensión, la existencia, son abundantes a lo largo de toda la obra de Hugo Abbati, pero no es necesario hacer aquí un catálogo. Sí es interesante señalar que Dos conversan se abre de nuevo con una cita de Franz Kafka. O eso parece, porque no es nada más (y nada menos) que una divertidísima pirueta apócrifa a través de la cual consigue unir en una frase a Samuel Beckett y Franz Kafka con James Joyce, erigiéndole ingeniosamente el altarcito que le corresponde a su particular santísima  trinidad. 

Entre estos parámetros de exigencia máxima desarrollaba su obra Hugo Abbati. Y lo hacía, a  mi modo de ver, con máxima eficacia, como demuestran cualquiera de las tres novelas que he citado, las únicas publicadas hasta ahora, es verdad, pero que no van a ser las últimas. Para felicidad nuestra, hay algunas más que aguardan su publicación. A mí mismo me mandó varias que tenía terminadas cuando entre bromas y veras quiso que fuera yo su albacea literario en un momento en el que, desde luego, nada indicaba que tendría que ejercer esa desdichada función. Ellas van a consolarnos algo de la gran orfandad en la que nos ha dejado sumidos la muerte de Hugo Abbati, con estas novelas vamos a poder corroborar de nuevo su altura artística, su talla intelectual. No es poca cosa para los que tanto lo vamos a echar de menos.

Hugo Abbati nos deja, pues, su obra, como suele decirse. Pero los amigos lo vamos a echar a él mucho de menos. En este mundo algo ingrato y bastante descreído no es fácil encontrar a alguien que como Hugo Abbati sea un constante estímulo intelectual y un ejemplo de humildad y de desprendimiento. Muy pocas personas consiguen interpelarnos del modo en que Hugo Abbati lo hacía, con su enorme curiosidad, su interés por lo ajeno y su capacidad de comprensión de cualquiera de las debilidades humanas. Vamos a echar de menos a alguien que además, gracias a su espíritu aventurero siempre al acecho de la excelencia poco transitada, supo prescribirnos lecturas insólitas, regocijantes. Sé que sin su recomendación, al menos yo no hubiera llegado nunca a escritores de la talla de Patrick White, de Robert Murnane, de Fleur Jaeggy o del polaco Witkiewicz (su último entusiástico descubrimiento, del que nos regaló a Paco Martín y a mí su obra Insaciabilidad). A Iris Murdoch o Katherine Mansfiel, sí, tal vez sí hubiera llegado. Reconozco que Hugo Abbati no tenía apenas dificultad para convencerme de la calidad de los escritores tan nutritivos que indicaba. En cambio yo, qué curioso, tenía serias dificultades para convencerlo, pongo por caso, de la excelencia de Michel Houllebecq o Enrique Vila-Matas (aunque de las dos dudo algo yo ahora mismo, dicho sea de paso).

Para este pasado mes de junio de 2019, el grupo de aguerridos lectores teníamos programado un nuevo viaje literario a Portugal al que Hugo Abbati no pudo incorporarse. Decidimos mantenerlo pese a nuestra aflicción. Y decidimos también rendirle un pequeño homenaje a nuestro amigo ausente que consistió en elegir cada uno de nosotros un párrafo de su novela inédita Paisajes desde el asilo, justificarlo y leerlo a los demás. Estuvimos presentes Almudena, José Manuel, Raquel, Ángel, Paco Martín, Pepe, Carmen, María, Nicolás, yo mismo. El lugar elegido para el recordatorio fue el Literary Man Hotel de Óbidos, el lugar más literario que podamos imaginar, el más hermoso, el más apropiado para nuestro propósito, con libros en cada rincón y altas estanterías llenas de libros cubriendo cada pared hasta el techo. Estoy seguro de que Hugo Abbati estaba allí con nosotros. Estoy seguro de que hubiera querido empujar un libro desde la estantería más alta para que quedara abierto por esa página que nos dijera a su modo que, en efecto, estaba allí con nosotros. Pero esto son paparruchas. La verdad, la única verdad verdadera es que ya no será posible volver a escuchar a Hugo Abbati  saludando al teléfono y preguntando: ¿cómo estás, negrito? Y eso, quieras que no, es una pena muy grande.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Delillo a cero grados Kelvin

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Don DeLillo (dilailo, si lo pronunciamos a la inglesa) pertenece a la misma generación de escritores norteamericanos que Raymond Carver, John Barth, Philips Roth, Thomas Pinchon, Donald Barthelme, Robert Coover, Cormac McCarthy…  Todos estos colosos de la literatura han nacidos en los años 30 del pasado siglo. Y como algún otro de sus compañeros, año tras año desde hace ya unos cuantos, Don DeLillo es candidato al Premio Nobel (aunque no lamentemos tanto que no se lo den, eso sí, como cuando Murakami, año tras año igualmente, queda relegado por estrecho margen, el pobrecito…).  Afortunadamente aún le quedan a DeLillo algunas oportunidades más para que su candidatura prospere. En cualquier caso, creedme, poco importa que se lo den o que no se lo den. Con el galardón o sin él, estaremos igual ante un gigante de las letras norteamericanas, de las letras del mundo, no nos engañemos; estaremos ante un autor que ha sabido diseccionar como nadie la sociedad norteamericana (la nuestra en cierto modo, aunque nos pese), y poner al descubierto sus miserias, sus miedos, todas sus mentiras… 

No voy a negar que Don DeLillo es un autor seriote, bastante alejado de esas fiestas literarias con las que disfrutamos tanto, dicho sea de paso. Pero esta circunspección, a mi modo de ver, la compensa con la enorme capacidad de penetración en las obsesiones y los traumas de la sociedad contemporánea, de la sociedad posmoderna, de la sociedad del capitalismo salvaje en la que nos ha tocado vivir. La compensa también con la maestría con la que expone el extravío de esa misma sociedad y nuestro íntimo desvalimiento, nuestro desolado discurrir dentro de ella. Con la lucidez y la inteligencia de sus análisis, igualmente la compensa; con su ironía tan desencantada y su valentía al abordar las grandes incógnitas de la especie humana: la religión, el mal, las catástrofes, qué es la vida y qué es la muerte…, la muerte, sobre todo, qué es la muerte y cómo condiciona nuestra existencia, se pregunta una y otra vez en sus obras Don DeLillo. Un poco inquietante todo, no lo voy a negar, insisto, pero puede que su lectura resulte un higiénico ejercicio de reflexión sobre nuestros propios fantasmas.

En Cosmópolis (2003), la primera de sus novelas que yo leí, un vacuo jovencito, megamillonario gracias a sus exitosas especulaciones en los mercados internacionales y al borde de la ruina por una alocada apuesta de toda su fortuna contra el yen, atraviesa Nueva York entera en su limusina para cortarse el pelo y encontrarse finalmente con su propia nada, con la muerte. Me deslumbró la novela. Y si no la habéis leído, alguno de vosotros habrá visto al menos la espléndida película que Cronenberg hizo con ella, en adaptación absolutamente literal y con el cara de palo de Crepúsculo, Robert Pattison, como actor principal. Después vino Ruido de fondo (1985). Caí rendido (¡Ruido de fondo, Ruido de fondo, leed, por favor, Ruido de Fondo!). Aquí hay un medicamento experimental, el Dylar, que inhibe químicamente el miedo a la muerte. Y hay centros comerciales que son templos de salvación en la liturgia de la nueva religión consumista, y una catástrofe ambiental también hay, y un profesor de universidad que dirige el departamento de estudios sobre Hitler… Y un “ruido de fondo” que lo envuelve todo, esto es, una radiación de fondo que tiene abocado  al universo al big crunch, según dicen los científicos…
  
Más tarde vino Libra (1988), quizás, para mí, la más lograda estructuralmente, donde hace confluir de modo fascinante dos historias paralelas, la de la conspiración de la CIA en el asesinato de Kennedy y la de la vida del don nadie Lee Harvey Oswald. Y luego Mao II y Punto Omega y Fascinación, una novelita temprana esta última (1978) sobre la búsqueda de una hipotética película porno en la que actuaba Hitler. Y leí también Contrapunto, un deslumbrante ensayito en el que “contrapone” las figuras de tres gigantes, Glenn Gould, Thomas Bernhard y Thelonius Monk, en su búsqueda de la verdad artística y de la belleza y que concluye transcribiendo el mensaje que junto con una grabación de las Variaciones Golberg interpretadas por Glenn Gould, la NASA lanzó al espacio profundo a bordo de la nave Voyager en 1977, por si alguien de ahí afuera pudiera escuchar. Dice así ese mensaje:  

Somos seres inteligentes, versados en matemáticas y capaces de organizar una secuencia coherente de sonidos en el tiempo, para crear una composición unificada llamada música, una forma de arte cuya verdad, oficio, originalidad, y otras indecibles propiedades, proporcionan una cualidad de placer trascendente, llamada belleza, a la mente y los sentidos de quien escucha.

Tengo pendiente desde hace tiempo Submundo (1997), a decir de todos los lectores de DeLillo, y para escarnio mío, su obra maestra, precisamente. La tengo en mi escritorio desde hace mucho. Es un tomazo. Caerá, ya caerá. Seguro.

En Zero K de nuevo DeLillo aborda su tema más recurrente: el miedo, el miedo cósmico a la muerte. Y añade para la ocasión la posibilidad de vencerlo a través de las nuevas tecnologías. Pero también reflexiona sobre nuestra verdadera naturaleza preguntándose casi de forma obsesiva si somos cuerpo o somos mente. Y preguntándose además si no somos solo lenguaje, después de todo. Recordad a Jeffrey nombrándolo todo, definiéndolo todo, poniendo nombre a todo y a todos, inventándose nombres, pidiendo a Ross que nombre a Madeline para poder darle así existencia. O recordad el, a mi modo de ver, perfectamente impostado monólogo de Artis en la cápsula, un arriesgado ejercicio a través del cual experimentamos tal vez en la práctica lo hasta ese momento expuesto en las teorías de los gurús de la Convergencia sobre el tiempo, el espacio, el lenguaje de nuevo...

Pero en Zero K  la gran odisea tecnológica que se desarrolla ante nuestros ojos con enorme precisión ambiental y emocional, se pone en relación con la pequeña odisea de una vida anodina, la de un escéptico ser humano preocupado más por la espita del gas, sus llaves o el cerrojo de la puerta que por su destino. ¿Cuál de ellas es la mayor, la más trascendente?, parece preguntarse DeLillo.

En Zero K  veo dos momentos que hay que leer con muchísima atención. Me refiero a la charla de los gemelos Stennmark y a la conversación de Jeffrey con Ben-Ezra en el jardín del complejo. ¿Qué hay ahí de verdad? ¿Es la parodia de una tesis “postracionalista”, o la confirmación de la nueva, de la ultimísima fe en una religión sin Dios que otra vez nos promete la vida eterna?

En Zero K, además, hay que estar pendientes de los detalles. De los maniquíes, por ejemplo, de esa dantesca fosa común de maniquíes, de la figura inmóvil y asexuada en la “sala de arte”, de la figura inmóvil y asexuada que ve Jeffrey en el metro y en las calles (¿otra o la misma?). De las catacumbas. De las proyecciones de las catástrofes en los pasillos de la Convergencia. De la temperatura de las ciudades. Del interés de Stak por el pastún. Altamente simbólico todo. Y eso me gusta, lo reconozco, porque está constantemente DeLillo poniendo a prueba nuestra capacidad de imaginación.

¿Qué es Zero K, una novela de ciencia-ficción, una novela con ciencia-ficción, como dice Rodrigo Fresán al referirse a su novela El fondo del cielo (espléndida, por otra parte)?, ¿Es Zero K una novela testimonial, de iniciación tal vez? ¿Podría ser Zero K una novela de amor? ¿Y realista? ¿Es realista Zero K? ¿Y de tesis? ¿Qué tesis? ¿De qué lado, en qué tesis nos situaríamos entonces?

En Zero K  todo está narrado como en susurro, de modo doméstico, casi privado, he leído por ahí. Muy bien puede ser ese recurso lo que provoque la sensación de cotidianeidad, de normalidad en sus frases, de cercanía en sus personajes (recordad al Monje). En su prosa, áspera a veces, todo parece conducir al objetivo previsto, sin adherencias, sin alardes estilísticos que enturbien la narración. Un lenguaje sobrio al servicio de la historia, no de cualquier historia. ¿No es ese, no debería ser ese, pregunto, el objetivo de todos los novelistas? No es esta una cuestión menor  para empezar a hablar sobre la novela de Don DeLillo, desde luego.

Y ahora ya, excusadme. Y crucificadme seguidamente si queréis por mi osadía al haberos soltado esta monserga. Pero daos prisa, en cualquier caso, no vaya a ser que el meteorito de Cheliábinsk nos consuma a todos antes…

domingo, 6 de marzo de 2016

Margo Glanz me interesa


-Me interesa, en primer lugar, la figura de esta mujer, de padres judíos y ucranianos emigrados a México. Una institución literaria en su país.

-Me interesa, después, el discurso de esta mujer, que dice “escribir desde su sexo”

-Me interesa comprobar la altura creativa de esta mujer que demuestra lo que yo vengo sospechando, y sobre lo que algunas veces hemos discutido: que nada tiene que ver el género del autor en la calidad de la obra.

-Me interesa el tratamiento del cuerpo en la obra de esta mujer. Su lado femenino, desde luego. Su lado combativo.

-Me interesa la naturalidad con la que maneja la alta cultura y la baja cultura. (En Saña: Naomi Campbell/Bacon. En El Rastro Jorge Sanz, Versace/Baremboim.)

-Me interesan sus digresiones sobre música. Gould, los Castratti...

-Me interesa, mucho, en El Rastro la imbricación entre el ensayo y la ficción.

-Me interesa el tratamiento que hace esta mujer de la eterna oposición entre emoción y razón, entre biología y tecnología (¿qué es el corazón?).

-Me interesan las digresiones literarias. Me encanta que cite a Bernhard, a Sebald, a Dostoiesvki, incluso para contradecirlos… (pág. 50)

-Me interesa ese ritornello incesante de El Idiota, la obra de Dostoiesvki.

-Me interesa en El Rastro la maestría con que se mantiene sin desfallecer el continuado monólogo interior de la narradora.

-Me interesa en El Rastro esa mise en abyme de algunas de las historias que cuenta el marido de Nora y que me ha recordado a Barbey d’Aurevilly, el escritor francés del siglo XIX que, por cierto, yo adoro.

-Me interesan las transiciones entre el monólogo interior y el diálogo con los distintos personajes.

-Me interesa el intento que lleva a cabo aquí Margo Glanz de descifrar la “fisiología” del amor.

-Me interesa, aunque un poco menos, es verdad, el aspecto sociológico del libro. El retrato, aunque somero, de la idiosincrática sociedad mexicana.  

-Me interesa esa pregunta retórica que se/nos hace la narradora en la pág. 115: “¿es imposible expresar la pasión?”

-Me interesa esa leve brisa existencial, muy melancólica, de El Rastro: “esa absurda herida que es la vida”…

Todas estas cosas me interesan, y a lo mejor incluso pronto amplío la lista...


domingo, 12 de julio de 2015

Cuando el futuro se acabó




LA IRONÍA DADAÍSTA

No se puede decir que el dadaísmo posea un programa. El futurismo es un movimiento fuertemente programático, sus intenciones están claras, son afirmativas, arrogantes. Las decisiones estéticas son precisas, proyectos políticos tan claros que pueden vociferarse ante multitudes de entusiastas dispuestas a pasar a la acción. Efectivamente, la figura retórica dominante del futurismo es la hipérbole, una forma exagerada de afirmación, de exaltación del significado. El signo hiperdefine su significado levantando la voz, sobrecargando la intención comunicativa.

Cuando se habla de dadaísmo es difícil hablar de programa porque su figura retórica predominante es la ironía.

En la ironía existe siempre la conciencia de la disociación entre lenguaje y realidad.

En cuanto figura retórica, la ironía consiste en afirmar negando, en decir una cosa para expresar su contrario. Aunque no es exactamente así. Es así y no lo es. No podemos definir la ironía de manera demasiado unívoca y precisa. Definir la ironía sería poco irónico.

La ironía es conciencia de la irreductibilidad del lenguaje al mundo y del mundo al lenguaje.

La ironía sugiere no tomar demasiado en serio lo que decimos, lo que proponemos, y sobre todo sugiere no asumir la responsabilidad del mundo tal y como es, ni tampoco de lo que nosotros mismos hacemos. La ironía es espíritu de irresponsabilidad, y por tanto es disolución del sentimiento de culpa. La ironía nos recuerda que la vida no se puede decir.

Lave: un-an-al-iz-a-ble, escribe Ignacy Witkiewicz en la novela más extraordinaria escrita por un escritor dadaísta, Insaciabilidad. No podemos escribir un libro sobre el futuro del pasado, o sobre el pasado del futuro, sin hacer referencia a Insaciabilidad de Ignacy Witkiewicz. Se trata de una historia que acontece en la Polonia de los años veinte entre cocaína, princesas ya no tan jóvenes que seducen a oficiales de caballería, pianistas monstruosos y geniales que tocan música infernal, demonismos, sensiblerías, fantapolítica. Polonia es el único lugar en el mundo en el que resiste el humanismo individualista, amenazado por el comunismo espiritualista procedente de la China de Murti Bing, como una droga hipnótica, igual que un Gran Hermano. Novela de visionaria, lúcida, irónica, alocada prefiguración distópica. Witkiewicz huyó de Varsovia cuando los nazis se acercaban, intentó fugarse, ¿pero a dónde ir? Con una amiga, se internó en el bosque, esnifando c ocaína y llorando y riendo hasta que decidieron acabar con todo. Un poco como hizo Benjamin del otro lado de Europa.

La ironía dadaísta nos recuerda, al igual que Witkiewicz, que la vida no se puede decir. Lo que nosotros decimos no es sino un puente imaginario sobre el abismo del sentido.

El gesto de Duchamp consiste en exhibir un signo para negar el significado o para dejar en suspenso el significado que nosotros le atribuimos.

Exhibir el carácter artístico de lo que es banal, pero también el carácter banal del gesto artístico. Dada rompe la dimensión áurea del arte y también la dimensión banal de la vida cotidiana. Irónica banalización del gesto artístico. Irónico recubrimiento de oro del objeto de uso cotidiano.

Sólo hay una frase programática que podemos atribuir al dadaísmo. Es el grito de Tristan Tzara:

Abolir el arte
Abolir la vida cotidiana
Abolir la separación entre arte y vida cotidiana.

Sin embargo, se trata de un programa bastante difuso. Hacer una obra de arte significa hacer de la vida cotidiana el lugar en que se difunde el aura del arte como fuerza perenne e ininterrumpida. Más que abolir, Dada suspende.

La ironía es suspensión del significado. El juego de las relaciones entre signo, significado y referente define los variados matices y modalidades del lenguaje artístico del siglo xx.

Desde luego, el futurismo está poco dotado para la ironía. Su retórica heroico-gesticulante por lo general afirma de modo apodíctico, hiperbólico e incuestionable.

Al contrario, el dadaísmo atenúa. Más que afirmar, pone en suspensión, y hay que considerar toda iluminación particular como una de las muchas posibilidades de sentido. La ironía tiene carácter suprainclusivo, o quizás incluso omniinclusivo: el signo no posee una única posibilidad de interpretación, sino muchas, infinitas quizás. Dada no significa nada, o bien significa todo. La ironía tiende a ampliar la inclusividad significante de todo signo. También el surrealismo, de modo muy diferente, es agudamente consciente de una posible suprainclusividad semántica de los signos.

La relación entre signo y significado es la cuestión fundamental de cualquier utopía. Habla de ello Mario Perniola en su libro de juventud de 1971 La alienación artística, que se puede leer como una introducción a las problemáticas del pensamiento situacionista, es decir, el idealismo en su fase terminal. Perniola habla de escisión constitutiva de la época moderna: escisión entre el arte, esfera del significado privada de realidad, y la vida cotidiana, esfera de la realidad privada del significado. La economía capitalista, separando el valor de uso del valor de cambio, reduciendo las cosas a mercancías, cancela o suprime el significado de la acción humana, reduciéndolo a trabajo alienado. El trabajo no es más que repetición de gestos que no significan nada para quienes los realizan, pero que permiten acumular valor al capital.

Frente a este escándalo de la alienación, el pensamiento humanista se rebela, y proyecta la utopía de la recomposición: el trabajo debe tornarse actividad consciente, actividad dotada de sentido.

Se trata del núcleo central de la revuelta de los años sesenta, años en que la modernidad, una vez alcanzada la plenitud del desarrollo industrial debería finalmente mantener su promesa: la promesa política de la igualdad, la libertad y la fraternidad, pero sobre todo la promesa utópica del sentido: recomponer la escisión entre trabajo y acción, devolver el sentido a los gestos de la vida cotidiana devolver realidad al gesto artístico.

La intención que anima la revuelta de los años sesenta, esa intención de vida auténtica, de vida en la que el significado se recompone con la realidad, es el cumplimiento del idealismo moderno, que domina la escena filosófica en los años de la Hegel renaissance y del humanismo marxista. La crítica debordiana del espectáculo nace de estas premisas.

Antes de que los movimientos sociales experimentasen la utopía de la vida auténtica, suspendiendo las obligaciones de la producción, de la disciplina y de la represión, la vanguardia había experimentado aquella utopía en el plano lingüístico y gestual, poniendo en escena el abanico completo de las posibilidades de relación entre signo y significado y referente.

Las investigaciones lingüísticas han establecido el carácter arbitrario y convencional de los signos que utilizamos en la vida cotidiana para comunicarnos algo respecto al mundo en que vivimos. En el lenguaje de la vida cotidiana cada signo tiene una relación aproximada con su significado. El significado de los signos que utilizamos se ha establecido intersubjetivamente a lo largo de una negociación continua y aleatoria que no establece nada definitivo.

La convención relativa a los signos es una convención débil, el sentido de una palabra cambia en relación con el contexto en el que la estamos utilizando, queremos decir una cosa pero tal vez queramos decir también otra.

El lenguaje científico por el contrario, es altamente convencional: el significado de cada signo debe establecerse de modo fuertemente codificado. Cuando utilizamos una palabra en el ámbito científico, tenemos que estar de acuerdo sobre su significado porque el significado de una palabra científica no depende del contexto ni del humor, sino del contenido que hemos establecido por convención. El saber científico sólo funciona cuando los signos que utilizamos para elaborarlo y comunicarlo se establecen de manera rigurosa.

Luego está la palabra poética. En la poesía las palabras, aun manteniendo su estatus semántico arbitrario y convencional, no son ni arbitrarias ni convencionales, los signos ponen al descubierto todo el trabajo de significación porque la poesía es el laboratorio del significado puesto al desnudo.

El lenguaje científico debe abolir todo margen de ambigüedad del mensaje. El lenguaje común establece cierto nivel de acuerdo entre los hablantes para volver unívoco el sentido de las palabras, o cuando menos para posibilitar su uso compartido. La palabra poética es plurisensual y polívoca, es apertura y multiplicación de las posibilidades de interpretación. La poesía amplía el margen de ambigüedad hasta el punto de que el significado pierde definición y el área de interpretación del signo se extiende de forma ilimitada.

También la utopía se propone algo similar: quiere ser extensión ilimitada del área de significado de los signos para que la actividad no quede encerrada entre las rejas del trabajo abstracto, que reduce el significado a repetición y priva al gesto de toda libertad de elección.

Durante los años sesenta la lección utópico-irónica del dadaísmo entra en contacto con el idealismo filosófico y con la esperanza de autenticidad, y el futuro parece estar al alcance de la mano, presente incluso. Empieza entonces la época del ahora, la época de la realización presente, o del presente verdadero, la época de la utopía que ha hallado su lugar, o cree haberlo encontrado, para siempre. Un hijo de las flores no piensa en el mañana.


Fragmento del libro "Después del futuro / Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad", de Franco Berardi. Traductor Giuseppe Maio. Enclave de libros ediciones, Madrid, 2014. (Salón Kritik. Domingo Festín Caníbal)

domingo, 26 de octubre de 2014

EL MUNDO DE AYER (Stefan Zweig)


Para los hombres de hoy, que hace tiempo excluimos del vocabulario la palabra «seguridad» como un fantasma, nos resulta fácil reírnos de la ilusión optimista de aquella generación, cegada por el idealismo, para la cual el progreso técnico debía ir seguido necesariamente de un progreso moral igual de veloz. Nosotros, que en el nuevo siglo hemos aprendido a no sorprendernos ante cualquier nuevo brote de bestialidad colectiva, nosotros, que todos los días esperábamos una atrocidad peor que la del día anterior, somos bastante más escépticos respecto a la posibilidad de educar moralmente al hombre. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno; hemos tenido que acostumbrarnos poco a poco a vivir sin el suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad. Para salvaguardar nuestra propia existencia, renegamos ya hace tiempo de la religión de nuestros padres, de su fe en un progreso rápido y duradero de la humanidad; a quienes aprendimos con horror nos parece banal aquel optimismo precipitado a la vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzos humanos. Sin embargo, a pesar de que nuestros padres habían servido a una ilusión, se trataba de una ilusión magnífica y noble, mucho más humana y fecunda que las consignas de hoy. Y algo dentro de mí no puede desprenderse completamente de ella, por alguna razón misteriosa, a pesar de todas las experiencias y de todos los desengaños. Lo que un hombre, durante su infancia, ha tomado de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre, perdura en él y ya no se puede eliminar. Y, a pesar de todo lo que resuena en mis oídos todos los días, a pesar de todas las humillaciones y pruebas que yo y mis innumerables compañeros de destino hemos padecido, no puedo renegar del todo de la fe de mi juventud y dejar de creer que, a pesar de todo, volveremos a levantarnos un día. Desde el abismo de horror en que hoy, medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba en busca de las viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia y me consuelo, con la confianza heredada, pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso incesante.

domingo, 5 de octubre de 2014

ESQUIZORREALISMO en Madridid

Acercaos, por favor, que habrá vino y todo eso...


viernes, 25 de abril de 2014

Crítica y clínica en Vicente Núñez (diagnóstico reservado)

Ayer estuve en unas jornadas sobre Vicente Núñez qe organiza el CEP Priego-Montilla de Córdoba, exponiendo el trabajito que me ha tenido fuera de las canchas de juego las tres últimas semanas. Estuvo bien, buena comida, buenos vinos, oyentes atentos en número suficiente... En él he revisado la obra crítica y en prosa del poeta de Aguilar, y he argumentado mis nuevas opiniones sobre ella en relación al resto de su obra. Un pelín beligerante me ha salido, pero ha sido muy muy estimulante poder repensar lo ya dicho. Lo titulé como esta entrada.
Os dejo aquí el inicio del trabajo. Los otros, uf, quince folios que escribí, se publicarán en un libro que recogerá también las otras dos ponencias que se hicieron (sobre los dibujos de Vicente Núñez, y sobre su música). Ahí va:


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No hace mucho discutíamos unos amigos sobre si la Literatura debía ser “solo” literatura. Es decir, sobre si a esta disciplina que consiste, como sabemos, en la precisa combinación de unos signos lingüísticos para crear espacios estéticos y de sentido, le conviene limitarse a un ejercicio, más o menos afortunado, en el cual los elementos que se ponen en juego remiten decorativamente a ellos mismos y se agotan en sí mismos; o si, por el contrario, debía tratar de superar sus límites formales, y emocionales incluso, para convertirse en un audaz dispositivo cuyo propósito fuera explorar al máximo las posibilidades cognitivas y estimular nuestro pensamiento hasta trastocar tal vez algunas estructuras establecidas, sociales, políticas o ideológicas. Aunque suene a ello, no consistía, desde luego, en discurrir de nuevo por los cauces de ese conocido debate sobre la pureza del arte frente a su “compromiso”, más o menos eficaz, con la realidad que nos circunda (si acaso, ahora que lo pienso, con este otro casi tan antiguo como él, primo hermano suyo, sobre si era un medio de conocimiento o debía serlo de comunicación). No, la resbaladiza alternativa a lo “sublime”, a su posible ensimismamiento, no era el tantas veces farragoso intento de despertar bienintencionadas conciencias o movilizar legiones en el que tal vez piensen. Su planteamiento apuntaba a algo más íntimo, más en la esfera de lo privado que de lo público. Se sostenía que la literatura debía provocar (hoy, por lo menos) al acomodaticio consumidor en el que esta sociedad nos ha convertido, empujarlo a esa crisis intelectual que promueve conmutar las “prescripciones facultativas” (literarias, en principio), por remedios propios, por soluciones individuales. Para este ambicioso proyecto, demasiado extravagante todavía por desgracia, decíamos algunos, tal vez no hicieran falta tantas bellas imágenes. No se trataba de deslegitimar aquella opción formalista, estética (supongo que no es posible, que es difícil que ocurra sin que sus  defensores sean acusados de revolucionarios de sala de estar (o de saleta, según la denominación de Vicente Núñez), pero a casi todos nosotros, una literatura exenta se nos quedaba en poca cosa.
Precisamente al fondo de esta conversación se encontraba la poesía, o mejor, la sombra de la duda que sobre ella, según parece, se ha cernido en estos últimos tiempos en los que su “pitiminí” discursivo, como piensan algunos, es posible que no sea el más propicio para explicarlos. Y al fondo de ese fondo, pensaba yo en Vicente Núñez.

lunes, 21 de abril de 2014

Vicente Núñez redux

Por aquí estaré el próximo jueves, diciendo unas palabritas sobre Vicente Núñez, de quien no me olvido, no me olvido...

 

domingo, 19 de enero de 2014

David García Casado Dixit

Yo también quisiera decir algo sobre esa maravilla que es La gran belleza, pero estoy algo dejado caer últimamente. Leed, leed, mientras me decido yo a hacer algo bonito, esta nota de David García Casado que publica hoy SalónKritik. Festín caníbal... y reflexionad sobre cuánto tiempo más podréis resistir sin ir a verla:


Universo Gambardella

Qué dulce es quedarse largamente ante el objeto de ese deseo, manteniéndonos en vida en el deseo, en lugar de morir yendo hasta el extremo, cediendo al exceso de violencia del deseo! Georges Bataille

Suena The Beatitudes de The Kronos Quartet. Melancólica pero esperanzadora, nos lo hace ver todo desde ese punto maravilloso donde la madurez encuentra a la adolescencia y nos da una apariencia de continuidad. Un trampolín para volver a empezar otra vez pero esta vez conociendo cuales serán nuestros errores, para no cometerlos. Si somos sabios sabremos aguantar la violencia del deseo, no perder el tiempo en lo que no queremos hacer. Por eso lo viejo es mejor que lo nuevo, por eso Jep Gambardella es el puto amo.

Jep Gambardella escribe su libro, su segundo libro, se llama La Grande Belleza, lo escribe a traves de la mente de Paolo Sorrentino, que es el creador del Universo Gambardella, con la ayuda de las grúas y los travellings de Luca Bigazzi.

El coliseo de Roma es origen de ese Universo, el círculo que prueba la coninuidad de la existencia. Jep representa los últimos días de lo mundano, del cual él es el Rey. Roma aparece semivacía, despojada del bullicio de las películas de Pasolini. Las calles son de Jep, esta Roma es su ciudad, tan imaginaria como su viaje al fin de la vida, ahí radica su fuerza.

Italo Disco & Techno Mambo. Quien haya sido un verdadero animal nocturno sabe que hay alianzas intensas hechas bajo un orden deseante otro, ese que quiere prolongar la fiesta, no ponerle fin sino alargarla todo lo posible, hasta que el cuerpo aguante. Para darle fin ya esta Jep, el rey de los mundanos, capaz de aguantar más que nadie y con su traje de Catellani impecable.

Jep conoce a las mujeres mucho mejor que Accatonne. Las conoce porque respeta sus formas de contener y canalizar el deseo. El deseo y la intimidad que establecen la continuidad del espíritu y el erotismo de los corazones.

Jep siente curiosidad pero no necesita cirugía ni confesionario. Ni para el físico ni para el alma existe curación efectiva ni redención alguna. La única redención es viajar hasta el final de la vida.

Lo que sí son importantes son las raíces, éstas nos ayudan a no volatilizarnos como este tiempo prestado en el que vivimos.

Una puesta en escena maestra. Viva la función y muera la funcionalidad, vulgar como el vodka, que solo sirve para emborracharse.

Quieres ver de nuevo la película porque te has enamorado de Jep, como lo hiciste en su momento de Marcello, que es el hombre que quieres ser en la novela que no has escrito aún. Todavía podrías hacerlo, ¡es solo un truco!


Jep Gambardella: “Menos mal, aun nos queda algo bonito por hacer”



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domingo, 5 de enero de 2014

¿Cuál es el negocio de la Literatura?

A través de Teresa López Pellisa me llega el enlace a un texto de Richard Nash cuya lectura os recomiendo enfervorecidamente. Os dejo el enlace aquí a mi vez. Leedlo, leedlo, ya veréis cuántas veces asentís, cuántas os reconoceréis...

sábado, 7 de diciembre de 2013

miércoles, 21 de agosto de 2013

Henry



De Henry Miller he sabido desde que puedo recordar. He sabido desde jovencito de Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, y después supe de su célebre trilogía formada por Sexus, Plexus y Nexus, y más tarde del aura de malditismo que arrastraba y que, como consecuencia de todas esas obras, lo convirtió en estandarte contracultural y de la liberación sexual de los años 60 y 70.
Tal vez porque mi padre tenía un ejemplar de Trópico de Cáncer en su escueta biblioteca (¿o pertenecería inconfesablemente a mi hermana mayor?), supe de Henry Miller bastante pronto. De mi padre no puede decirse que tuviera militancia activa ni en la contracultura ni en alguna otra clase de cultura digna de mención, militancia políticamente disuasoria sí, eso sí puede ser, en cualquier caso. No es que no se interesara, pero de lo que se interesaba mejor no hablar. Y como a mi marisabidilla hermana mayor le profesaba yo un odio no exento de ternura, todo lo que pudiera venir de su mano lo rechazaba igualmente de forma natural. Por eso, fuera de quien fuese ese ejemplar en tapa dura que un día tal vez trajera a casa un extrañamente simpático y elegante distribuidor de Círculo de Lectores, nunca mostré por él excesivo interés. Las circunstancias iniciales de ese conocimiento no fueron, me temo, propicias para generarlo. Y, después de todo, tampoco las posteriores lo serían, pues recuerdo que hubo un tiempo en mi juventud en que todos los progres de la época hablaban sin parar de Henry Miller y de sus escandalosas novelas. Siempre me ha irritado tener que estar á la page. Leer a Henry Miller entonces debía serlo, y eso tampoco pude soportarlo. En consecuencia, no me interesé por las novelas de Miller. Por ninguna ya. He sabido desde siempre, pues, de Henry Miller y de sus obras, pero ha tenido mala suerte siempre conmigo este escritor. Mala suerte, Henry, muchacho, qué le vamos a hacer.
Pero parece que a veces se impone la razón en esta vida, por lo que tal vez haya sido ella la que haya provocado que ahora, apremiado por mi buen amigo Martín Aran, eso sí, esté leyendo Trópico de Capricornio. Ayer mismo empecé, y solo las escasas cincuenta páginas que llevo leídas han sido suficientes para apreciar la tremenda cumbre literaria a la que nada más que mi indigestión familiar y mis malsanos prejuicios sociales me evitaron acceder temprano. Lo hago ahora maravillado. He leído esas cincuenta páginas absolutamente absorbido por la fiereza de la prosa de Miller, por la inmisericorde y (auto)destructiva crítica de un sistema que en los años en que fue escrita la obra alcanzaba ya cotas diabólicamente aberrantes de miseria moral y de aniquilación del individuo, ¡quién iba a creer que luego superadas! A lo mejor es que, en efecto, estamos ya demasiado preparados para la catástrofe, pero yo no he visto escándalo por ninguna parte, sino altísima constatación. Henry Miller es un verdadero demonio perverso, agitador y subversivo (y a veces hasta metafísico, a lo peor es que no comía) que entiende que la literatura es vísceras y humores, algo así como irracional, un ejercicio de libertad extrema o nada. Un Manolo Vilas, para hacernos una idea doméstica, de hace ya la friolera de 85 años. Bukowski, Carver, Kerouac… bah, corderitos a su lado. Ahí va su fórmula secreta (no la divulgéis): 
“Lo único que me obsesionaba era el objeto, la cosa separada, desprendida, insignificante. Podía ser una parte de un cuerpo humano o una escalera de un teatro de variedades; podía ser una chimenea o un botón que hubiera encontrado en el arroyo. Fuera lo que fuese, me permitía abrirme, entregarme, poner mi firma. Estaba tan claramente fuera de su mundo como un caníbal de los límites de la sociedad civilizada. Estaba henchido de un amor perverso hacia la cosa en sí: no un apego filosófico, sino un hambre apasionada, desesperadamente apasionada, como si la cosa desechada, sin valor, que todo el mundo pasaba por alto, encerrase el secreto de mi regeneración.” (p. 29)